Comentario de Fernando Bermúdez
Excelente tu
reflexión sobre la Asamblea Cristiana de Vallecas. A este propósito te envío un
subcapítulo del libro EL CANTO DEL QUETZAL, publicado por Nueva Utopia.
Un fraternal
saludo,
Fernando
Vallecas,
universidad del pueblo
Era el año de 1972. La lectura sosegada del libro “Yo
creo en la esperanza” del jesuita asturiano José Mª Díez-Alegría, me ayudó a
cambiar de paradigma religioso. Es así como me fui despojando de la
religiosidad ontológico-cultualista, para pasar a la vivencia de una
espiritualidad ético-profética. Comprendí que el Evangelio de Jesús me exigía
liberarme de un sin fin de tabúes y asumir la opción por los pobres y
oprimidos. En 1974 me fui a vivir a una comunidad de base del Movimiento
Apostólico Seglar, en el asentamiento de Palomeras Altas en la populosa y
marginal barriada madrileña de Vallecas. Era ésta una comunidad de hombres y
mujeres para quienes la causa de Jesús de Nazaret ofrecía un sentido a sus
vidas. Teníamos como referencia el ideal de comunidad del que nos habla el
libro de los Hechos de los Apóstoles. Buscábamos juntos seguir a Jesús a través
del compromiso social según el espíritu del Concilio Vaticano II. La comunidad
estaba inserta en medio del pueblo, en humildes y pequeñas casitas bajas,
llamadas chabolas, animada por el
jesuita Jaime Garralda, un hombre carismático, gran creyente, siempre en camino
hacia el Padre, porque, según él, “no hay cielo, el cielo es Dios, y allá
vamos”.
Sesenta mil personas vivían entonces en las Palomeras.
Una barriada de pequeñas casitas blancas y chabolas. El frío y la humedad, en
invierno, hacían de estas “viviendas” auténticos focos de enfermedades
reumáticas y broncopulmonares. Y en verano, por sus endebles paredes y techos
bajos, eran verdaderos hornos. Las gentes llegaron a estos barrios huyendo del
hambre del campo. La falta de medios económicos les impedía el acceso a una
vivienda digna. La única alternativa para estos hombres y mujeres del campo que
sólo contaban con sus brazos, fue asentarse en terrenos rústicos, donde las
parcelas tenían precios bajos. Allí construyeron sus casitas pobres, con
materiales de derribo y restos de maderas que encontraban. Las construían de
noche para no ser vistos por los guardias municipales. De esta manera fueron
levantando estas barriadas vallecanas, de calles llenas de barro, sin luz, sin
servicios higiénicos, sin agua…
Eran los últimos años del franquismo. En Vallecas latía
un fuerte movimiento social y político hacia un cambio democrático. La conexión
con los vecinos fue una exigencia de mi fe en Jesús. El grito “libertad y
justicia” se masticaba en el ambiente. Participé activamente en la asociación
de vecinos y en las luchas sociales y populares del barrio. En una
manifestación por “una vivienda digna”, la policía nos detuvo a varios vecinos,
encerrándonos en los calabozos de la Dirección General de Seguridad de la
Puerta del Sol. Allí estuvimos dos días y una noche completamente
incomunicados. Experimenté la injusticia y ausencia de libertad del régimen
franquista.
En los años que viví en Vallecas conocí y me relacioné
con muchos vecinos, hombres y mujeres pobres, gente sencilla, comprometida con
la causa de la justicia. Eran personas generosas, comprometidas en la defensa
de los intereses de sus vecinos. Unos eran miembros de comunidades cristianas,
otros sindicalistas o de asociaciones de vecinos y otros militantes de
organizaciones comunistas en la clandestinidad. Allí conocí al Padre José Mª
Llanos, un jesuita que años antes había dado ejercicios espirituales al general
Franco, pero que después fue tomando conciencia de la injusticia del régimen,
hasta que, dejando sus actividades anteriores, se fue a vivir entre los pobres
del Pozo del Tío Raymundo, un barrio de chabolas. El Padre Llanos fue uno de
esos hombres coherentes, sinceros, libres de prejuicios y apasionado por el
Evangelio de Jesús. Asimismo, en esos años conocí y trabajé estrechamente con
Alberto Iniesta, obispo de Vallecas, un místico, hombre de Dios, sencillo, sensible
al dolor humano y solidario con las causas justas. Con ocasión de nuestras
detenciones, el obispo Iniesta, hizo un comunicado de prensa en que, tras
analizar la realidad de Vallecas y denunciar la represión existente, concluía
con estas palabras:
“Sería miope quien
no viera en nuestra intervención más que una injerencia en el orden temporal,
impropia de la Iglesia. Luchar por los derechos humanos y ser voz de los que no
tienen voz es un compromiso que los cristianos han construido con Dios, Padre de
todos… Jesús, el hermano universal, pide que nos acerquemos al prójimo en el
camino para ayudarle, y nos advierte que en el día del juicio nos examinará de
la solidaridad que hayamos tenido con todos los hombres” (Diario YA,
27.5.1975).
En la comunidad soñábamos con una Iglesia sencilla,
fraterna y participativa, libre y liberadora, identificada con los empobrecidos
y con los que luchan por un mundo de igualdad. El obispo Iniesta era un vivo
referente de ese modelo de iglesia que anhelábamos, una Iglesia con democracia
interna, que admite la igualdad de la mujer, el sacerdocio con celibato
opcional y la desaparición de la alianza con el poder económico y político.
En la reflexión comunitaria fui aprendiendo a hacer una
síntesis entre fe cristiana y compromiso social. Ahí aprendí que el reino de
Dios exige una opción por los pobres y excluidos y por la liberación integral
del ser humano.
En el clima de la comunidad fui discerniendo, asimismo,
mi vocación. Opté por el ministerio sacerdotal. En el retiro previo a mi
ordenación escribí: ”No asumo el
ministerio sacerdotal para el culto en los templos sino para el anuncio y
proclamación del Reino, la animación de comunidades y la celebración de la
eucaristía. No concibo el sacerdocio como una dignidad o estado de privilegio
dentro de la iglesia, y mucho menos como una profesión, sino como un ministerio
de servicio a la comunidad…Jesús no era sacerdote jurídicamente, sino un laico.
Su sacerdocio consistió en la entrega total a Dios y a todos los hombres y mujeres”.
Fui ordenado el 29 de abril de 1978 por el obispo Alberto
Iniesta. En la celebración de la eucaristía, el pueblo vallecano, allí
presente, me dedicó una canción que dejó en mí una impronta. Con voces recias y
contundentes y con ritmo valiente, entonó aquel canto de Ricardo Cantalapiedra:
“No queremos a los grandes palabreros, queremos a un hombre que se embarre con
nosotros, que llore con nosotros, que ría con nosotros, que beba con nosotros
el vino en la taberna, que coma en nuestra mesa, que tenga orgullo y rabia, que
tenga corazón y fortaleza…Queremos a un hombre que se acerque a nosotros, que
luche con nosotros, que cante con nosotros…”
Opción por la
tierra del quetzal
Durante cinco años compartí con el pueblo de Vallecas sus
luchas y esperanzas. En la soledad del silencio y en la reflexión comunitaria
fui descubriendo la dimensión universal del compromiso cristiano. Afiancé en lo
más profundo de mi ser que todos los hombres y mujeres son mis hermanos más
allá de fronteras, culturas, razas y creencias. Comprendí que hay otros pueblos
que viven en extrema necesidad, más explotados y empobrecidos. Pueblos
humillados que, heridos de muerte, nos tienden sus manos abiertas esperando
nuestra ayuda solidaria. Al año de ordenarme, un compañero de la comunidad,
Pedro Serrano, y yo nos encontramos con un sacerdote navarro, Juan José Aldaz,
que trabajaba en Guatemala. Nos presentó la realidad de este país
centroamericano, y optamos por marchar a la tierra del quetzal. Juan José nos
informó de un acto de solidaridad con el pueblo de Guatemala en una barriada de Madrid. Y cómo
no. Allá nos vamos Pedro y yo. Ahí conocí por primera vez a un guatemalteco,
Miguel Ángel Albizurez, destacado sindicalista, con quien, pasados los años,
coincidiríamos en la junta directiva del Movimiento Nacional por los Derechos
Humanos.
Fuimos enviados a Guatemala por la iglesia de Vallecas en
una Eucaristía presidida por el obispo Iniesta. Sentí que fue Cristo Jesús
quien nos enviaba desde la comunidad, y que era, asimismo, él quien me llamaba
desde el pueblo oprimido latinoamericano.
Me costó dejar España, la familia, los amigos, todo… y lanzarme a otros
pueblos, a otras culturas y volver a nacer de nuevo en ellos.
No salí a la misión como civilizador, ni como redentor de
nadie. Salí sencillamente a compartir mi experiencia de fe liberadora, a servir
en lo que me necesiten y a caminar junto con el pueblo guatemalteco
compartiendo con él sus luchas y sus esperanzas.