Grito de la Tierra-grito de los pobres
Antes de hacer cualquier comentario vale la pena resaltar algunas
singularidades de la encíclica Laudato sí' del Papa Francisco.
Es la
primera vez que un Papa aborda el tema de la ecología en el sentido de una ecología
integral (por lo tanto que va más allá de la ambiental) de forma tan
completa. Gran sorpresa: elabora el tema dentro del nuevo paradigma ecológico,
cosa que ningún documento oficial de la ONU ha hecho hasta hoy. Fundamenta su
discurso con los datos más seguros de las ciencias de la vida y de la Tierra.
Lee los datos afectivamente (con inteligencia sensible o cordial), pues
discierne que detrás de ellos se esconden dramas humanos y mucho sufrimiento
también por parte de la madre Tierra. La situación actual es grave, pero el
Papa Francisco siempre encuentra razones para la esperanza y para confiar en
que el ser humano puede encontrar soluciones viables. Enlaza con los Papas que
le precedieron, Juan Pablo II y Benedicto XVI, citándolos con frecuencia. Y
algo absolutamente nuevo: su texto se inscribe dentro de la colegialidad, pues
valora las contribuciones de decenas de conferencias episcopales del mundo
entero, desde la de Estados Unidos a la de Alemania, la de Brasil, la de la
Patagonia-Comahue, la del Paraguay. Acoge las contribuciones de otros
pensadores, como los católicos Pierre Teilhard de Chardin, Romano Guardini,
Dante Alighieri, su maestro argentino Juan Carlos Scannone, el protestante Paul
Ricoeur y el musulmán sufí Ali Al-Khawwas. Los destinatarios somos todos los
seres humanos, pues todos somos habitantes de la misma casa común (palabra muy
usada por el Papa) y sufrimos las mismas amenazas.
El Papa
Francisco no escribe en calidad de Maestro y Doctor de la fe sino como un
Pastor celoso que cuida de la casa común y de todos los seres, no sólo de los
humanos, que habitan en ella.
Un
elemento merece ser destacado, pues revela la forma mentis (la manera de
organizar su pensamiento) del Papa Francisco. Este es tributario de la
experiencia pastoral y teológica de las iglesias latinoamericanas que a la luz
de los documentos del episcopado latinoamericano (CELAM) de Medellín (1968), de
Puebla (1979) y de Aparecida (2007) hicieron una opción por los pobres contra
la pobreza y a favor de la liberación.
El texto
y el tono de la encíclica son típicos del Papa Francisco y de la cultura
ecológica que ha acumulado, pero me doy cuenta de que también muchas
expresiones y modos de hablar remiten a lo que viene siendo pensado y escrito
principalmente en América Latina. Los temas de la «casa común», de la «madre
Tierra», del «grito de la Tierra y del grito de los pobres», del «cuidado», de
la «interdependencia entre todos los seres», de los «pobres y vulnerables», del
«cambio de paradigma», del «ser humano como Tierra» que siente, piensa, ama y
venera, de la «ecología integral» entre otros, son recurrentes entre nosotros.
La
estructura de la encíclica obedece al ritual metodológico usado por nuestras
iglesias y por la reflexión teológica ligada a la práctica de liberación, ahora
asumida y consagrada por el Papa: ver, juzgar, actuar y celebrar.
Comienza
revelando su principal fuente de inspiración: San Francisco de Asís, al que
llama «ejemplo por excelencia de cuidado y de una ecología integral, y que
mostró una atención especial por los más pobres y abandonados» (nº 10 y 66).
Y
entonces empieza con el ver: «Lo que le está pasando a nuestra casa» (17-61).
Afirma el Papa: «basta mirar la realidad con sinceridad para ver que hay un
gran deterioro de nuestra casa común» (61). En esta parte incorpora los datos
más consistentes referentes a los cambios climáticos (20-22), la cuestión del
agua (27-31), la erosión de la biodiversidad (32-42), el deterioro de la
calidad de la vida humana y la degradación de la vida social (43-47), denuncia la
alta tasa de iniquidad planetaria, que afecta a todos los ámbitos de la vida
(48-52), siendo los pobres las principales víctimas (48).
En esta
parte hay una frase que nos remite a la reflexión hecha en América Latina:
«Pero hoy no podemos dejar de reconocer que un verdadero planteo ecológico
se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en
las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el grito de la Tierra
como el grito de los pobres» (49). Después añade: «el gemido de la hermana
Tierra se une al gemido de los abandonados del mundo» (53). Esto es
absolutamente coherente, pues al principio ha dicho que «nosotros somos Tierra»
(2; cf. Gn 2,7), muy en la línea del gran cantor y poeta indígena argentino
Atahualpa Yupanqui: «el ser humano es Tierra que camina, que siente, que piensa
y que ama».
Condena
la propuesta de internacionalización de la Amazonia que «solamente serviría a
los intereses económicos de las multinacionales» (38). Hace una afirmación de
gran vigor ético: «es gravísima iniquidad obtener importantes beneficios
haciendo pagar al resto de la humanidad, presente y futura, los altísimos
costos de la degradación ambiental» (36).
Con
tristeza reconoce: «nunca habíamos maltratado y lastimado a nuestra casa común
como en los dos últimos siglos» (53). Frente a esta ofensiva humana contra la
madre Tierra que muchos científicos han denunciado como la inauguración de una
nueva era geológica –el antropoceno– lamenta la debilidad de los poderes de
este mundo que, engañados, «piensan que todo puede continuar como está» como
coartada para «mantener sus hábitos autodestructivos» (59) con «un
comportamiento que parece suicida» (55).
Prudente,
reconoce la diversidad de opiniones (nn.60-61) y que «no hay una única vía de
solución» (60). Así y todo «es cierto que el sistema mundial es insostenible
desde diversos puntos de vista porque hemos dejado de pensar en los fines de la
acción humana» (61) y nos perdemos en la construcción de medios destinados a la
acumulación ilimitada a costa de la injusticia ecológica (degradación de los
ecosistemas) y de la injusticia social (empobrecimiento de las poblaciones). La
humanidad simplemente «ha defraudado las expectativas divinas» (61).
El
desafío urgente, entonces, consiste en «proteger nuestra casa común» (13); y
para eso necesitamos, citando al Papa Juan Pablo II: «una conversión ecológica
global» (5); «una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad»
(231).
Realizada
la dimensión del ver, se impone ahora la dimensión del juzgar. Juzgar que es
planteado en dos vertientes, una científica y otra teológica.
Veamos la
científica. La encíclica dedica todo el tercer capítulo al análisis «de
la raíz humana de la crisis ecológica» (101-136). Aquí el Papa se propone
analizar la tecnociencia sin prejuicios, acogiendo lo que ha traído de «cosas
realmente valiosas para mejorar la calidad de vida del ser humano» (103). Pero
este no es el problema, sino que se independizó, sometió a la economía, a la
política y a la naturaleza en vista de la acumulación de bienes materiales (cf.
109). La tecnociencia parte de una suposición equivocada que es la
«disponibilidad infinita de los bienes del planeta» (106), cuando sabemos que
ya hemos tocado los límites físicos de la Tierra y que gran parte de los bienes
y servicios no son renovables. La tecnociencia se ha vuelto tecnocracia,
una verdadera dictadura con su lógica férrea de dominio sobre todo y sobre
todos (108).
La gran
ilusión, hoy dominante, reside en creer que con la tecnociencia se pueden
resolver todos los problemas ecológicos. Esta es una idea engañosa porque
«implica aislar las cosas que están siempre conectadas» (111). En realidad,
«todo está relacionado» (117) «todo está en relación» (120), una afirmación que
recorre todo el texto de la encíclica como un ritornelo, pues es un
concepto-clave del nuevo paradigma contemporáneo. El gran límite de la
tecnocracia está en el hecho de «fragmentar los saberes y perder el sentido de
totalidad» (110). Lo peor es «no reconocer el valor propio de cada ser e incluso
negar un valor peculiar al ser humano» (n.118).
El valor
intrínseco de cada ser, por minúsculo que sea, está destacado de manera
permanente en la encíclica (69), como lo hace la Carta de la Tierra. Negando
ese valor intrínseco estamos impidiendo que «cada ser comunique su mensaje y dé
gloria a Dios» (33).
La mayor
desviación producida por la tecnocracia es el antropocentrismo. Este supone
ilusoriamente que las cosas solo tienen valor en la medida en que se ordenan al
uso humano, olvidando que su existencia vale por sí misma (33). Si es verdad
que todo está en relación, entonces «nosotros los seres humanos estamos juntos
como hermanos y hermanas y nos unimos con tierno cariño al hermano sol, a la
hermana luna, al hermano río y a la madre Tierra» (92). ¿Cómo podemos pretender
dominarlos y verlos bajo la óptica estrecha de la dominación?
Todas las
«virtudes ecológicas» (88) se pierden por la voluntad de poder como dominación
de los otros y de la naturaleza. Vivimos una angustiante «pérdida del sentido
de la vida y del deseo de vivir juntos» (110). Cita algunas veces al teólogo
ítalo-alemán Romano Guardini (1885-1968), uno de los más leídos a mediados del
siglo pasado, que escribió un libro crítico contra las pretensiones de la
modernidad (105 nota 83: Das Ende der Neuzeit, El ocaso de la Edad Moderna,
1958).
La otra
vertiente del juzgar es de corte teológico. La encíclica reserva un buen
espacio al «Evangelio de la Creación» (62-100). Parte justificando el aporte de
las religiones y del cristianismo, pues siendo la crisis global, cada instancia
debe, con su capital religioso, contribuir al cuidado de la Tierra (62). No
insiste en las doctrinas sino en la sabiduría presente en los distintos caminos
espirituales. El cristianismo prefiere hablar de creación en vez de naturaleza,
pues la «creación tiene que ver con un proyecto de amor de Dios» (76). Cita,
más de una vez, un bello texto del libro de la Sabiduría (11,24) donde aparece
claro que «la creación pertenece al orden del amor» (77) y que Dios es “el
Señor amante de la vida” (Sab 11,26).
El texto
se abre a una visión evolucionista del universo sin usar esa palabra, hace un
circunloquio al referirse al universo «compuesto por sistemas abiertos que
entran en comunión unos con otros» (79). Utiliza los principales textos que
ligan a Cristo encarnado y resucitado con el mundo y con todo el universo,
haciendo sagrada la materia y toda la Tierra (83). Y en este contexto cita a
Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955; nº 83 nota 53) como precursor de esta
visión cósmica.
El hecho
de que Dios-Trinidad sea relación de divinas Personas tiene como consecuencia
que todas las cosas en relación sean resonancias de la Trinidad divina (240).
Citando
al Patriarca Ecuménico de la Iglesia ortodoxa, Bartolomeo «reconoce que los
pecados contra la creación son pecados contra Dios» (7). De aquí la urgencia de
una conversión ecológica colectiva que rehaga la armonía perdida.
La
encíclica concluye esta parte acertadamente: «el análisis mostró la necesidad
de un cambio de rumbo… debemos salir de la espiral de autodestrucción en la que
nos estamos hundiendo» (163). No se trata de una reforma, sino, citando la
Carta de la Tierra, de buscar «un nuevo comienzo» (207). La interdependencia de
todos con todos nos lleva a pensar «en un solo mundo con un proyecto común»
(164).
Ya que la
realidad presenta múltiples aspectos, todos íntimamente relacionados, el Papa
Francisco propone una ecología integral que va más allá de la ecología
ambiental a la que estamos acostumbrados (137). Ella cubre todos los campos, el
ambiental, el económico, el social, el cultural y también la vida cotidiana
(147-148). Nunca olvida a los pobres que testimonian también su forma de
ecología humana y social viviendo lazos de pertenencia y de solidaridad de los
unos con los otros (149).
El tercer
paso metodológico es el actuar. En esta parte, la encíclica se atiene a
los grandes temas de la política internacional, nacional y local (164-181).
Subraya la interdependencia de lo social y de lo educacional con lo ecológico y
constata lamentablemente las dificultades que trae el predominio de la
tecnocracia, dificultando los cambios que refrenen la voracidad de acumulación
y de consumo, y que puedan inaugurar lo nuevo (141). Retoma el tema de la
economía y de la política que deben servir al bien común y a crear condiciones
para una plenitud humana posible (189-198). Vuelve a insistir en el diálogo
entre la ciencia y la religión, como viene siendo sugerido por el gran biólogo
Edward O. Wilson (cf. el libro La creación: cómo salvar la vida en la Tierra,
2008). Todas las religiones «deben buscar el cuidado de la naturaleza y la
defensa de los pobres» (201).
Todavía
en el aspecto del actuar desafía a la educación en el sentido de crear
una «ciudadanía ecológica» (211) y un nuevo estilo de vida, asentado sobre el
cuidado, la compasión, la sobriedad compartida, la alianza entre la humanidad y
el ambiente, pues ambos están umbilicalmente ligados, la corresponsabilidad por
todo lo que existe y vive y por nuestro destino común (203-208).
Finalmente,
el momento de celebrar. La celebración se realiza en un contexto de
«conversión ecológica» (216) que implica una «espiritualidad ecológica» (216).
Esta se deriva no tanto de las doctrinas teológicas sino de las motivaciones
que la fe suscita para cuidar de la casa común y «alimentar una pasión por el
cuidado del mundo» (216). Tal vivencia es antes una mística que moviliza a las
personas a vivir el equilibrio ecológico, «el interior consigo mismo, el
solidario con los otros, el natural con todos los seres vivos y el espiritual
con Dios» (210). Ahí aparece como verdadero que «lo menos es más» y que podemos
ser felices con poco.
En el
sentido de la celebración «el mundo es algo más que un problema a resolver, es
un misterio gozoso que contemplamos con jubilosa alabanza» (12).
El
espíritu tierno y fraterno de San Francisco de Asís atraviesa todo el texto de
la encíclica Laudato sí'. La situación actual no significa una tragedia
anunciada, sino un desafío para que cuidemos de la casa común y unos de otros.
Hay en el texto levedad, poesía y alegría en el Espíritu e indestructible
esperanza en que si grande es la amenaza, mayor aún es la oportunidad de solución
de nuestros problemas ecológicos.
Termina
poéticamente “Más allá del sol”, con estas palabras: «Caminemos cantando. Que
nuestras luchas y nuestra preocupación por este planeta no nos quiten la
alegría de la esperanza» (244).
Me
gustaría acabar con las palabras finales de la Carta de la Tierra que el mismo
Papa cita (207): «Que nuestro tiempo se recuerde por despertar a una nueva
reverencia ante la vida, por la firme resolución de alcanzar la sostenibilidad,
por acelerar la lucha por la justicia y la paz, y por la alegre celebración de
la vida».