Uno empieza a sumar los millones de beneficios de los
bancos y salen cifras astronómicas. Y uno, que es un profano, no sabe que hacen
para ganar tanto. No plantan nada, no
hacen nada. Están en sus locales, con luz artificial todo el día (como en una
incubadora), entre papeles y teclados,
parece que gestionan nuestros ahorros, haciendo trámites como modernos sacerdotes
en nuestra relación con el dios dinero.
A esos beneficios que les caen del cielo hay que sumar
los gastos de esas superinstalaciones, los salarios de los empleados que en lo
alto de la jerarquía son de muchos ceros.
En estos
establecimientos se produce algo así como el milagro de la multiplicación de
los panes y los peces. Es donde más dinero se produce con el simple hecho de
mover el de los demás. Mira que yo lo he intentado en mi casa: cambiarlo de
sitio, meterlo en el frigo, calentarlo en el horno….
Así que uno asume que aceptar como naturales los
beneficios de la banca es como los de los dogmas de la Iglesia: no tienen una
explicación razonable, es cuestión de fe.
Este sistema financiero nuestro es como un partido de
fútbol, donde para que uno gane el otro tiene que perder. En este partido de la
economía la banca siempre gana. Que tengamos que asumir como normal que un
banco airee que ha generado 100, 300 o mil millones más de beneficio que el año
pasado resulta un agravio obsceno.
Tiene toda la
pinta de una cacería económica en la que la pieza somos todos y los trofeos son
esos beneficios que con orgullo se muestran públicamente. Cuando uno lee esos
beneficios no sabe muy bien por donde le ha venido el tiro.