El miércoles 25 de agosto de 1982, en el quinto año de
represión cruenta en Guatemala, estas víctimas no eran víctimas. Eran mujeres
veinteañeras. Mujeres jóvenes, casadas, pobres, que hablaban sólo q’eqchí y no
castellano y vivían en una comunidad apartada, Sepur Zarco. Las acusaron de dar
de comer a los guerrilleros. Ellas lo negaron, pero el Estado de Guatemala no
les creyó y les arruinó las vidas. Tuvieron que pasar 33 años para que un
viernes 26 de febrero de 2016 por fin les creyeran. No eran ni guerrilleras ni
prostitutas.
Eran hijas y nietas de campesinos pobres, con maridos que
intentaban legalizar sus propiedades en la oficina estatal de registro de
tierras. Pero el ejército los acusó de apoyar a la guerrilla a 300 kilómetros
de la Ciudad de Guatemala. Mataron a sus esposos y los desaparecieron, las
despojaron de sus propiedades, se las llevaron y las violaron, las hicieron sus
esclavas sexuales y domésticas. Cada tres días. Durante seis meses. Y fue tan
brutal, tanto horror contra las más vulnerables de la sociedad, que ha sido el
último de los casos paradigmáticos en la justicia por los crímenes del pasado
en Guatemala.
Durante todo un mes, febrero de 2016, todas las mañanas
el Palacio de la Corte Suprema de Justicia veía correr en sus pasillos a
pequeñas mujeres vestidas con trajes de colores. Pequeñas y silenciosas. Eran
once e iban acompañadas de una docena de abogados. Once q’eqchís que
resistieron tres décadas para buscar la justicia, para que la violencia que
sufrieron en el destacamento militar de Sepur Zarco por parte de un grupo de
militares fuera castigada y se comprobara que siempre fueron inocentes.
Llevaban ocho años preparándose con atención psicológica
y acompañamiento de tres organizaciones de la sociedad civil para que estas
once sobrevivientes le dijeran a sus agresores, a sus comunidades, al gobierno,
al mundo: mal’ al li qa xiw (ya no tenemos miedo).
El Tribunal Primero A de Mayor Riesgo, el mismo que
condenó por genocidio a Efraín Ríos Montt, juzgó al ex teniente coronel
Esteelmer Reyes Girón y al ex comisionado militar Heriberto Valdez Asig, los
encontró culpables de delitos contra los deberes de la humanidad, asesinato y
desaparición forzada. 120 y 240 años de prisión a cada uno.
La guerra sucia en Guatemala, la violentísima represión
estatal, no fue sólo inhumana y racista, también patriarcal. Las violaciones
sexuales contra las mujeres fueron una práctica de guerra utilizada para
desarmar el tejido social de una comunidad, para destruirlo.
Las mujeres víctimas expresaron dolor, tristeza y
desamparo. Eso lo dijo el Tribunal dirigido por la jueza Yassmín Barrios, que
también reconoció la valentía de las víctimas que se presentaron a declarar
públicamente contra los hombres armados que cambiaron el rumbo de sus vidas. El
Tribunal resaltó que con las violaciones sexuales, el daño ocasionado por los
militares transcendió sus cuerpos y sus mentes, porque cuando regresaron a
buscar los restos de su vida en la comunidad, su entorno ya no era el mismo.
Hasta hace unos años, el resto de la comunidad les
impedía participar de actividades comunitarias como los Consejos de Desarrollo.
Hasta hace dos meses, la Asociación de Veteranos Militares (Avemilgua) estaba
reclutando afiliados en Sepur Zarco para intimidarlas. Hasta el 26 de febrero,
el último día del juicio, tuvieron que soportar (en el primer día con
traducción simultánea) que el abogado defensor de los militares dijera que en
realidad eran prostitutas.
Hace 33 años Estilmeer Reyes Girón también era un
veinteañero. Uno que soñaba con ser un ejemplo para el resto de soldados, que
quería crecer dentro del ejército, que era estricto y obediente. Que estuvo
primero en el destacamento militar de Petén y que luego fue trasladado a Sepur
Zarco en el valle del Polochic, un terreno que recibía soldados de todo el país
y donde él era el encargado. Heriberto Valdéz Asig era comisionado militar y
policía municipal de tránsito, un hombre conocido en la municipalidad. Su apodo
era ‘El canche’ Asig, el adjetivo guatemalteco de origen maya para referirse a
los rubios, a los blancos, ‘can’ es amarillo y ‘ché’ es árbol.
Los acusados, Reyes y Asij |
Estilmeer Reyes estuvo en el destacamento, fue el
encargado allí, era quien daba las órdenes. Las violaciones de las mujeres
ocurrían en el baño, la cocina y en la garita. El tribunal dijo que el entonces
teniente coronel sabía lo que allí pasaba y que permitió la violación de todos
los derechos de las mujeres bajo la acusación de que eran simpatizantes de la
guerrilla. El peritaje de la antropóloga maya Irma Alicia Velásquez Nimatuj
evidenció que las víctimas ni siquiera conocían qué significaba la palabra
guerrilla.
Moisés Galindo, abogado de Estilmeer Reyes, tuvo una
defensa clara: acusar a las víctimas de prostitutas y alegar que el caso estaba
“armado” para que las organizaciones no gubernamentales que apoyaban a las
víctimas obtuvieran millones de quetzales por pagos de resarcimiento económico.
Para defender al exmilitar, Galindo sugirió que las mujeres pudieron
prostituirse a causa de una crisis económica, y que estuvieron con los
militares de forma consentida. El tribunal no lo consideró así.
Los testimonios dados entre dolor y lágrimas fueron
reconocidos. Al igual que los peritajes de los expertos.
El peritaje del sociólogo Héctor Rosada le permitió al
Tribunal reconocer que las violaciones de las mujeres se dieron en un contexto
de despojo de tierras. Eran acusadas de tener vínculos con la guerrilla y,
según Rosada, el caso Sepur Zarco era ejemplo de lo que ocurría en la región
del Polochic, entre Alta Verapaz e Izabal, donde los terratenientes quería
hacer crecer sus capitales y el papel del Estado por medio del ejército era
primero desaparecer a los hombres, luego violar a las mujeres y despojarlas de
sus propiedades.
Tres décadas después, el Estado de Guatemala, por medio
de sus tribunales, reconoció y juzgó que en Sepur Zarco se produjeron
violaciones sexuales y desapariciones forzadas. Las mujeres fueron obligadas a
cocinar y para los soldados, y sufrieron tratos degradantes. Las que pagaron la
factura más cara de la guerra fueron ellas. Su declaración y sus recuerdos
fueron clave para que se recreara la historia de los abusos. “Los jueces
creemos firmemente en los testimonios de las mujeres de Sepur Zarco”, indicó
Barrios. “Delitos de esta naturaleza no deben volver a repetirse nunca más”,
agregó la jueza.
La forma en la que Guatemala recordará su guerra ya no
será igual. De hecho, después del juicio por genocidio en 2013, una encuesta de
la revista ContraPoder reveló que por primera vez es mayor el número de
guatemaltecos que reconoce que hubo genocidio que el que lo niega. 47% versus
33%.
Las once testigos y sobrevivientes de Sepur Zarco no
estuvieron solas. Las acompañaron en el proceso la Coordinadora Nacional de
Viudas de Guatemala (Conavigua), Mujeres Transformando el Mundo, la Iglesia
Católica, el Equipo de Estudios Comunitarios y Acción Psicosocial (Ecap), la
Alianza Rompiendo el Silencio. También la Fiscalía de Derechos Humanos durante
el MP de los fiscales Amílcar Velásquez, Claudia Paz y Thelma Aldana.
Paula Barrios, directora de Mujeres Transformando el
Mundo, dijo que la sentencia es un respaldo para que las mujeres denuncien la
violencia sexual, sin importar el tiempo y circunstancia en que ocurrió.
También dijo que solicitaran un resarcimiento para restituir a las nietas de
las víctimas, para que tenga la oportunidad de alcanzar un futuro diferente al
heredado por las víctimas del conflicto armado en Guatemala.
El 1 de febrero de 2015, cuando al caso se conoció, esas
mujeres eran un misterio. En algún momento sus nombres se filtraron, pero su
identidad siempre fue resguardada. Había un temor en el ambiente. El año empezó
con las capturas de 18 militares retirados vinculados a masacres en el caso
Cobán-Chixoy y por la desaparición del niño Marco Molina Theisen. Por esos
hechos el MP vincula a Edgar Ovalle, uno de los dos diputados estrella del
partido del presidente Jimmy Morales. Las organizaciones que apoyaban a las
mujeres tenían miedo de que la polarización de la sociedad en casos del
conflicto armado interno pusiera en riesgo la seguridad de las mujeres y su
relación con la población actual de Sepur Zarco, donde ya sufrían
discriminación. Además, temían que los vínculos del Presidente con militares
retirados pudiera influir de manera negativa el caso. Nómada denunció que en
enero, Avemilgua empezó a reclutar afiliados en Sepur Zarco para intimidar a
las víctimas.
A finales de noviembre, Nómada entrevistó a cinco de las
víctimas. Estaban seguras de su decisión de buscar justicia por las violaciones
sexuales y lo que eso representa para la nueva generación de mujeres en esa
zona. Buscaban que el caso se conociera para que no se volviera a repetir.
La mayoría de personas involucradas en la investigación y
proceso penal por Sepur Zarco, fueron mujeres. Mujeres que rompieron la
impunidad de los abusos sexuales del pasado y el presente. Dos de los tres
integrantes del Tribunal Primero A de Mayor Riesgo, son mujeres. Patricia
Bustamante y Yassmín Barrios. Nueve de los diez miembros del equipo acusador en
el caso, fueron mujeres, tanto fiscales, como abogadas de organizaciones
aliadas. Una de los tres abogados defensores de Reyes Giron y Valdez Asig, era
mujer, parte del Instituto de la Defensa Pública Penal. La mayoría de personas
que llegó a la Sala de Vistas para conocer y escuchar del caso eran mujeres,
como la nobel de la Paz Rigoberta Menchú. Mujeres empoderadas que al finalizar
la audiencia se abrazaron y cantaron, como en 2013 tras el juicio por
genocidio, la canción del poeta revolucionario Otto René Castillo, torturado
durante la guerra: “Aquí sólo queremos ser humanos”.
El viernes 26 de febrero, cuando ingresaron las mujeres
víctimas de la violencia sexual en Sepur Zarco, las personas presentes, la
mayoría mujeres, se levantaron y les aplaudieron. Se sentaron en el mismo lugar
donde estuvieron durante 20 días, justo detrás del Ministerio Público y las
abogadas. Los visitantes de la imponente Sala de Vistas aplaudieron tan fuerte
que una de las ancianas se cubrió el rostro con sus manos. Su cara ya estaba
tapada con una tela de colores. Un perraje. Sólo hasta el último día del
debate, les fueron colocados audífonos para escuchar las traducciones al idioma
q´eqchí, de todo lo que resolviera el tribunal. Cuando el Tribunal finalizó su
condena, los aplausos eran más fuertes, esta vez venían con abrazos, lágrimas,
y los flashes de más de cincuenta cámaras de fotografía. Una a una empezaron a
levantar las manos y agitarlas en el aire como en señal de victoria. Seguían
cubriéndose el rostro.
Las once sobrevivientes |
Ni Esteelmer Reyes Girón, ni Heriberto Valdez Asig
vivirán lo suficiente para cumplir cada uno su condena. 120 y 240 años de
cárcel por delitos contra los deberes de la humanidad, por violaciones sexuales
contra mujeres q’eqchís inocentes, por el asesinato de Dominga Choc y sus dos
hijas, y por la desaparición de siete hombres.
“Todas somos Sepur Zarco”, era uno de los lemas de las
organizaciones y las simpatizantes con el juicio por delitos de violencia
sexual. Y no está lejos de ser una realidad.
Guatemala todavía es un país en el que las mujeres no
están seguras en ningún espacio. Entre enero de 2012 y febrero de 2016 hubo
5,840 violaciones sexuales denunciadas. 55 por ciento siguen en la impunidad.
Pero en el caso más difícil en tribunales, el de violencia sexual durante la
guerra contra 15 mujeres q’eqchís, en ése la impunidad terminó. Quince mujeres,
y tantas otras de manera simbólica, dejaron los listados de víctimas para
convertirse en ciudadanas con derechos.
Publicación de Nómada