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5 de febrero de 2015

Hay motivos para la sospecha



Hay lugar para la conmoción. Un grupo de hombres armados ingresa a las oficinas en París de una revista muy conocida por su tratamiento poco comedido de los temas del islam, y con rifles automáticos AK 47 asesina a once periodistas y a varias personas más. En muy breve plazo, la policía francesa afirma tener identificados a los matones. Incluso proporciona los nombres de los tres criminales, a los que sin mayor averiguación llama terroristas. En el lugar de los hechos se apersona el presidente de Francia y dice, frase cohete, que los asesinos serán perseguidos sin descanso y llevados ante la justicia.

A las pocas horas, la policía informa que ya tiene localizados a los responsables del múltiple homicidio. Un poco después, los gendarmes afirman que los asesinos han sido muertos durante un enfrentamiento con las fuerzas del orden. Ya se sabe que los muertos no hablan.

También en brevísimo tiempo llegan a París un montón de jefes de Estado para encabezar una multitudinaria marcha condenatoria del terrorismo. Y llama la atención que en la vanguardia de la manifestación se encuentra un célebre practicante del más cruel terrorismo: el primer ministro de Israel.

Acto seguido, como en un film de acción vertiginosa, ese montón de jefes de Estado, junto con el presidente de Estados Unidos, convocan a una conferencia internacional sobre seguridad para hacer frente, de manera conjunta y coordinada, al flagelo del terrorismo. Pero, ojo, no cualquier terrorismo, sino el terrorismo islámico. Y más concretamente el terrorismo islámico yihadista, al que sin mayor evidencia y del modo más categórico posible se atribuye el atentado contra la revista parisina.

Al calor del conocimiento de estos hechos vertiginosos, no puede uno evitar que venga a la memoria el incendio del Reichstag, atribuido por los nazis a “los comunistas”, atentado que produjo casi automáticamente, la llegada de Adolfo Hitler al poder absoluto.
Y cómo no recordar el hundimiento en la bahía de La Habana, en 1898, del Maine, buque de la armada estadounidense, atribuido por Washington al ejército español y que sirvió de perfecta excusa para el ingreso de Estados Unidos en la guerra de independencia de Cuba contra el dominio colonial español, y que tras la derrota de España permitió a Estados Unidos apoderarse militarmente de Cuba y ejercer sobre la isla un dominio neocolonialista que sólo terminó con el triunfo de la revolución de la Sierra Maestra.

¿Ya se olvidó el celebérrimo incidente del golfo de Tonkín en que, nos dijeron, unas lanchas torpederas de Vietnam del Norte habían cañoneado a un barco gringo, lo que más tarde se comprobó fue un hecho inexistente, una rotunda falsedad, pero que sirvió de pretexto para iniciar los bombardeos masivos de Vietnam del Norte, ocultados, por cierto, a la prensa y a la opinión pública estadounidenses?

¿Y las Torres Gemelas? También se responsabilizó a unos fanáticos musulmanes de ese feroz hecho. Pero hasta ahora nadie ha podido probar que, en efecto, las cosas ocurrieron como dice la versión oficial. Ni en Nueva York ni en Washington ni en Maryland, donde nos dijeron que, quién sabe cómo, un avión lleno de pasajeros se vino a tierra. En la literatura política mundial, a este tipo de acciones se les llama atentados con bandera falsa.

Aquel montón de mandatarios y sus servicios secretos y sus aparatos de inteligencia y espionaje y la policía parisina ¿habrán siquiera considerado la hipótesis de un atentado con bandera falsa? ¿O sólo siguieron puntualmente y con cara de circunstancias el libreto preescrito para aumentar y justificar la islamofobia occidental y nuevas guerras coloniales contra los países musulmanes, Irán en primer término? De modo que si hay motivos para la conmoción, también los hay para la sospecha.