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17 de septiembre de 2015

Lo que va de ayer a hoy "El monte la terraza y el micrófono"


Los verdaderos profetas  tanto religiosos como otros defensores de la humanidad, laicos,  se fueron dando poco a poco cuenta de que ya no hacía falta subirse a los montes, ni a los púlpitos, ni siquiera a las terrazas ni al techo de un carro.  Que había un sistema  inventado y perfeccionándose  para que su voz llegase  más clara y más lejos


Lo que va de ayer a hoy

Historias   bíblicas  de ayer

que se repiten hoy
EL  MONTE, LA TERRAZA 
Y EL MICRÓFONO
ayer

En  las épocas antiguas, cuando no se había  inventado la  electricidad los profetas  lo tenían difícil.

Uno se los imagina siempre con un vozarrón de trueno,  subidos en la roca más alta,  haciendo temblar las piedras y los oídos  con sus gritos.
Detrás de sus labios y su garganta  estaba su corazón   convencido del mensaje  que le  inspiraba  hasta dar su vida.  Estoy hablando de los profetas de verdad.  Porque   en torno a ellos había otros, con buena voz como ellos, pero que se llegaron a ganar pronto la fama de  charlatanes, de merolicos,  que  vendían sus productos  y teorías a  buen precio y de eso vivían.
Algunos   de estos  se preocupaban tanto de su voz, de que se les escuchase, que se olvidaban de lo que tenían  que decir.
Uno de los que   más voz y conciencia tenía tuvo que ser Juan el Bautista.  El era capaz de  predicar en  desierto o  con el agua a la cintura y se le entendía todo. Tanto se le entendía  que tuvieron que cortarle la cabeza para que no hablara.
Jesús tenía otro estilo.  En ocasiones subía a una  colinita, otras veces aprovechaba una barca, a la orilla del lago.   Él no necesitaba gritar mucho porque  sus discursos eran más una conversación sembrada de  cuentos, preguntas, diálogo con los presentes, ironías,  a veces  lamentos e imprecaciones…  además no solo hablaba en campo abierto sino por las calles, en las casas de vecinos, durante una comida, en sinagogas de pueblos…  Pero estaba consciente de que eso que  Èl contaba a la gente de su tiempo y país lo tendrían que repetir después sus discípulos en lugares y circunstancias muy distintas, aunque no sabía  cómo iban a ser esas circunstancias.  Se limitó a  anunciarles:
   No hay nada encubierto que no se descubra, ni escondido que no se divulgue. Lo que les digo de noche díganlo en pleno día; lo que escuchen al oído grítenlo desde las terrazas (Mateo 10, 36)
Y así fue. Cuando Él dejó de estar  pregonando su mensaje por los pueblos,  ellos  siguieron  buscando lugares donde les pudieran escuchar, en tierras cada vez más lejanas, en ambientes cada vez más  distintos:


El areópago de Atenas donde los sabios  expresaban sus teorías y los jueces sus sentencias; en las ágoras, plazas públicas  de  las ciudades donde se cruzaban las palabras y las ideas; en  las salas de juzgado del imperio romano donde los mártires confesaban su fe a costa de su vida.
Pero llegó el momento de la libertad para los creyentes y  empezaron  las conversiones masivas. 
Las catedrales necesitaron lugares altos donde los predicadores pudieran hacerse oír de los fieles.
De los  fieles, pero ¿dónde  predicar a los  “infieles”?.

Recordemos que “ayer” no se había inventado todavía la electricidad.


Hoy

Demos el clásico salto al HOY  para encontrarnos con el problema de comunicar  los mensajes  de los tiempos que vienen.
Ayer, como decíamos, quienes hablaban a las multitudes eran  predicadores, profetas, también filósofos  y oradores políticos. 
Pero  con  el paso del tiempo a muchos otros  les entró el gusto también por hablar a las masas.  Eso coincidió con que a alguien le dio un calambre.  Los calambres más fuertes fueron los rayos. Pero esos servían poco porque eran fieras sin domesticar. 
Y ¿que tendrán que ver los calambres con los profetas y los oradores?


 
 Pues sí,  que  cuando  empezaron  a domesticar los calambres y a convertirlos en corrientes por alambres. Por los cables,  fíjense que entonces se inventaron  los altavoces, los amplificadores, la radio, los micrófonos y más aparatos de hacer ruido.
Los profetas tardaron tiempo en  darse cuenta de la importancia de ese invento, para no tener que subirse a las terrazas ni a los púlpitos.  Sobre todo porque los  profetas de verdad se preocupaban más de lo que tenían que decir que de  cómo gritar mejor para que se les oyera. Se conformaban con subirse  a un balcón o a una silla.
 Quienes más se dieron cuenta  del invento fueron los merolicos,  pequeños y grandes.  Los charlatanes que vendían sus productos en las plazas y los otros charlatanes, los políticos, que vendían sus conciencias  a quien más le pagaba.
Se inventó el periodismo  radiofónico, la publicidad, la mercadotecnia, las campañas electorales.  Todo eso  apoyado por  los cables, la electricidad, la electrónica… el micrófono.
 Los verdaderos profetas  tanto religiosos como otros defensores de la humanidad, laicos,  se fueron dando poco a poco cuenta de que ya no hacía falta subirse a los montes, ni a los púlpitos, ni siguiera a las terrazas ni al techo de un carro.  Que había un sistema  inventado y perfeccionándose  para que su voz llegase  más clara y más lejos.
Les costó trabajo aprender.  No se fijaron en que no bastaban con acercar la boca a ese aparato nuevo y gritar como si estuvieran aún en lo alto del monte  Sinaí.  No pensaron que ahora necesitaban gritar menos y  suavizar la voz.  Que el micrófono hacía lo demás.
Además se fueron enredando  en  la competencia.  Porque ahora ya no era  uno sólo predicando en  un templo de la ciudad.  Al mismo tiempo que él hablaba  había por las cuatro esquinas otros que   profetizaban, o publicitaban, o politiqueaban  u ofrecían   productos  que a veces  hacían sombra al mensaje de los profetas.

Cada predicador se fue dando cuenta de que ya no era  él solo quien hablaba de Dios, sino que  salían a la palestra muchos dioses, mezclados con ofertas y propagandas de todo tipo.
Las profecías, las `propagandas, los mensajes,  de los nuevos predicadores  tenían un estilo distinto de  las proclamas de los profetas sobre los montes.  Además  por encima, por debajo y alrededor de los distintos sermones  había un extraño producto que se llamaba “dinero”.
Así estamos ahora.
Posiblemente si Jesús hubiera sospechado lo que se nos  vendría encima  siglos después,   Mateo hubiera tenido que escribir:


 Lo que les digo al oído proclámenlo por los micrófonos, ante las cámaras y televisores.
 
 Pero como no lo dijo, quienes se dedican  a seguir proclamando ese mensaje, no han sabido cambiar mucho su estilo.     Muchos siguen  hablando por los micrófonos  como si lo hicieran desde el púlpito.
Tenemos excepciones. Hay casos en todas las confesiones  cristianas de personas fieles al mensaje y fieles al pueblo que les  escucha.  Por contar un caso ya histórico  se recuerda al obispo Fulton Sheen  que en su programa televisivo le quitaba la audiencia a Frank Sinatra.
           
                                                                                         
Cuando Mons. Romero hablaba  en sus sermones  por la radio, la gente lo escuchaba en las escalinatas de la catedral, abarrotada.
 
Pero aún quedan en ambientes  religiosos (o socio-políticos)  personas que confunden  el micrófono con un helado. Se lo meten entre las fauces y no lo sueltan  hasta que no se les gasta.
Hay entre los llamados predicadores electrónicos  varios  estilos muy curiosos.  Les cuento algunos:

El gritón: No está muy convencido de que eso funcione y entonces vocea de modo que  se le escucha igual  si el aparatito está  conectado que  si no. No piensa mucho lo que tiene  que decir.  Dos o  tres frases tópicas repetidas muchas veces de distinta manera  y basta. Lo suyo es gritar (y aburrir).

El  amenazante: Tiene a los oyentes como víctimas a punto de condenación.  El mal, el pecado, el infierno,  el mundo podrido y pervertido, la sociedad en el precipicio…
El superlisto:   Quien dice  cosas que todos saben con palabras que nadie entiende. Cuando quiere hablar de misa dice sinaxis eucarística,  cuando va a decir del cuerpo dice  somático…  A veces lo dice con tal tono de voz que  comentan la abuelitas:  “¡Qué bien habló el predicador! – ¿qué dijo? – “no sabemos  pero habló muy bien”
 El milagrero: Es un tanto peligroso. La base de sus sermones son sucesos prodigiosos, curaciones  milagrosas, o muertes súbitas por castigo divino,  apariciones de vírgenes y santos… Selecciona del evangelio solo lo milagroso sin enseñar delicadamente  el sentido simbólico de muchas narraciones. El Jesús que presenta es solo como un mago que atrae  con sus  presentaciones deslumbrantes. De sus palabras de paz, de sus signos de amor, del reino de Dios que anunciaba… de eso nada.
El negociante: este es el más peligroso de los que manejan el micrófono. No es que no lo sepa usar, lo sabe y muy bien.  Pero     lo usa  para sus negocios particulares.  Habla solo del templo que hay que ampliar, y  cuesta en dólares…, de que Dios bendice a quien da con generosidad, de  que  se      necesita    una imagen nueva de San Epafrodito, o unas cortinas o  simplemente d que la gracia de Dios cuesta  10 dólares y eso lee llenará de felicidad a quien aporte.  Y lo triste es que mucha gente se lo cree y el  predicador, de cualquier religión,  negociante hace negocio.
Hay muchos otros medios de  utilizar el micrófono. Aquí hemos puesto sobre todo ejemplos de temas religiosos, pero ustedes fácilmente pueden aplicarlo a  políticos,  economistas, sanadores, ‘inventores de productos variados…

Aquellos de ustedes que tengan como principal  ocupación  escuchar, oír,  procuren no tragarse todo y les recomiendo un remedio gratuito para lo que escuchen detrás  del micrófono:  dialogar y criticar en comunidad lo que les dijeron;  ayudarnos mutuamente  a buscar la verdad, todos juntos, elegir como  compañeros de camino  los  profetas o profetisas  con los que se puede platicar  y   construir el  mundo de la verdad que buscamos todos juntos
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Pequeña explicación: merolico :  Persona que vende medicamentos y baratijas en las plazas públicas anunciándolas con una retahíla de promesas, relatos de curaciones maravillosas, ofertas extraordinarias, etc .   Hablar como merolico: hablar mucho sin decir nada.