Hoy, para cuidar de la Tierra, como nos sugirió detalladamente el Papa
Francisco en su encíclica “Cuidado de la Casa Común”, se exige «una conversión
ecológica global», «cambios profundos en los estilos de vida, en los modelos de
producción y de consumo, en las estructuras consolidadas de poder» (nº 5). Este
propósito jamás será alcanzado si no amamos efectivamente a la Tierra como
nuestra Madre y sabemos renunciar y hasta sufrir para garantizar su vitalidad
para nosotros y para toda la comunidad de vida (nº 223). La Madre Tierra es la
base que sustenta y alimenta todo. Nosotros no podemos vivir sin ella. La
agresión sistemática que ha sufrido en los últimos siglos le quitó el
equilibrio necesario. Eventualmente podrá seguir adelante durante siglos, pero
sin nosotros.
El 13 de
agosto de este año fue el Día de la Sobrecarga de la Tierra (The Overshoot
Day), día en que se constató la superación de la biocapacidad de la Tierra
para atender las demandas humanas. Necesitamos 1,6 planetas para satisfacerlas.
En otras palabras, esto demuestra que nuestro estilo de vida es insostenible.
En ese cálculo no están incluidas las demandas de toda la comunidad de vida.
Esto vuelve más urgente nuestra responsabilidad por el futuro de la Tierra, el
de nuestros compañeros de recorrido terrenal y de nuestro proyecto
planetario.
¿Cómo
cuidar de la Tierra? En primer lugar hay que considerar a la Tierra como un
Todo vivo, sistémico, en el cual todas las partes son interdependientes y están
inter-relacionadas. La Tierra-Gaia fundamentalmente está constituida por el
conjunto de sus ecosistemas, con la inmensa biodiversidad que existe en ellos,
y con todos los seres animados e inertes que coexisten y se interrelacionan
siempre, como no se cansa de afirmar el texto papal, muy en la línea del nuevo
paradigma ecológico.
Cuidar de la Tierra como un todo orgánico es mantener las condiciones
prexistentes desde hace millones y millones de años que propician la
continuidad de la Tierra, un super-ente vivo, Gaia. Cuidar de cada ecosistema
es comprender las singularidades de cada uno, su resiliencia, su capacidad de
reproducción y mantener las relaciones de colaboración y de mutualidad con
todos los demás, ya que todo está relacionado y es incluyente. Comprender el
ecosistema es darse cuenta de los desequilibrios que pueden ocurrir por
interferencias irresponsables de nuestra cultura, voraz de bienes y servicios.
Cuidar de
la Tierra es principalmente cuidar de su integridad y vitalidad. Es no permitir
que biomas enteros o toda una vasta región sea deforestada y así se degrade,
alterando el régimen de lluvias. Es importante asegurar la integridad de toda
su biocapacidad. Esto vale no solo para los seres orgánicos vivos y visibles,
sino principalmente para los microorganismos. En realidad son ellos los ignotos
trabajadores que sustentan la vida del Planeta. Nos dice el eminente biólogo
Edward Wilson que «en un solo gramo de tierra, o sea, menos de un puñado,
viven cerca de 10 mil millones de bacterias, pertenecientes hasta a 6 mil
especies diferentes» (La creación, 2008, p. 26). Por ahí se demuestra,
empíricamente, que la Tierra está viva y es realmente Gaia, un superorganismo
viviente y nosotros, la porción consciente e inteligente de ella.
Cuidar de
la Tierra es cuidar de los “commons”, es decir, de los bienes y
servicios comunes que ella gratuitamente ofrece a todos los seres vivos como
agua, nutrientes, aire, semillas, fibras, climas etc. Estos bienes comunes,
precisamente por ser comunes, no pueden ser privatizados y entrar como
mercancías en el sistema de negocios, como está ocurriendo velozmente en todas
partes. La Evaluación de los Ecosistemas del Milenio, inventario pedido por la
ONU hace unos años, en la cual participaron 1.360 especialistas de 95 países,
revisados por otros 800 científicos, arrojaron resultados aterradores. De los
24 servicios ambientales esenciales para la vida, como agua, aire limpio, climas
regulados, semillas, alimentos, energía, suelos, nutrientes y otros, 15 estaban
altamente degradados. Esto muestra claramente que las bases que sustentan la
vida están amenazadas.
De año en
año, todos los índices van empeorando. No sabemos cuando va a parar ese proceso
destructivo o si se transformará en una catástrofe. Si hubiera una inflexión
decisiva como el temido “calentamiento abrupto”, que haría que el clima subiese
de 4 a 6 grados centígrados, como advirtió la comunidad científica norteamericana,
conoceríamos destrucciones apocalípticas que afectarían a millones de personas.
Confiamos en que todavía vamos a despertar. Sobre todo creemos que “Dios es el
Señor soberano amante de la vida” (Sb 11,26) y no dejará que suceda
semejante armagedón.
Cuidar de
la Tierra es cuidar de su belleza, de sus paisajes, del esplendor de sus
selvas, del encanto de sus flores, la diversidad exuberante de seres vivos de
la fauna y de la flora.
Cuidar de
la Tierra es cuidar de su mejor producción que somos nosotros, los seres
humanos, hombres y mujeres especialmente los más vulnerables.
Cuidar de la Tierra es cuidar de aquello que ella a través de nuestro
genio ha producido en culturas tan diversas, en lenguas tan numerosas, en arte,
en ciencia, en religión, en bienes culturales especialmente en espiritualidad y
religiosidad, por las cuales nos damos cuenta de la presencia de la Suprema
Realidad que subyace a todos los seres y nos lleva en la palma de su
mano.
Cuidar de
la Tierra es cuidar de los sueños que ella suscita en nosotros, de cuyo
material nacen los santos, los sabios, los artistas, las personas que se
orientan por la luz y todo lo que de sagrado y amoroso ha surgido en la
historia.
Cuidar de
la Tierra es, finalmente, cuidar de lo Sagrado que arde en nosotros y que nos
convence de que es mejor abrazar al otro que rechazarlo y que la vida vale más
que todas las riquezas de este mundo. Entonces ella será realmente la Casa
Común del Ser.