Ciertamente son abominables y totalmente rechazables los
atentados terroristas perpetrados el último 13 de noviembre en París por grupos
terroristas de extracción islámica. Tales hechos nefastos no caen del cielo.
Poseen una prehistoria de rabia, humillación y deseo de venganza Estudios
académicos realizados en Estados Unidos han evidenciado que las continuadas
intervenciones
militares de Occidente con su geopolítica para la región y a fin
de garantizar el abastecimiento de sangre del sistema mundial que es el
petróleo, rico en el Medio Oriente, acrecentadas por el hecho del apoyo
irrestricto dado por Estados Unidos al Estado de Israel con su notoria
violencia brutal contra los palestinos, constituyen la principal motivación del
terrorismo islámico contra Occidente y contra Estados Unidos (véase la vasta
literatura firmada por Robert Barrowes: Terrorism: Ultimate Weapon of the
Global Elite en su sitio: www.WarisaCrime.org ).
La respuesta que Occidente ha dado, comenzando con George
W. Bush, retomada ahora vigorosamente por François Hollande y sus aliados
europeos más Rusia y Estados Unidos es el camino de la guerra implacable contra
el terrorismo, ya sea interno en Europa o externo contra el Estado Islámico en
Siria y en Iraq. Pero este es el peor de los caminos, como criticó Edgar Morin,
pues las guerras no se combaten con otras guerras ni con el fundamentalismo (el
de la cultura occidental que se presume ser la mejor del mundo, con el derecho
a ser impuesta a todos). La respuesta de la guerra, que probablemente será
interminable por la dificultad de derrotar el fundamentalismo o a los grupos
que deciden hacer de sus propios cuerpos bombas de alta destrucción, se
inscribe todavía en el viejo paradigma de pre-globalización, paradigma
enclaustrado en los estados-naciones, sin darse cuenta de que la historia ha
cambiado y ha vuelto colectivo el destino de la especie humana y de la vida
sobre el planeta Tierra. El camino de la guerra no ha traído nunca la paz, a lo
máximo alguna pacificación, dejando un lastre macabro de rabia y de voluntad de
venganza por parte de los derrotados que nunca, a decir verdad, serán
totalmente vencidos.
El paradigma viejo respondía a la guerra con guerra. El
nuevo, de la fase planetaria de la Tierra y de la humanidad, responde con el
paradigma de la comprensión, de la hospitalidad de todos con todos, del diálogo
sin barreras, de los intercambios sin fronteras, del gana-gana y de las
alianzas entre todos. En caso contrario, al generalizar las guerras cada vez
más destructivas, podremos poner fin a nuestra especie o volver inhabitable la
Casa Común.
¿Quien nos garantiza que los terroristas actuales no se
apropien de tecnologías sofisticadas y empiecen a usar armas químicas y biológicas
que, por ejemplo, colocadas en los depósitos de agua de una gran ciudad, acaben
produciendo una destrucción sin precedentes de vidas humanas? Sabemos que se
están preparando para montar ataques cibernéticos y telemáticos que pueden
afectar a todo el servicio de energía de una gran ciudad, los hospitales, las
escuelas, los aeropuertos y los servicios públicos. La opción por la guerra
puede llevar a estos extremos, todos posibles.
Debemos tomar en serio las advertencias de sabios como
como Eric Hobswbam al concluir su conocido libro La era de los extremos: el
breve siglo XX (1995:562): «El mundo corre el riesgo de explosión e implosión;
tiene que cambiar… la alternativa al cambio es la oscuridad». O la del eminente
historiador Arnold Toynbee, que después de escribir diez tomos sobre las
grandes civilizaciones históricas, en su ensayo autobiográfico Experiencias
(1969:422) nos dice: «Viví para ver el fin de la historia humana tornarse una
posibilidad intrahistórica, capaz de ser traducida en hechos, no por un acto de
Dios sino del propio ser humano».
Occidente ha optado por la guerra sin tregua. Pero nunca
más tendrá paz y vivirá lleno de miedo y rehén de posibles atentados que son la
venganza de los islámicos. Ojalá no se haga realidad el escenario descrito por
Jacques Attali en Una breve historia del futuro (2008): guerras regionales cada
vez más destructivas hasta el punto de amenazar a la especie humana. Entonces
la humanidad, para sobrevivir, pensará en una gobernanza global con una
hiperdemocracia planetaria.
Lo que se impone, así nos parece, es reconocer la
existencia de hecho de un Estado Islámico y luego formar una coalición
pluralista de naciones y de medios diplomáticos y de paz para crear las
condiciones de un diálogo para pensar el destino común de la Tierra y de la
humanidad.
Temo que la arrogancia típica de Occidente, con su visión
imperial al juzgarse mejor en todo, no acoja este camino pacificador y prefiera
la guerra. En ese caso, vuelve a tener significado la sentencia profética de M.
Heidegger, conocida después de su muerte: «Nur noch ein Gott kann uns retten:
entonces solo un Dios puede salvarnos».
No debemos esperar ingenuamente la intervención divina,
pues nuestro destino está bajo nuestra responsabilidad. Seremos lo que
decidamos: una especie que prefirió autoexterminarse antes que renunciar a su
voluntad absurda de poder sobre todos y sobre todo, o bien forjamos las bases
para una paz perpetua (Kant) que nos conceda vivir diferentes y unidos en la
misma Casa Común.