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22 de abril de 2015

TODOS SOMOS LOS PADRES DE ANDREAS...!



¿Qué habrá pasado por la cabeza de este joven de 28 años para hacer una acción de este tipo, a pesar de oír al capitán golpeando cada vez más fuerte la puerta y diciendo: “Por Dios, abre esta puerta!”, a pesar de oír las advertencias del aparato y de la torre de control…? Imposible de imaginar.
Todo esto, sin embargo, nos puede motivar una reflexión sobre cómo vivimos las relaciones humanas y la vida. No sabemos detalles de la vida de Andreas, aunque se van diciendo algunos. Pero está claro que se encerró en sí mismo de una manera inaudita, ignorando los avisos y las palabras de la máquina, la torre, el piloto del avión que lo llamaba desde fuera…

Problemas, encierro en sí mismo, ambiciones truncadas, parecen un cóctel que no supo afrontar el joven copiloto. Es evidente que éste es un hecho puntual, y que de ahí no se pueden sacar grandes conclusiones generales. En cada instante del día hay más de 8.000 aviones en el aire en todo el mundo. Cada día, en cada instante, hay 8.000 pilotos y copilotos que están en vuelo y hacen su trabajo con cuidado, responsabilidad y respeto por la vida. Pero quizás el drama que hemos vivido nos puede ayudar a reflexionar sobre nuestra sociedad y los valores que la constituyen. Quizás esta tragedia es una punta de iceberg que muestra síntomas de alguna enfermedad que podemos tener como sociedad…
Subrayaré tres:
1) La primera enfermedad es la despersonalización de nuestro trabajo. Una sociedad que tiende al individualismo hace que cada uno mire para sí mismo, que realice su trabajo sin mirar ‘a quién se hace’, que sólo mire ‘lo que se hace’. Es la enfermedad de no ver la diferencia entre hacer y servir. ‘Hacer’ tiene como centro la acción que se realiza. ‘Servir’ tiene como centro a la persona o personas a las que se hace este servicio.
Ver
¿Quizás desde la tradición cristiana podemos destacar más la fuerza de la palabra ‘servir’, de la palabra ‘servicio’, que tenemos a menudo olvidada? ¿Quizás desde la enseñanza social de la Iglesia podemos recuperar la importancia de las diversas dimensiones del trabajo, de la profesión? ¿Acaso hemos de recordar las dimensiones del trabajo que van más allá de la percepción de un salario para vivir, o de unos objetivos profesionales a alcanzar para satisfacer una especie de pasión por el honor, el poder, o el ‘ser más’?
Es significativo cómo dos días después del fatídico vuelo, un capitán de la misma compañía aérea, Frank Woiton, recibía en la puerta del avión a los viajeros, daba la mano a cada uno de ellos, los saludaba en persona… Si Andreas hubiera dado la mano a los pasajeros cada día, si les hubiera mirado a los ojos al embarcarse, si hubiera hecho carantoñas a los bebés que embarcaban… quizás hubiera intuido la riqueza y preciosidad de las 150 historias humanas que acompañaba, llenas de relaciones, afectos, pasiones, suspiros e ilusiones.
Y quizás hubiera visto que, más allá de sus problemas, más allá de sus esperanzas frustradas y de su enfermedad, cada persona, y él mismo también, es digna de admiración y de ‘respetuosa reverencia’, como decía Thomas Merton en su epifanía de Luisville… Quizás hubiera repensado su acción brutal y no hubiera ignorado los gritos de “¡por Dios, abre la puerta!” que le lanzaba el capitán…

Y nosotros nos podemos preguntar: en lo que hacemos, en nuestro trabajo o nuestros quehaceres domésticos, ¿miramos sólo ‘lo que hacemos’, o bien miramos ‘para quien lo hacemos’? Quizás podemos cambiar nuestra manera de ‘hacer’ para que sea, cada vez más, ‘servir’. ¿No habría aquí una gran revolución en nuestras vidas, en nuestra sociedad? Si los conductores de autobuses, los médicos, las enfermeras, los maestros y profesores, los vendedores, los oficinistas, los comerciantes, los empresarios, los trabajadores de la limpieza de las ciudades o de nuestras oficinas…, si todos vieran a quienes están sirviendo, al que están ayudando, al que están haciendo la vida mejor, ¡cuantas cosas cambiarían! Podemos ver nosotros si padecemos esta enfermedad de la ‘despersonalización’…
2) La segunda enfermedad que muestra este hecho es la enfermedad del ‘siempre más arriba’, la enfermedad de la ambición profesional que incita a romper los obstáculos que se interponen. Cada uno de los certificados de baja médica que Andreas rompía era, para él, un obstáculo menos para alcanzar su ambición, su sueño de grandeza de ser un capitán de vuelos de larga distancia. Cada una de las mentiras que decía respondía a su empeño en lograr su sueño a toda costa, sin importarle el resto, sin importarle los medios.
¿Acaso nosotros alguna vez nos dejamos llevar también por esta enfermedad del ‘más y más’, del ser ‘decidido y ambicioso’, del ‘resolver con efectividad los problemas que se planteen’, del ser ‘persona siempre en crecimiento y para quien no hay obstáculos’, para la que ‘todo es posible’? Hay que ir al tanto porque esta enfermedad es contagiosa…
A veces, grandes proyectos de un gran alcance, de una gran visión, son impulsados por grandes empresarios, personas de gran visión y capacidad de emprender grandes cosas, pero que olvidan a sus empleados, a sus proveedores, olvidan en definitiva a las personas sobre las que se sustentan estos proyectos y no dudan en ser duros para alcanzar los objetivos, arrinconar a quien convenga, quitar los ‘obstáculos’ que se interponen a su objetivo… Quizás debemos ser críticos con los proyectos de gran ‘alcance’ que buscan unos objetivos magníficos pero que no son lo suficientemente humanizadores, que no ‘miran el rostro y los ojos’ de los demás, de las personas, de los empleados, y especialmente de los más vulnerables.
De la misma manera que se habla de cambiar el PIB por un índice de felicidad, en las organizaciones y empresas quizás habría que cambiar el índice de consecución de los objetivos marcados, ‘por un índice de justicia, de servicio y de satisfacción de los trabajadores y los destinatarios’… O mejor aún, un índice de ‘mayor servicio a la comunidad y al bien común’ de tal empresa u organización.
Quizás así veríamos que nuestra ambición no debe ser la propia satisfacción de los ‘vanos honores’ que dice San Ignacio, sino la de servir y amar más y más, con justicia y con una mirada a las personas respetuosa con su dignidad.
3) Y la tercera enfermedad es la falta de resistencia a la frustración. A veces, parece que se nos presente la conveniencia de que los niños no conozcan el ‘no’, y menos el ‘no es posible’. Parece que a Andreas, su enfermedad psicológica y al parecer ocular, le supuso un ‘no es posible cumplir tu sueño’. Y claro, la frustración de un proyecto hermoso es dura de tragar…
Cabe preguntarnos también nosotros cómo es nuestra ‘tolerancia al fracaso’, al cambio de planes, cómo es nuestra flexibilidad para el cambio cuando algo no es posible, para acoger los límites de la realidad. Quizás una puerta que se cierra es otra que se abre de maneras inesperadas…, donde lo importante no es lo que yo quería, ‘mis proyectos’, sino encontrar maneras alternativas de dar sentido a la vida. Un sentido que se encuentra en el servicio y la estimación a los demás y que impulsa nuestra vida, acción y deseos.
Todos somos los padres de Andreas, de los muchos Andreas que hay y que somos. Todos estamos como ellos, no sólo consternados sino chocados por lo ocurrido.
Ojalá su muerte, y la de los otros 149 pasajeros, no sea inútil, como tantas otras muertes por estos días por la persecución religiosa y demás. Que por lo menos nos ayude a reflexionar sobre qué personas estamos formando en nuestra sociedad.

Que seamos personas que miran con cariño a las otras personas; personas que no miran sus propios intereses y proyectos sino los de la comunidad y el bien común; personas que son capaces de afrontar con dignidad y serenidad los fracasos y los límites inherentes a la condición humana.

Descansen en paz.