Síntesis de su pastoral en la diócesis de San Salavador
En su primer
viaje a Centroamérica en 1983, el papa Juan Pablo II se detuvo inesperadamente
en la catedral de San Salvador. En el interior de sus muros de ladrillo rojo y
cemento armado, el papa se arrodilló para orar sobre la tumba del arzobispo
Óscar Arnulfo Romero, asesinado tres años antes. El papa calificó a Romero de
«celoso Pastor a quien el amor de Dios y el servicio a los hermanos condujeron
hasta la entrega misma de la vida». Aunque sobria, la oración es digna de
mención: menos de un año antes de la muerte de Romero, el papa había estado
considerando el envío de un administrador apostólico para regir la
archidiócesis en sustitución de Romero.
Romero fue consagrado
como arzobispo de San Salvador el martes 22 de febrero de 1977, en una discreta
ceremonia en la iglesia anexa al seminario de San José de la Montaña. No era
aún tiempo de guerra; faltaban todavía unos años para masacres como las de Río
Sumpul y El Mozote. Tres sacerdotes habían sido expulsados del país durante el
mes precedente, y la casa de un cuarto sacerdote había sido bombardeada. La
tensión política fue, pues, una de las razones de tan discreta entronización de
Romero como arzobispo de la capital. Otra razón de la discreción de la
ceremonia fue la incertidumbre de la archidiócesis respecto del nuevo
arzobispo. Muchos esperaban lo peor. Jesús Delgado, sacerdote que más tarde
colaboró estrechamente con Romero, dice que cuando Romero comenzó a hablar
aquella mañana, «el silencio era sepulcral».
Romero no era un
desconocido. Ordenado obispo en 1970, había prestado servicio como auxiliar en
San Salvador hasta ser transferido en 1974 a la diócesis de Santiago de María.
En San Salvador no había estado en sintonía con la línea pastoral progresista
del sempiterno arzobispo Luis Chávez, ni del otro auxiliar, Arturo Rivera
Damas.
Hay quien afirma que la
línea pastoral de Romero comenzó a cambiar durante su servicio episcopal en
Santiago de María. Allí fue ?dice Urioste? donde Romero empezó a ver a los
pobres no sólo como personas a las que ayudar, sino como protagonistas de su
propia vida. Sin embargo, incluso en Santiago de María Romero se dio a conocer
por reestructurar un centro de formación catequética inspirado en los
documentos de Medellín. Además, no protestó públicamente cuando la Guardia
Nacional asesinó a cinco campesinos en Tres Calles y a otro más en un lugar
cercano, aunque sí escribió una carta privada de protesta al Presidente. No
resulta sorprendente que algunos no consideraran a Romero adecuado para el
ministerio de arzobispo, dadas las circunstancias del país. Urioste, que
posteriormente fue vicario general de Romero, ni siquiera acudió a la
entronización.
El primer mes de Romero
como arzobispo resultó dramático. Ante la evidencia de fraude en las elecciones
presidenciales, los manifestantes se congregaron en el centro de la ciudad. El
28 de febrero, las tropas dispararon contra la multitud, y numerosas personas
huyeron a refugiarse en la iglesia de los dominicos. Decenas de personas fueron
asesinadas.
El 5 de marzo, la
Conferencia Episcopal salvadoreña redactó una carta condenando violaciones
concretas de los derechos humanos y haciendo referencia, asimismo, a
estructuras sociales fundamentalmente injustas. La carta debía ser leída en las
misas del domingo 13 de marzo. El 12 de marzo, Romero se echó atrás, según
contó posteriormente el obispo Rivera Damas. El 12 de marzo al mediodía, Romero
dijo a Rivera: «Esta carta es inoportuna, esta carta es parcial. Esta carta no
sé por qué se ha emanado». Aquella misma tarde, el jesuita Rutilio Grande,
párroco de Aguilares, y dos compañeros fueron asesinados cuando iban a decir
misa en El Paisnal. Aquella noche, Romero acudió a Aguilares, y algo ocurrió.
Tal como Rivera lo cuenta, Romero no sólo leyó la carta en la misa dominical
del día 13, sino que su comentario fue tan hermoso que «estuvimos viendo cómo
la sabiduría de Dios estaba con él. A partir de entonces, ese hombre
cambió...».
La respuesta de Romero
a la muerte de Rutilio fortaleció su identificación con la archidiócesis. Lejos
de callar, Romero empezó a predicar más aún y con enorme fuerza. Se dice que
eran tantas las personas que sintonizaban en la radio sus homilías dominicales
que se podía ir por la calle sin perderse ni una frase, porque se iba enlazando
el sonido de la radio de una persona con el de la siguiente. Pero Romero no
sólo hablaba, sino que también escuchaba, a sacerdotes y campesinos, a
trabajadores y hombres de negocios.
El general Romero tomó
posesión de la presidencia de El Salvador el 1 de julio de 1977 y el arzobispo
Romero había establecido la política de no acudir a ceremonias oficiales hasta
que el gobierno comenzara una investigación seria sobre los asesinatos de Aguilares,
y, apartándose de una inveterada tradición, se negó a asistir a la ceremonia de
toma de posesión.
La persecución
arreciaba contra la Iglesia. Romero lo explicaba así: «En la raíz de todo
estaba un gobierno manipulado por un capital intransigente y dispuesto a no
dejar hablar a la Iglesia su mensaje integral, que despierta la conciencia
crítica del pueblo». El obispo Marco René Revelo, por entonces obispo auxiliar
de Santa Ana, interpretaba la situación de modo distinto. En el Sínodo de
Obispos de octubre en Roma, Revelo dijo: «Los catequistas rurales, los mejor
preparados, los más conscientes, los que han tenido siempre mayor capacidad de
liderazgo, están cayendo muy deprisa en las redes que el Partido Comunista y
los grupos de extrema izquierda maoísta les tienden, y se están integrando
rápidamente en sus filas». Dos meses después, el obispo Revelo fue trasladado
por la Santa Sede de Santa Ana a San Salvador para ser auxiliar de Romero.
Roma se inmiscuyó en la
cuestión y el cardenal Baggio, prefecto de la Congregación para los Obispos,
invitó a Romero a Roma para un «fraterno e amichevolecolloquio».
La gente que recurría
al sistema judicial salvadoreño en busca de ayuda en lo relativo a los presos
políticos y los «desaparecidos» no la encontraba. El habeas corpus no tenía
significado alguno. La tortura continuaba. Romero así lo dijo en su homilía del
30 de abril de 1978. En respuesta, La Corte Suprema de Justicia desafió a
Romero a «dar nombres» de jueces corruptos. Romero, no dispuesto a exponerse a
las denuncias de personas concretas, respondió con una relación tan clara de
problemas sistemáticos que la Corte Suprema renunció a su ataque.
La recesión económica y
la represión militar fortalecieron a las organizaciones de base, en lugar de
destruirlas. Muchos miembros activos de esas organizaciones eran también
católicos activos. El arzobispo Romero y el obispo Rivera Damas, que había sido
trasladado de Santiago de María, donde había sucedido a Romero, clarificaron la
relación entre la Iglesia y las organizaciones populares en una carta pastoral
conjunta de agosto de 1978, que hicieron coincidir con la fiesta patronal de
San Salvador, la Transfiguración.
El padre Ernesto
Barrera fue asesinado el 28 de noviembre de 1978. El año 1979 se inauguró con
un ataque de las fuerzas gubernamentales contra una pequeña casa de ejercicios
de San Salvador, «El Despertar». Cuatro adolescentes participantes en el retiro
y el padre Octavio Ortiz, joven sacerdote al que el propio Romero había
ordenado, fueron asesinados.
Uno de los momentos más
bajos de 1979 fue la visita de Romero a Roma en mayo, que era la tercera como
arzobispo. Después de muchos esfuerzos, Romero consiguió una audiencia con el
papa Juan Pablo. Mientras Romero estaba en Roma, las fuerzas de seguridad dispararon
contra los participantes en una manifestación frente a la catedral de San
Salvador, con el resultado de veinticinco muertos y numerosos heridos.
Hubo un cambio de
gobierno «La Segunda Junta» a la que ofreció diálogo Monseñor Romero. Pero a
medida que iban pasando las semanas, se iba viendo claramente que cualquier
esperanza de reforma era vana. Los oficiales jóvenes y los miembros civiles del
gobierno eran incapaces de arrebatar el control militar efectivo de las manos
de los antiguos líderes de la línea dura, uno de los cuales conservaba el
puesto de ministro de defensa. Los miembros civiles del gobierno más dignos de
confianza dimitieron en enero de 1980, «en protesta por la imposibilidad de
llevar adelante las reformas prometidas por el movimiento del 15 de octubre».
La represión aumentó dramáticamente bajo la «Segunda Junta», alianza de los
demócrata-cristianos con los militares apoyada por los Estados Unidos.
El 22 de enero, Romero
escribió en su diario que se había abierto fuego contra una gran manifestación
pacífica de organizaciones de izquierda, matando a mucha gente. Sólo de las
escaleras de la catedral se recogieron once cuerpos. El gobierno dijo a Romero
que ellos no eran responsables, pero Romero escribió: «Muchas voces de testigos
señalaban que los guardias que estaban en el balcón del Palacio Nacional habían
tiroteado a la muchedumbre», al igual que harían durante el funeral del propio
Romero. Unas cuantas semanas después, cuando se anunció que los Estados Unidos
estaban considerando la ayuda militar al gobierno, Romero escribió una carta de
protesta al presidente Jimmy Carter.
Romero hizo su última
visita al Vaticano a finales de enero de 1980. La visita incluyó una audiencia
con el papa Juan Pablo, que finalizó con un «abrazo muy fraternal». Romero
escribió que dejó la Santa Sede habiendo «sentido la confirmación y la fuerza
de Dios para mi pobre ministerio». Urioste afirma que, incluso entonces, Romero
fue mal entendido por el Vaticano, que siguió creyendo que era demasiado activo
en el terreno político.
El domingo 23 de marzo
predicó una homilía que tituló: «La Iglesia: un servicio de liberación:
personal, comunitaria y trascendente». Suele citarse una frase de esta larga y
compleja homilía: «En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo
cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les
ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión...!». Al día siguiente
tuvo varios encuentros. Fue después a la residencia de los jesuitas de Santa
Tecla a hablar con Segundo Azcue, que era su confesor. Volvió al hospital en
que vivía a celebrar la misa vespertina. A la finalización de la homilía,
cuando Romero estaba extendiendo el corporal sobre el altar, fue asesinado por
un francotirador.
Veinticinco años después,
monseñor Romero sigue enterrado en el sótano de la catedral de San Salvador con
un tiro a la altura del corazón. Creyeron apagar su voz en 1980, pero su voz,
desde entonces, no ha hecho más que amplificarse por el mundo entero,
encadenándose como su voz por la radio, como aquel sonido de campanas que
escuchó en Roma y que grabó para que las oyeran sus campesinos de El Salvador,
como si se tratara del latido de su corazón viajando siempre en su pueblo.
Tomado de Douglas
Marcouiller
Mons. Romero «Sentir
con la Iglesia». Sal Terrae 2004