"La Iglesia católica
lleva más de 200 años de retraso", sentenciaba, antes de morirse, el
cardenal Martini, santo y seña de la Iglesia postconciliar y de la primavera de
Francisco antes de su llegada. Y, entre sus asignaturas pendientes, señalaba la
de la mujer. Porque, por mucho que se quiera disfrazar, la mujer está discriminada
en la Iglesia católica. El Papa Francisco lo sabe y lo sufre. Por eso, a
instancias de las superioras generales de las religiosas de todo el mundo,
propone que se abra una comisión que estudie a fondo el tema del diaconado
femenino.
¿A qué conclusiones puede
llegar la comisión papal sobre el diaconado de las mujeres en la Iglesia
primitiva? El propio Carlo Maria Martini, uno de los más prestigiosos biblistas
católicos, aseguraba, al pedir la revisión del papel de la mujer en la
institución, que "en la historia de la Iglesia hubo diaconisas y, por lo
tanto, podemos pensar en esa posibilidad". Los grandes historiadores de la
Iglesia y los más eximios estudiosos del Nuevo Testamento coinciden en la
existencia de las mujeres diáconos.
El propio San Pablo habla
de la existencia de diaconisas en los primeros siglos de la Iglesia.
Está documentado que, en
el siglo III, en Siria, había diaconisas que ayudaban al sacerdote en el
bautismo por inmersión de las mujeres. Incluso en el siglo IV después de Cristo
se habla del rito de consagración de las diaconisas y se declara que es
distinto del de los hombres. Y hay otras muchas evidencias de la presencia de
diaconisas tanto en la Iglesia occidental como en la oriental.
Lo que no está tan claro
es la idiosincrasia de estas diaconisas: ¿Estaban ordenadas o no? ¿Cuál era su
papel en el seno de la comunidad? ¿Eran diaconisas permanentes o meras
servidoras de los curas, dedicadas al ministerio de la caridad?
Dicho de otra forma, se
trata de dilucidar si ese diaconado primitivo de las mujeres era el primer
grado del ministerio ordenado, que continúa en el presbiterado y tiene su
culmen en el episcopado, o un ministerio en sí mismo, que no conducía al
sacerdocio.
De hecho, a
partir del siglo V, la Iglesia reservó el diaconado como primer paso del
ministerio ordenado sólo a los hombres. Y consiguientemente, los otros dos: el
presbiterado y el episcopado.
Más cerca de nosotros, en
el mes de septiembre de 2001, el entonces prefecto de Doctrina de la Fe, Joseph
Ratzinger, firmó, junto al prefecto de Culto Divino, cardenal Medina, y al
prefecto del Clero, cardenal Castrillón, una carta, aprobada por Juan Pablo II,
en la que se decía literalmente: "No es lícito poner en marcha iniciativas
que, de una u otra forma, conduzcan a preparar candidatas al orden
diaconal".
La decisión del Papa
Francisco de estudiar el tema de las diaconisas abre una rendija en la doctrina
sobre el sacerdocio femenino, hasta ahora considerada definitivamente cerrada
por Juan Pablo II y que, como profetizó Martini, "va a suscitar muchas
dificultades". Y no se equivocaba.
Como ya decía, en 1976,
Karl Rahner, el teólogo católico más importante de la época moderna, "yo
soy católico romano y, si la iglesia me dice que no ordena mujeres lo admito,
por fidelidad. Pero si me da cinco razones y todas ellas son falsas, ante la
exégesis y ante la teología, debo protestar. Pienso que el magisterio que apela
a esas razones falsas no cree en lo que dice, o no sabe, o miente o todo junto.
Además, la Iglesia es infalible en cuestiones de fe y de costumbres (morales);
y el tema de la ordenación de las mujeres no es de fe, ni de costumbres
morales, sino de administración".
Con su histórica
decisión, Francisco acerca a la Iglesia católica a las otras confesiones
cristianas, como la anglicana o la protestante, que en este tema van muy por
delante de la Iglesia romana. Tanto en la anglicana como en muchas iglesias
evangélicas, la mujer, después de ser admitida al diaconado, ha ido escalando
los dos siguientes peldaños del altar y hoy muchas mujeres ejercen como
sacerdotisas y como obispas.
Van cayendo los tabúes
eclesiales. Se van reparando históricas injusticias. La Iglesia católica
comienza así un camino penitencial para pedir perdón a las mujeres y
resarcirlas de su bimilenaria situación de marginación en la institución. Un
pecado, un gran pecado.
José Manuel Vidal