Hay lugar para
la conmoción. Un grupo de hombres armados ingresa a las oficinas en París de
una revista muy conocida por su tratamiento poco comedido de los temas del
islam, y con rifles automáticos AK 47 asesina a once periodistas y a varias
personas más. En muy breve plazo, la policía francesa afirma tener
identificados a los matones. Incluso proporciona los nombres de los tres
criminales, a los que sin mayor averiguación llama terroristas. En el lugar de
los hechos se apersona el presidente de Francia y dice, frase cohete, que los
asesinos serán perseguidos sin descanso y llevados ante la justicia.
A las pocas
horas, la policía informa que ya tiene localizados a los responsables del
múltiple homicidio. Un poco después, los gendarmes afirman que los asesinos han
sido muertos durante un enfrentamiento con las fuerzas del orden. Ya se sabe
que los muertos no hablan.
También en
brevísimo tiempo llegan a París un montón de jefes de Estado para encabezar una
multitudinaria marcha condenatoria del terrorismo. Y llama la atención que en
la vanguardia de la manifestación se encuentra un célebre practicante del más
cruel terrorismo: el primer ministro de Israel.
Acto seguido,
como en un film de acción vertiginosa, ese montón de jefes de Estado, junto con
el presidente de Estados Unidos, convocan a una conferencia internacional sobre
seguridad para hacer frente, de manera conjunta y coordinada, al flagelo del
terrorismo. Pero, ojo, no cualquier terrorismo, sino el terrorismo islámico. Y
más concretamente el terrorismo islámico yihadista, al que sin mayor evidencia
y del modo más categórico posible se atribuye el atentado contra la revista
parisina.
Al calor del
conocimiento de estos hechos vertiginosos, no puede uno evitar que venga a la
memoria el incendio del Reichstag, atribuido por los nazis a “los comunistas”,
atentado que produjo casi automáticamente, la llegada de Adolfo Hitler al poder
absoluto.
Y cómo no
recordar el hundimiento en la bahía de La Habana, en 1898, del Maine, buque de
la armada estadounidense, atribuido por Washington al ejército español y que
sirvió de perfecta excusa para el ingreso de Estados Unidos en la guerra de
independencia de Cuba contra el dominio colonial español, y que tras la derrota
de España permitió a Estados Unidos apoderarse militarmente de Cuba y ejercer
sobre la isla un dominio neocolonialista que sólo terminó con el triunfo de la
revolución de la Sierra Maestra.
¿Ya se olvidó el
celebérrimo incidente del golfo de Tonkín en que, nos dijeron, unas lanchas
torpederas de Vietnam del Norte habían cañoneado a un barco gringo, lo que más
tarde se comprobó fue un hecho inexistente, una rotunda falsedad, pero que
sirvió de pretexto para iniciar los bombardeos masivos de Vietnam del Norte,
ocultados, por cierto, a la prensa y a la opinión pública estadounidenses?
¿Y las Torres
Gemelas? También se responsabilizó a unos fanáticos musulmanes de ese feroz
hecho. Pero hasta ahora nadie ha podido probar que, en efecto, las cosas
ocurrieron como dice la versión oficial. Ni en Nueva York ni en Washington ni
en Maryland, donde nos dijeron que, quién sabe cómo, un avión lleno de
pasajeros se vino a tierra. En la literatura política mundial, a este tipo de
acciones se les llama atentados con bandera falsa.
Aquel montón de
mandatarios y sus servicios secretos y sus aparatos de inteligencia y espionaje
y la policía parisina ¿habrán siquiera considerado la hipótesis de un atentado
con bandera falsa? ¿O sólo siguieron puntualmente y con cara de circunstancias
el libreto preescrito para aumentar y justificar la islamofobia occidental y
nuevas guerras coloniales contra los países musulmanes, Irán en primer término?
De modo que si hay motivos para la conmoción, también los hay para la sospecha.