Durante
siglos los científicos han intentado explicar el universo por medio
de leyes físicas, expresadas mediante ecuaciones matemáticas.
El universo era representado como una inmensa máquina que funcionaba
siempre de forma estable. La vida y la conciencia no tenían lugar en
ese paradigma. Eran asunto de las religiones.
Pero
todo cambió desde los años 20 del siglo pasado, cuando el astrónomo
Hubble probó que el estado natural del universo no es la estabilidad
sino el cambio. Comenzó a expandirse a partir de la explosión
de un punto extremadamente pequeño pero inmensamente caliente y
repleto de virtualidades: el big bang. A continuación se formaron
los cuarks y los leptones, las partículas más elementales que, una
vez combinadas, dieron origen a los protones y neutrones, base de los
átomos. Y a partir de ellos, todas las cosas.
Expansión,
auto-organización, complejización y emergencia de órdenes cada vez
más sofisticados son características del Universo. ¿Y la vida?
No
sabemos cómo surgió. Lo que podemos decir es que la Tierra y todo
el Universo trabajaron miles de millones de años para crear las
condiciones de nacimiento de esta bellísima criatura que es la vida.
Es frágil porque fácilmente puede enfermar y morir. Pero es también
fuerte, porque hasta hoy nada, ni los volcanes, ni los terremotos, ni
los meteoros, ni las destrucciones en masa de eras pasadas,
consiguieron extinguirla totalmente.
Para
que surgiese la vida fue necesario que el Universo fuera dotado de
tres cualidades: orden, proveniente del caos, complejidad, oriunda de
seres simples e información, originada por las conexiones de todos
con todos. Pero faltaba todavía un dato: la creación de los
ladrillitos con los cuales se construye la casa de la vida. Esos
ladrillitos fueron forjados dentro del corazón de las grandes
estrellas rojas que ardieron durante varios miles de millones de
años. Son los ácidos químicos y demás elementos que permiten
todas las combinaciones y todas las transformaciones. Así, no hay
vida sin que haya presencia de carbono, de hidrógeno, de oxígeno,
de nitrógeno, de hierro, de fósforo y de los 92 elementos de la
escala periódica de Mendeléiev.
Cuando
estos varios elementos se unen, forman lo que llamamos una molécula,
la menor porción de materia viva. La unión con otras moléculas
creó los organismos y los órganos que forman los seres vivos, desde
las bacterias a los seres humanos.
Fue
mérito de Ilya Prigogine, premio Nobel de química de 1977, haber
mostrado que la vida resulta de la dinámica de la auto-organización
intrínseca del propio universo. Reveló también que existe una
fábrica que produce continuamente la vida. El motor central de esta
fábrica de la vida está formado por un conjunto de 20 aminoácidos
y 4 bases nitrogenadas.
Los
aminoácidos son un conglomerado de ácidos que combinados permiten
que surja la vida. Se componen de cuatro bases de nitrógeno que
funcionan como una especie de cuatro tipos de cemento que unen los
ladrillitos formando casas, las más diversificadas. Es la
biodiversidad.
Tenemos,
por tanto, el mismo código genético de base creando la unidad
sagrada de la vida, desde los micro-organismos hasta los seres
humanos. Todos somos, de hecho, primos y primas, hermanos y hermanas,
como afirma el Papa en su encíclica sobre la ecología integral (n.
92) porque estamos formados con los mismos 20 aminoácidos y las 4
bases nitrogenadas (adenina, timina, guanina y citosina).
Pero
faltaba una cuna que acogiese la vida: la atmósfera y la biosfera
con todos los elementos esenciales para la vida: el carbono, el
oxígeno, el metano, el ácido sulfúrico, el nitrógeno y otros.
Dadas
estas condiciones previas, hace 3,8 mil millones de años sucedió
algo portentoso. Posiblemente del mar o de un pantano primitivo donde
burbujeaban todos los elementos como una especie de sopa, de repente,
bajo la acción de un gran rayo relampagueante venido del cielo,
irrumpió la vida.
Misteriosamente
ella está ahí desde hace 3,8 mil millones de años: en el minúsculo
planeta Tierra, en un sistema solar de quinta magnitud, en un rincón
de nuestra galaxia, a 29 mil años luz del centro de ella, sucedió
el hecho más singular de la evolución: la irrupción de la vida.
Ella es la madre originaria de todos los vivientes, la Eva verdadera.
De ella descienden todos los demás seres vivos, también nosotros
los humanos, un subcapítulo del capítulo de la vida: nuestra vida
consciente.
Finalmente,
me atrevo a decir con el biólogo, también premio Nobel, Christian
de Duve y con el cosmólogo Brian Swimme, que el Universo sería
incompleto sin la vida. Siempre que se alcanza un cierto nivel de
complejidad, la vida surge como un imperativo cósmico, en cualquier
parte del Universo.
Debemos
superar la idea común de que el universo es una cosa meramente
física y muerta, con unas pizcas de vida para completar el cuadro.
Esa es una comprensión pobre y falsa. El universo parece estar lleno
de vida y para eso existe, como la cuna acogedora de la vida,
especialmente de la nuestra.