Cuenta el génesis que Abraham y Lot, su sobrino, con sus tribus respectivas, por orden de Dios salieron corriendo de Sodoma, ciudad pecadora que iba a ser destruida por el fuego.
Dios – ese dios del muy antiguo testamento - les prohibió mirar hacia atrás en su camino, para que no vieran el destrozo que preparaba…
La curiosa esposa de Lot, a la que gustaban las telenovelas, no se aguantó las ganas de ver cómo terminaba aquella película. Cuando escuchó la estruendosa banda sonora del cataclismo en Sodoma, detuvo su marcha y se volvió a mirar. Entonces ¡zas! Se quedó convertida en estatua de sal. Eso Lot no lo vio, porque si llega a mirar, se queda él igual de salado.
Cuatro mil años han pasado, siglo más siglo menos. Todavía sigue la señora viuda de Lot, inmóvil por aquellas tierras desérticas.
En esos cuarenta siglos ha cambiado mucho la vida de los descendientes de Abraham y Lot.
Aquella tribu siguió caminando, después de muchas invasiones y esclavitudes, de fundar ciudades y destruir otras, allí se quedaron, guardando sus tradiciones y recuerdos del pasado.
Allí empezaron a aburrirse viviendo de antiguas memorias.
Hasta que, entre los tataranietos de Abraham, fue creciendo un muchacho rebelde que animó a sus amigos a salir otra vez del pasado en busca de una vida nueva…
Esa salida le costó la persecución de los que sólo querían quedarse mirando atrás. Y le costó la vida.
Es peligroso asomarse al futuro.
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