Leonardo
Boff-
15/07/2015
Hizo de todo en la vida. En la
juventud fue ateo y marxista. Pero de repente se convirtió. Se ordenó sacerdote
durante la guerra. Entró en la Resistencia contra los nazis. En 1949 lo
nombraron asesor de la Juventud de Acción Católica. Pero sus métodos
libertarios no agradaron al statu quo eclesiástico y lo mandaron a acompañar a
emigrantes italianos que iban por barco a Argentina.
En el viaje de regreso encontró a un Hermanito
de Jesús, seguidor de Charles de Foucault cuyo carisma es vivir en el mundo
entre los más pobres. Se inició en Argelia junto al desierto y entró en la
lucha de liberación contra la dominación francesa. Después fue enviado a
Argentina. Trabajó durante años como obrero con los madereros. Fue al Chile de
Pinochet, pero su nombre estuvo pronto en la lista: “quien encuentre a uno de
estos, lo puede eliminar”. Estuvo un tiempo en Venezuela. Y acabó instalándose
en Brasil, en Foz do Iguaçu, donde creó varias iniciativas para los pobres, con
hierbas medicinales, granja didáctica para jóvenes desamparados y otras
organizaciones populares que continúan existiendo hasta hoy.
Tuvo muchos reconocimientos que casi
siempre rechazaba. El más importante fue el 29 de noviembre de 1999 en Brasilia
cuando el embajador israelí le confirió la mayor distinción dada a un no judío:
”justo entre las naciones”. Durante la guerra creó junto con otras personas una
red clandestina que salvó a 800 judíos.
Se hizo monje sin salir del mundo,
sino dentro siempre del mundo de los pobres y humillados. Todo el tiempo libre
lo dedicaba a la oración y a la meditación. Durante el día recitaba mantras y
jaculatorias. Fue una de las figuras más impresionantes que pasaron por mi vida, con una retórica capaz
de resucitar muertos. Éramos
amigos-hermanos.
Tenía extraña manera propia de rezar.
El mismo me lo contó. Pensaba: si Dios se hizo humano en Jesús, entonces fue
como uno de nosotros: hizo pipí, caca, lloriqueaba pidiendo pecho, hacía pucheros
cuando algo le molestaba, como el pañal mojado.
Al principio, pensaba él, Jesús
habría querido más a María, luego más a José, cosas que Freud y Winnicott
explican. Y fue creciendo como nuestros niños, jugando con las hormigas,
corriendo tras los perros y, travieso, robando frutas del huerto del vecino.
Ese extraño místico rezaba a Nuestra
Señora imaginando como acunaba a Jesús, como lavaba en el tanque de agua los
pañales sucios, como cocinaba la papilla para el Niño y una comida más fuerte
para su marido carpintero, el buen José.
Y se alegraba interiormente con tales
cavilaciones porque así debe ser pensada
la encarnación del Hijo de Dios, en la línea del Papa Francisco, no como una
doctrina fría, sino como un hecho concreto.
Sentía y vivía tales cosas en forma de conmoción del corazón. Y lloraba
con frecuencia de alegría espiritual.
Donde llegaba, creaba siempre a su
alrededor una pequeña comunidad en la peor favela de la ciudad. Tenía pocos
discípulos. Solo tres que acabaron marchándose. Encontraban demasiado dura
aquella vida y todavía tenían que meditar durante el día, en el trabajo, en la
calle, en la visita a los caseríos más decaídos.
Sólo, se agregó entonces a una
parroquia que hacía trabajo popular. Trabajaba con los sin-tierra y con los sin-techo.
Valeroso, organizaba manifestaciones públicas frente a la alcaldía y animaba
las ocupaciones de terrenos baldíos. Y cuando los sin-tierra y sin-techo
conseguían establecerse, hacía bellas “místicas” ecuménicas, como hace siempre
el MST.
Y todos los días, hacia las 10 de la
noche se adentraba en la iglesia oscura. Solo la lamparina lanzaba destellos
titubeantes de luz, transformando las
estatuas muertas en fantasmas vivos y las columnas erectas en extrañas brujas.
Y allí se quedaba hasta las 11 de la noche, impasible, con los ojos fijos en el
tabernáculo.
Un día fui a buscarlo a la iglesia.
Le pregunté a boca jarro:“mi hermano Arturo, ¿es que tú sientes a Dios, cuando
después del trabajo te metes a rezar aquí en la iglesia?
¿Te dice
alguna cosa?”
Con toda tranquilidad, como quien
despierta de un sueño me respondió: “No siento nada. Hace mucho tiempo que no
escucho su voz. La sentí un día. Era fascinante. Llenaba mis días de música y
de luz. Hoy ya no escucho nada. Sufro con la oscuridad. Tal vez Dios no quiera
hablarme nunca más.”
“Y entonces”, repliqué, “¿ por qué
sigues todas las noches ahí, en la oscuridad sagrada de la iglesia? “Sigo”,
respondió, “porque quiero estar siempre disponible. Si Él quisiera
manifestarse, salir de Su silencio y hablar, aquí estoy yo para escuchar. ¿Y si
Él quisiera hablar y yo no estuviera aquí? Pues, cada vez que viene, lo hace
solo una vez. Como en otro tiempo”.
Salí maravillado y meditabundo por
tanta disponibilidad. Gracias a estas personas, místicas anónimas, la Casa
Común, al decir del Papa Francisco, no es destruida y Dios mantiene su
misericordia sobre la perversidad humana.
Ellas vigilan y esperan, contra toda
esperanza, el adviento de Dios que tal vez nunca sucederá. Son los pararrayos
divinos que recogen la gracia que, silenciosamente, se difunde por el universo
y hace que Dios siga dándonos el sol y todas las estrellas y penetre hondo en
el corazón de todos los que viven en la Casa Común. Y si Dios aparece habrá
gente disponible para oírlo. Y llorarán de alegría.
Su nombre es Arturo Paoli que con 102
años fue a ver y a escuchar a Dios , ahora eternamente, el 13 de julio de 2015,
desde donde vivía en San Martino in Vignale, en las colinas de Lucca, Italia.
*Leonardo
Boff
Traducción de Mª José Gavito Milano