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Lo que va de ayer a hoy
Historias bíblicas
de ayer
que se repiten
hoy
los
medio sordos
AYER
(Marcos 7,32) Le
llevaron un hombre sordo y tartamudo y le suplicaban que pusiera las manos
sobre él. Lo tomó, lo
apartó de la gente y, a solas, le metió los dedos en los oídos; después le tocó
la lengua con saliva; levantó la vista
al cielo, suspiró y le dijo:
Estaban llenos de admiración y comentaban:
—Todo lo ha hecho bien, hace oír a los sordos y hablar a los mudos.
El sordo de nacimiento es mudo de nacimiento… Es posible que aquel
hombre se hubiera quedado sordo
a temprana edad y por eso las palabras
que salían de su boca a
tropezones eran restos del poco vocabulario que llegó a aprender de pequeño. Tuvo que ser tremendo,
en la
antigüedad, cuando no se habían inventado los audífonos para sordos.
Se dice, creo que es verdad, que es más triste ser sordo que ser ciego.
Por lo menos la sociedad suele aceptar mejor al
ciego. Al ciego se le tiene compasión,
se la agarra del brazo para cruzarle la
calle. Se le explican atentamente las
cosas. A veces se le sobreprotege y
algunos ciegos prefieren que les traten
con más normalidad. Al ciego se le nota
que lo es cuando se acerca tanteando
con su bastón. Al sordo no se le
nota a primera vista.
El ciego es “el pobre ciego”, el
sordo es “ese sordo” a veces objeto de burlas.
En la conversación el ciego suele participar activamente, el sordo se
puede quedar arrinconado si no hay alguien
atento a su lado que a veces le explica gritándole al oído:”¡ están diciendo que…!”
Se suele comentar cómo un triste ejemplo
el de aquel hombre que necesitaba
mucho el oído para trabajar. Un tal Don
Ludwig Van Beethoven que se fue quedando sordo. Sus últimas
sinfonías las escuchó en su
cerebro. La novena, cuentan las crónicas
que el día de su estreno…
El público que llenaba el teatro vienés Kärntnertor aquella
noche de mayo de 1824 se puso en pie para aclamar la obra con una calurosa
ovación. Daban patadas en el suelo, aplaudían y gritaban ¡Bravo!. Pero
Beethoven, de espaldas al público junto al director, no oía las aclamaciones.
Uno de los solistas le tiró de la manga de la levita negra y le hizo darse la
vuelta para que viera lo que no podía oír.
Este preludio sobre la sordera nos sirve para terminarlo con una frase que nos cambia de órbita. Es un refrán: “No
hay mayor sordo que el que no quiere
oír”. Y dicho esto pasamos al...
Hoy
Hoy la medicina ha hecho grandes avances y la tecnología también. Un
sordo, si no lo es del todo, puede buscarse un audífono
que le hace subir el volumen de
la audición, o incluso seguir una conferencia acercando el oído a algún
altavoz de la sala. Así queda disminuido su aislamiento. El aislamiento de quien no es sordo
mental. “Un sordera bien administrada
puede ser muy útil” decía alguien.
Si Jesús hubiera tropezado con alguno de estos sordos,
de los citados en el refán
(los sordos voluntarios). Si Jesús, o cualquier profeta o
predicador se encuentra con
alguno de esos sordos mentales,
no le serviría de nada meterle
los dedos en los oídos. Es que, como todos sabemos, aquello que resuena en
nuestro pabellón auditivo y llega
vibrando por unos huesecitos hasta el tímpano, no vale si se queda ahí
y no
llega al cerebro. El sordo mental
se hace el distraído, pone una barrera
entre lo que oye y lo que piensa. No escucha.
No es sordo mental el que escucha, reflexiona y discute lo que le dicen. No es sordo el que dialoga y
se convence o no se convence, pero matiza sus propias convicciones. Ahí está la diferencia entre oír y escuchar.
Entre si le rebota en el tímpano lo que le dicen o lo acoge en el pensamiento
y lo contrasta con lo que sabe, ve pros y contras y forma su opinión.
Saltando del ayer, de la experiencia de Jesús
que ayudaba a escuchar al sordo aquel, podemos hoy llegar a un seguidor de Jesús en el siglo XX, que
luchó por librar a su pueblo de la sordera.
Se llamaba Enrique Angelelli, era obispo de la Rioja argentina.
En el lugar donde lo mataron, sus amigos
seguidores de Jesús pusieron este
recuerdo:
Hoy hablamos de él porque luchó contra la sordera
mental de los cristianos. Una de
las frases que más le caracteriza es la que leímos en ese
cartel- memorial. Decía que el seguidor de Jesús anda a por la vida:
Con un oído atento al
evangelio y el otro al pueblo.
Eso molestó a quienes tenían los dos oídos atentos a su poder y su dinero. Por eso lo
quitaron de en medio. El papa Francisco
que le conoció habla ya de proponerlo
como mártir, testigo de Jesús.
También puede molestar lo que
decía el “pelao”, como lo llamaban cariñosamente, a quienes tienen un oído muy atento a su religión pero el otro
totalmente cerrado a las necesidades y
problemas del pueblo: Un oído a la religión, no al evangelio, el otro a las fuerzas que en
el mundo dominan la comunicación.
Lo malo es que los decibelios, o las voces susurrantes de quienes tienen
el poder de la información y la deformación pueden dejarnos sordos de un oído o
de los dos.
Un oído abierto a la religión
sin verdadero evangelio, el otro a quienes dominan la opinión y dejan al pueblo
en la ignorancia.
Esas personas necesitan que el
maestro carpintero de Nazaret les meta
los dedos en las orejas, les diga effetá
(ábrete), les haga cosquillas a ver si les abre el conducto auditivo para saber
escuchar los gemidos y los gritos de angustia y esperanza de los que lo pasan
mal.
Eso es lo que nos pide quien nos quiere librar de la sordera: saber
oír a la vez las palabras de buena noticia
del mensajero y que al mismo tiempo
nos entre en el oído el clamor de
la gente que no domina las grandes
empresas de prensa radio y televisión, los que necesitamos oír y ver,
porque a veces sus gritos son mudos.
¡Effetá!