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4 de abril de 2016

Nuestros amigos dialogan, Vallecas, universidad del pueblo

En relación al tema pasado de La mataron, pero sigue viva, nuestro amigo Fernando Bermúdez nos escribe el artículo Vallecas, universidad del pueblo:

Comentario de Fernando Bermúdez
Excelente tu reflexión sobre la Asamblea Cristiana de Vallecas. A este propósito te envío un subcapítulo del libro EL CANTO DEL QUETZAL, publicado por Nueva Utopia.
Un fraternal saludo,
Fernando

Vallecas, universidad del pueblo

Era el año de 1972. La lectura sosegada del libro “Yo creo en la esperanza” del jesuita asturiano José Mª Díez-Alegría, me ayudó a cambiar de paradigma religioso. Es así como me fui despojando de la religiosidad ontológico-cultualista, para pasar a la vivencia de una espiritualidad ético-profética. Comprendí que el Evangelio de Jesús me exigía liberarme de un sin fin de tabúes y asumir la opción por los pobres y oprimidos. En 1974 me fui a vivir a una comunidad de base del Movimiento Apostólico Seglar, en el asentamiento de Palomeras Altas en la populosa y marginal barriada madrileña de Vallecas. Era ésta una comunidad de hombres y mujeres para quienes la causa de Jesús de Nazaret ofrecía un sentido a sus vidas. Teníamos como referencia el ideal de comunidad del que nos habla el libro de los Hechos de los Apóstoles. Buscábamos juntos seguir a Jesús a través del compromiso social según el espíritu del Concilio Vaticano II. La comunidad estaba inserta en medio del pueblo, en humildes y pequeñas casitas bajas, llamadas  chabolas, animada por el jesuita Jaime Garralda, un hombre carismático, gran creyente, siempre en camino hacia el Padre, porque, según él, “no hay cielo, el cielo es Dios, y allá vamos”.

Sesenta mil personas vivían entonces en las Palomeras. Una barriada de pequeñas casitas blancas y chabolas. El frío y la humedad, en invierno, hacían de estas “viviendas” auténticos focos de enfermedades reumáticas y broncopulmonares. Y en verano, por sus endebles paredes y techos bajos, eran verdaderos hornos. Las gentes llegaron a estos barrios huyendo del hambre del campo. La falta de medios económicos les impedía el acceso a una vivienda digna. La única alternativa para estos hombres y mujeres del campo que sólo contaban con sus brazos, fue asentarse en terrenos rústicos, donde las parcelas tenían precios bajos. Allí construyeron sus casitas pobres, con materiales de derribo y restos de maderas que encontraban. Las construían de noche para no ser vistos por los guardias municipales. De esta manera fueron levantando estas barriadas vallecanas, de calles llenas de barro, sin luz, sin servicios higiénicos, sin agua…

Eran los últimos años del franquismo. En Vallecas latía un fuerte movimiento social y político hacia un cambio democrático. La conexión con los vecinos fue una exigencia de mi fe en Jesús. El grito “libertad y justicia” se masticaba en el ambiente. Participé activamente en la asociación de vecinos y en las luchas sociales y populares del barrio. En una manifestación por “una vivienda digna”, la policía nos detuvo a varios vecinos, encerrándonos en los calabozos de la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol. Allí estuvimos dos días y una noche completamente incomunicados. Experimenté la injusticia y ausencia de libertad del régimen franquista.

En los años que viví en Vallecas conocí y me relacioné con muchos vecinos, hombres y mujeres pobres, gente sencilla, comprometida con la causa de la justicia. Eran personas generosas, comprometidas en la defensa de los intereses de sus vecinos. Unos eran miembros de comunidades cristianas, otros sindicalistas o de asociaciones de vecinos y otros militantes de organizaciones comunistas en la clandestinidad. Allí conocí al Padre José Mª Llanos, un jesuita que años antes había dado ejercicios espirituales al general Franco, pero que después fue tomando conciencia de la injusticia del régimen, hasta que, dejando sus actividades anteriores, se fue a vivir entre los pobres del Pozo del Tío Raymundo, un barrio de chabolas. El Padre Llanos fue uno de esos hombres coherentes, sinceros, libres de prejuicios y apasionado por el Evangelio de Jesús. Asimismo, en esos años conocí y trabajé estrechamente con Alberto Iniesta, obispo de Vallecas, un místico, hombre de Dios, sencillo, sensible al dolor humano y solidario con las causas justas. Con ocasión de nuestras detenciones, el obispo Iniesta, hizo un comunicado de prensa en que, tras analizar la realidad de Vallecas y denunciar la represión existente, concluía con estas palabras:

Sería miope quien no viera en nuestra intervención más que una injerencia en el orden temporal, impropia de la Iglesia. Luchar por los derechos humanos y ser voz de los que no tienen voz es un compromiso que los cristianos han construido con Dios, Padre de todos… Jesús, el hermano universal, pide que nos acerquemos al prójimo en el camino para ayudarle, y nos advierte que en el día del juicio nos examinará de la solidaridad que hayamos tenido con todos los hombres” (Diario YA, 27.5.1975).

En la comunidad soñábamos con una Iglesia sencilla, fraterna y participativa, libre y liberadora, identificada con los empobrecidos y con los que luchan por un mundo de igualdad. El obispo Iniesta era un vivo referente de ese modelo de iglesia que anhelábamos, una Iglesia con democracia interna, que admite la igualdad de la mujer, el sacerdocio con celibato opcional y la desaparición de la alianza con el poder económico y político.

En la reflexión comunitaria fui aprendiendo a hacer una síntesis entre fe cristiana y compromiso social. Ahí aprendí que el reino de Dios exige una opción por los pobres y excluidos y por la liberación integral del ser humano.

En el clima de la comunidad fui discerniendo, asimismo, mi vocación. Opté por el ministerio sacerdotal. En el retiro previo a mi ordenación escribí:  ”No asumo el ministerio sacerdotal para el culto en los templos sino para el anuncio y proclamación del Reino, la animación de comunidades y la celebración de la eucaristía. No concibo el sacerdocio como una dignidad o estado de privilegio dentro de la iglesia, y mucho menos como una profesión, sino como un ministerio de servicio a la comunidad…Jesús no era sacerdote jurídicamente, sino un laico. Su sacerdocio consistió en la entrega total a Dios  y a todos los hombres y mujeres”.

Fui ordenado el 29 de abril de 1978 por el obispo Alberto Iniesta. En la celebración de la eucaristía, el pueblo vallecano, allí presente, me dedicó una canción que dejó en mí una impronta. Con voces recias y contundentes y con ritmo valiente, entonó aquel canto de Ricardo Cantalapiedra: “No queremos a los grandes palabreros, queremos a un hombre que se embarre con nosotros, que llore con nosotros, que ría con nosotros, que beba con nosotros el vino en la taberna, que coma en nuestra mesa, que tenga orgullo y rabia, que tenga corazón y fortaleza…Queremos a un hombre que se acerque a nosotros, que luche con nosotros, que cante con nosotros…”

Opción por la tierra del quetzal

Durante cinco años compartí con el pueblo de Vallecas sus luchas y esperanzas. En la soledad del silencio y en la reflexión comunitaria fui descubriendo la dimensión universal del compromiso cristiano. Afiancé en lo más profundo de mi ser que todos los hombres y mujeres son mis hermanos más allá de fronteras, culturas, razas y creencias. Comprendí que hay otros pueblos que viven en extrema necesidad, más explotados y empobrecidos. Pueblos humillados que, heridos de muerte, nos tienden sus manos abiertas esperando nuestra ayuda solidaria. Al año de ordenarme, un compañero de la comunidad, Pedro Serrano, y yo nos encontramos con un sacerdote navarro, Juan José Aldaz, que trabajaba en Guatemala. Nos presentó la realidad de este país centroamericano, y optamos por marchar a la tierra del quetzal. Juan José nos informó de un acto de solidaridad con el pueblo de  Guatemala en una barriada de Madrid. Y cómo no. Allá nos vamos Pedro y yo. Ahí conocí por primera vez a un guatemalteco, Miguel Ángel Albizurez, destacado sindicalista, con quien, pasados los años, coincidiríamos en la junta directiva del Movimiento Nacional por los Derechos Humanos.

Fuimos enviados a Guatemala por la iglesia de Vallecas en una Eucaristía presidida por el obispo Iniesta. Sentí que fue Cristo Jesús quien nos enviaba desde la comunidad, y que era, asimismo, él quien me llamaba desde el pueblo oprimido latinoamericano.  Me costó dejar España, la familia, los amigos, todo… y lanzarme a otros pueblos, a otras culturas y volver a nacer de nuevo en ellos.

No salí a la misión como civilizador, ni como redentor de nadie. Salí sencillamente a compartir mi experiencia de fe liberadora, a servir en lo que me necesiten y a caminar junto con el pueblo guatemalteco compartiendo con él sus luchas y sus esperanzas.







18 de Marzo, 2016