ÁFRICA HABLA
YO SOY ÁFRICA, la tierra del fuego y de
la leyenda, de las selvas inmensas, del desierto y también de la sabana. Soy
una mujer muy hermosa. Mi piel es negra y un enorme brillo de esperanza navega
en mis pupilas.
Dicen que soy muy coqueta y es verdad. Me gusta adornarme con pulseras y
collares, con grandes pendientes. Me maquillo para estar guapa, para danzar en
la fiesta. ¡Cómo me gusta el baile! Puedo pasarme noches enteras al ritmo del
tam tam , y danzar impregnada de luna hasta que nazca el sol.
Pero eso era antes. Ahora estoy enferma. Echada sobre una estera, apenas
si puedo levantarme. Pero me incorporaré un poquito. Me han dicho que os cuente
cosas de mí. Haré un esfuerzo, así que vosotros prestad la máxima atención:
…YO NACÍ en la noche de los tiempos, de la bondad creadora del Padre de
todos nuestros antepasados. Y crecí fuerte, sana y muy hermosa. Me gustaba
corretear como una gacela por todas partes, jugueteaba con mis hermanos y
hermanas del pueblo. Trabajábamos para comer: buscábamos la leña, preparábamos
los campos, y al final de cada jornada nos sentábamos en torno al fuego para
oír las historias de nuestros mayores. En definitiva, mi vida era feliz.
Recuerdo que por entonces había en mi tierra culturas poderosas y
organizadas, ciudades inmensas y muy ricas. Y vivíamos bien, con respeto y
entendimiento. De vez en cuando nos peleábamos, pero la sangre no llegaba al
río. Y lo que recuerdo con mayor orgullo ( y también con gran añoranza) :
¡nunca pasábamos hambre! Vivíamos felizmente trabajando juntos, compartiendo
juntos, caminando juntos. No derrochábamos ni acumulábamos, pero teníamos lo
necesario para vivir día a día con dignidad.
Y el tiempo me fue haciendo cada vez más hermosa. Me salían muchos
pretendientes. Uno muy alto, guapo y robusto me pidió por esposa. Y yo acepté.
Al principio no estaba muy enamorada, pero después me encariñé con él y vivimos
muy felices. La vida nos dio la bendición en forma de hijos, nuestras tierras
eran fértiles y nos daban frutos abundantes… Hasta que pasó lo que pasó. Se me
hace un nudo en la garganta con sólo recordarlo. Y las lágrimas asoman a mis
ojos sin poderlas contener. Perdonen. Voy a respirar tres veces muy hondo para
tranquilizarme y poder continuar.
SÍ: LLEGARON UNOS HOMBRES BLANCOS. Traían cadenas y perros rabiosos con
colmillos afilados, y candela en los ojos… y una especie de brazos de hierro
que escupían fuego y hacían el ruido del trueno. También llevaban redes y mil
cosas más que daban miedo. Y nos trajeron el dolor y la muerte. Rompieron
nuestra paz de siglos, nuestra armonía ancestral, nuestra felicidad primigenia.
Y nos trajeron la ESCLAVITUD. ¡Qué palabra más fea!
Entraron en nuestros para llevarnos lejos, no sabíamos a dónde. Recuerdo
que esos señores decían que no teníamos alma, que éramos salvajes, bestias,
animales… y cosas aún más desagradables que no quiero contarles.
Nos sacaron encadenados hasta las costas, en donde estaba el gran río.
Allí nos separaron a unos de otros látigo en mano y con una prepotencia
inimaginable. Todavía recuerdo los llantos desgarradores de las madres que se
veían separadas de sus hijos, los de un pueblo de otro, los de una etnia de
otra…
Y qué contarles de aquellos inhumanos viajes en barco. Hacinados en las
bodegas moríamos más de la mitad en camino. Nos sacaban a la cubierta “para
airear la mercancía”, decían ellos. Algunos aprovechaban entonces para tirarse
al mar y evitar sufrimientos. Si alguien intentaba provocar un motín, pagaba
con su vida. “Así terminan los que se revelan contra el hombre blanco”, y nos
obligaban a masticar a nuestro propio hermano.
Cuando llegábamos a la tierra nueva, nos subían a una tarima y nos
vendía como animales. Miraban nuestras dentaduras, si éramos fuertes, si éramos
débiles… y nos ponían precio.
Nosotros fuimos su mano de obra en sus campos de algodón, de café, de
maíz… Y seguían tratándonos con látigo y desprecio, trabajando de sol a sol. Y
nos llamaban salvajes. Y de nuevo pregunto ¿quiénes eran en realidad los
salvajes?
Después de esta atroz realidad que acabo de contarles todo ha sido
desgracia para mí. Por eso si os digo que me siento violada, me comprenderéis
perfectamente.
Pero no solo se conformaron con esclavizarnos. Resulta que los grandes
jefes blancos se pusieron a repartirse mi tierra. Y os puedo asegurar que
conmigo ni hablaron, ni me pidieron permiso. Simplemente me desgarraron en
cincuenta trozos para repartirse mis riquezas (eso que ustedes llaman
colonialismo).
Cuando hacían esas divisiones no se daban cuenta que separaban con sus
fronteras a pueblos y culturas que siempre estuvieron unidos, sembrando así
rencillas, rivalidades y odios. Porque a un lado u otro de la frontera se les
trataba mejor o peor según el amo que les había tocado. Y de nuevo me sentí
violada, y saqueada, y robada, y esquilmada.
Desde entonces paso hambre, porque se han llevado mis riquezas y me han
dejado la despensa vacía. Además, ya no tengo la fuerza ni la energía de cuando
joven. Mi cuerpo está machacado, lleno de cicatrices. Por las noches tengo
pesadillas.
Me han dicho que ahora, como ya no tienen nada que llevarse, nos traen
armas de fuego para que nos matemos, y que vienen a arrojar su basura
radioactiva en mi suelo. Pero ya no me quedan fuerzas para levantarme y ver si
es verdad. Y de nuevo, permítanme que les pregunte: ¿quiénes eran en realidad
los salvajes?
Y poco más creo que puedo contaros. Estoy muy cansado y enferma. Pero os
he de confesar que tengo unas ganas enormes de danzar, y de ponerme en pie, y
de vivir la felicidad que viví de joven. Ya sólo me queda la esperanza, y dicen
que mis ojos siguen siendo muy hermosos y que brillan en la noche. No me
quitéis la esperanza, no matéis mis sueños, dejadme al menos que imagine al
ritmo del tam tam que suena, un nuevo día en que pueda levantarme y vivir con
la dignidad que tuve y a la que aspiraré siempre”.