En 1964 Leonardo Castellani imaginó a Juan XXIV
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29 de Julio de 2015
Han sido muchas, casi infinitas (y con
frecuencia dictadas por una evidente animosidad anticatólica), las intrigas
novelescas ambientadas en el Vaticano que fantasean con Papas que nunca
existieron, por lo común envueltos en rocambolescas peripecias o víctimas de
turbios contubernios. Pero quisiéramos iniciar esta serie de artículos con Juan
XXIII (XXIV), una novela catoliquísima, en muchos aspectos profética,
salpimentada de un humor de estirpe cervantina, en la que el santafesino
Leonardo Castellani (1899-1981) se atreve a imaginar… ¡a un argentino en la
sede de Pedro, medio siglo antes de que la ocupase Francisco!
Castellani fue un escritor de insuperable
expresividad, pensamiento profundo e irresistible desenfado. Tenía sensibilidad
de gran poeta que le permitía mirar más adentro y clarividencia de gran profeta
que le permitía mirar más allá; y, sobre estas raras dotes, tenía el precioso
don divino de contemplar las cosas abarcadoramente, con capacidad para conocer
a un tiempo lo natural y lo sobrenatural, con la mirada de águila clavada
siempre en el horizonte escatológico, manantial desde el que se nutre la
esperanza cristiana.
Cultivó casi todos los géneros literarios –poesía y
novela, relato y ensayo, crítica literaria y exégesis bíblica--; y todos los
géneros los bautizó con su peculiarísimo estilo, a la vez polemista y
apologético, en el que comparece el hombre sufriente que Castellani sin duda
fue, pero también el hombre que, en medio de sus padecimientos, se ata en
obediencia a Jesucristo, para preservar íntegra su libertad. Castellani, que
había sido expulsado de la Compañía de Jesús y suspendido a divinis en 1949,
sería plenamente restituido al ministerio sacerdotal en 1966; pero aquel
episodio traumático marcaría muy hondamente su biografía, y también su obra,
que empuña el látigo de un Bloy o un Belloc, y a la vez la varita mágica de un
Chesterton.
De esa magia y ese látigo se nutre la novela
que ahora comentamos, Juan XXIII (XXIV), una especie de purga del corazón o
sublimación autobiográfica publicada originariamente en 1964. Se trata de una
obra muy influida por otra fantasía papal muy célebre, el Adriano VII de
Frederick Rolfe (1860-1913), más conocido literariamente como Barón Corvo. Como
ocurría en aquella novela, el protagonista de Castellani, Pío Ducadelia, hijo
de italianos, es un trasunto del propio autor: religioso “jeromiano” (pronto
descubriremos que esta orden jeromiana es un trasunto de la Compañía de Jesús)
a quien se ha prohibido celebrar misa, de repente es rehabilitado y enviado a
Roma, como asesor del arzobispo de Buenos Aires. Se ha empezado a celebrar el
Concilio Vaticano II, que en mitad de sus sesiones habrá de trasladarse al
Palacio de Letrán, por complicaciones políticas que no tardan en desembocar en
una cruenta “guerra ruso-europea”, en la que los soviéticos lanzan bombas
atómicas sobre las principales capitales europeas, antes de perder ante una
alianza de países europeos que restaurarán la monarquía en Italia y Francia.
Sobre este trasfondo de incertidumbre y agitación bélica transcurren las
deliberaciones de los padres conciliares, en las que Ducadelia participará en
calidad de teólogo pontificio, después de haber deslumbrado al Papa Roncalli
con sus propuestas de reforma para la Iglesia, que se centran en combatir –citamos
textualmente-- “la burocracia impersonal en el manejo de los asuntos
eclesiásticos”. Para lograr esta desburocratización, Ducadelia propone, por
ejemplo, una “descentralización del gobierno eclesiástico, con nombramiento de
Patriarcas, a la manera del siglo V”, así como la constitución de un “Consejo
del Papa” formado por doce peritos, “cada uno en un ramo del gobierno”. También
propone Ducadelia una “revisión y ajuste del celibato eclesiástico para hacerlo
más riguroso y decente”; y aconseja al Papa, para evitar escándalos
financieros, que “ni los obispos ni las órdenes religiosas puedan tener papeles
de crédito de ninguna clase”, sino que “todos los bienes eclesiásticos se
inviertan en bienes raíces, los cuales serán encomendados para su productividad
a los Cartujos y a los Trapenses”.
Pero el Concilio tendrá que disolverse, ante el
avance de los soviéticos, y el Papa tomar el camino del exilio, donde morirá,
dejando encomendado que –ante la diáspora del colegio cardenalicio-- su sucesor
sea elegido por tres únicos compromisarios. Ducadelia, por su parte, es
apresado y conducido a Rusia, donde sufrirá pavorosas torturas; cuando por fin
sea evacuado y regrese a Roma descubrirá, para su estupor, que ha sido elegido
Papa. En una muestra de veneración filial a su predecesor, decide adoptar el
nombre de Juan y repetir su numeral, alegando lo siguiente: “No hubo Juan XX. Y
hubo un Juan XV que murió al mes de ser elegido, y no fue coronado
canónicamente. Hubo un Juan XXIII durante el cisma de Aviñón, que no fue
Pontífice legítimo. De modo que, numerando con rigor histórico, nuestro
Venerable Antecesor fue Juan XXII. Y así todos los Juanes in retro, restando
uno a cada numeral… hasta el XV”. De inmediato, el nuevo Juan XXIII (ó XXIV)
declarará que el cometido primordial de su pontificado será “la batalla de la
pureza interna” de la Iglesia y el combate contra lo que denomina el
“elesiasticismo”, que en algún momento se describe así: “Son todos esos
magnates carcamales que no quieren cambios en la Iglesia porque a ellos les va
bien así; y a ellos les va bien porque carecen de tacto y de olfato para ver
(de vista también, por supuesto) que se están quedando solos, que el mundo se
retira en silencio de la Iglesia… Solos y solazándose con sus honores pueriles
y sus comodidades… mujeriles. El eclesiasticismo es la peor herejía que existe
hoy en la Iglesia”. Para combatir este “eclesiasticismo” y librar la batalla de
la pureza interna Ducadelia reduce en dos tercios la burocracia vaticana,
considerando que se trata de “una máquina y por tanto no tiene tacto”. “Es
menester –añade-- dotar a esa máquina, que ya tiene un cerebro arriba, de un
corazón en el centro y de papilas táctiles en los extremos, allí donde ella
entra en contacto con el ser humano vivo; porque el sacerdote es, o debe ser,
humano…”. En su búsqueda de sacerdotes con calidez humana, Ducadelia no tendrá
empacho en castigar a los predicadores “fallutos” (hipócritas o falsarios, en
español de Argentina) ni en rebajar los estipendios de la curia, lo cual le granjeará
muchos descontentos y animadversiones.
También levantará gran tempestad de críticas su
decisión de instalarse a vivir muy pobremente en un edificio próximo a Letrán,
alegando que “el enorme palacio de Michelángelo y Bramante no es apto ya para
el trabajo y el alojamiento, sino para el turismo”. Ducadelia considera que
“Roma se está volviendo, de museo que fue, un enorme y lujoso cenicero”; y
apostilla que no quiere “iglesias de turismo”, sino parroquias vivas y activas,
por lo que manda edificarlas en los barrios nuevos de la Urbe, con el dinero
logrado vendiendo algunas obras de arte. Afirma que “el verdadero tesoro de la
Iglesia son los pobres”; y por ello mismo se esfuerza en vivir en pobreza, con
apenas un dólar al día. Asimismo, promueve una purificación de las órdenes
religiosas, que debe iniciarse por su rechazo de las comodidades materiales:
“Prefiero a mil jeromianos auténticos, conformes a la mente de su fundador, que
40.000 mil falsificados… Cuando aparecieron los primeros jeromianos en el mundo,
parecían siete leones; y ahora parecen innumerables ovejas”.
Tantas y tan sustanciales reformas no hacen
sino aumentar el número de sus enemigos, que buscan constantemente el modo de
perderlo, como los fariseos hacían con Jesús, tendiéndole trampas y haciendo
las interpretaciones más retorcidas de sus palabras. Así, desde ciertos
sectores de derecha se le acusa de “hacer confusión con su política
filosemita”; mientras que, desde el otro extremo, la prensa americana lo acusa
de “antisemita”, por su condena de las grandes corporaciones financieros. Y
también los democristianos meapilas empiezan, por su parte, a quejarse de que
el Papa “ni siquiera cita la Biblia en sus escritos, sino muy raramente, como
tampoco a Santo Tomás y San Agustín: sus encíclicas parecen escritas por un
filósofo del siglo XVIII…”; y rematan sus críticas tachándolo de “indevoto”. A
la vez que el “eclesiasticismo” lo asedia, la plutocracia internacional planea
atentar contra su vida; y no es de extrañar, pues Ducadelia no ha tenido
empacho en destapar sus manejos, señalando el mal que corrompe a las
democracias parlamentarias, que “con el cuento chino de la soberanía del
pueblo” se han convertido en “una tapadera de la plutocracia, un caballo de
Troya de la Finanza apátrida, un cobertor de sociedades secretas y una arena
espléndida para el despertar hirviente del comunismo”. Para Ducadelia, el
conflicto anticrístico final antes de la Parusía será entre ese comunismo al
que fatalmente nos conduce una democracia corrompida y la Finanza apátrida, que
en otro pasaje se nos describe así: “Es una sociedad nueva (o vieja, no lo sé)
que dirige o concierta el movimiento anticristiano secreto en todo el mundo.
Posee por doquier filiales y grande pecunia. (…) Su objetivo es destruir el
cristianismo y crear un Estado Mundial ateo; con todos los medios posibles,
incluso los más infames, sin restricción moral ninguna y en el mayor secreto.
Los oí también llamarse oneworlders, o sea, “mundounistas”. No son masones ni
judíos; se sirven de los masones, de los judíos, de los ateos, de los
protestantes, de los católicos tontos, y de cuanto haya. (…) No reparan en
medio alguno: el asesinato político, el robo en gran escala, la calumnia, la
mentira (…). Parecen tener recursos inmensos, no sólo de dinero, mas también
puestos políticos y mandos militares. Los domina un odio ilimitado a la
Religión. No sé si practican el culto a Satanás, pero lo dudo; aquí todo es
sobrio, escueto, moderno; nada de las antiguas mojigangas y grotesquerías de
los francmasones”.
La intrépida denuncia de esta conspiración
mundialista provocará que la prensa, que en un principio lo había alabado
fervientemente, se revuelva contra el Papa: “Resulta curioso –escribe
Castellani-- que todo aquello por lo que lo alabaron se convirtió al final en
defecto: que así son los ánimos humanos, o bien la madurez senil de esta época.
No tanto en el popolino, que siempre siguió venerándolo, cuanto en parte de los
magnates eclesiásticos y la Prensa… Al principio todos los periodistas se
hacían lengua de sus cosas (que eran siempre “noticia”) y se llenaban la boca
llamándolo colega y cofrade, pero al fin se gastaron las novedades y cambió el
viento periodístico, sobre todo cuando empezaron las medidas duras e
impopulares”. Pero, aunque su prestigio ante el mundo decaiga, el Papa
Ducadelia no cejará en su propósito quijotesco de purificar la Iglesia,
escribiendo incansable encíclicas, viajando (a veces de incógnito) a los
parajes más variopintos del atlas y atreviéndose, incluso, a enfrentarse a la
secta mundialista en su propio cubículo o madriguera, con riesgo de su propia
vida. Y es que Juan XXIII (XXIV), que no en vano se subtitula La resurrección
de don Quijote, es una obra transida de los ideales caballerescos de defensa
del débil y combate sin cuartel contra la hipocresía y el fariseísmo
ambientales; y perfumada por un humor de la mejor estirpe cervantina. En un
pasaje especialmente hilarante de la novela, un entrevistador empeñado en
malquistarlo con la Compañía de Jesús pregunta a Ducadelia: “¿Pueden los
jesuitas viajar en avión?”. A lo que Ducadelia responde con gracejo: “Solamente
como pilotos”.
Sin duda alguna, la novela de Leonardo
Castellani debió resultar chocante, incluso estrafalaria, cuando se publicó,
allá a mediados de los años sesenta; pero su autor, poeta que sabía mirar más
adentro y profeta que sabía mirar más allá de las apariencias, habría podido
responder con aquel aforismo de Oscar Wilde: “La naturaleza imita al arte”.
Aunque a veces tarde medio siglo en hacerlo.
Juan Manuel de Prada