Más pronto que tarde, los avances
científicos nos obligarán a repensar casi todo lo que la filosofía y la
teología nos han enseñado y que en buena medida seguimos pensando acerca del
ser humano y de su “singularidad”: su autoconciencia y libertad, su razón y
corazón, su mente o espíritu. ¿Somos tan singulares como hemos pensado durante
miles de años? Necesitamos una gran cura de humildad, que es como decir
sabiduría. O humanidad. O incluso “transhumanidad”.
Lo cierto es que nos hallamos en camino,
aunque no sabemos exactamente hacia dónde. A las religiones monoteístas y sus
teologías les está costando más asumir esta visión inacabada, provisional,
evolutiva del ser humano; están anclados en un paradigma demasiado
antropocéntrico y fixista, ligado a dogmas que consideran revelados e
intocables. Pero las ciencias nos irán obligando, nos están obligando ya a
superar esa visión.
Las neurociencias demuestran que todo lo
que llamamos “humano” depende de las neuronas, que son células, que son
moléculas, que son átomos organizados. Y todos los animales, salvo las
esponjas, poseemos neuronas, en grados muy diversos de complejidad
organizativa. A cerebros más complejos capacidades más altas. Y esa evolución
que nos lleva desde el átomo a la autoconciencia es un proceso unitario de
saltos cualitativos, y los saltos cualitativos se producen a medida que se da
una mayor complejización cuantitativa.
Cierto, la mente y los factores sociales
que la condicionan contribuyen también a modelar el cerebro, por eso que llaman
“plasticidad” del cerebro. Hay una cierta interacción: del cerebro emerge la
mente, y la mente actúa sobre el cerebro. La mente o “espíritu” también hace
ser en alguna medida al cerebro que nos hace ser inteligentes o espirituales.
Los sentimientos, los pensamientos y la conciencia son sin duda más que mera
biología (células, genes y neuronas), y la biología es sin duda más que mera
química (átomos, moléculas, sustancias).
Pero la psicología existe gracias a la
biología y no puede existir sin ella, ni la biología sin la química. La mente o
“espíritu” no puede ser sin el cerebro. Dependemos de las neuronas para reír y
llorar, pensar y hablar, recordar y proyectar, confiar y temer, amar y odiar,
ser fieles o infieles, valientes o cobardes. Y para creer y orar, amar e
imaginar a Dios para bien o para mal. Nos diferenciamos de las lombrices por el
número de neuronas y de conexiones neuronales. Somos más que neuronas, pero
siempre por medio de las neuronas, y de los átomos y las moléculas que las
forman.
Hay más. Las neurociencias no solo
estudian el cerebro, sino que abren caminos para cambiarlo profundamente. Lo
que ayer era insospechable es hoy realidad. Lo que hoy solo se empieza a
barruntar, e infinitamente más, algún día será realidad. Que sea para bien o
para mal, he ahí la cuestión. Pero será. Hace tres meses, en marzo del 2016, 20
años después de que un ordenador venciera al mejor jugador de ajedrez de la
época, Gary Kasparov, el programa AlphaGo de Google ganó por 4 a 1 uno al
surcoreano Lee Sedol, el mejor jugador mundial de go, una especie de ajedrez
oriental que consiste en ir colocando piedras negras y blancas sobre las
casillas de un tablero. Parece sencillo, pero debe de ser más complicado que el
ajedrez convencional. Pues bien, un ordenador le puede al cerebro humano mejor
preparado.
Y la capacidad del ordenador aumentará
sin medida. Stephen Hawking no alberga ninguna duda de que este hecho tendrá
lugar, sino sobre si cuando tenga lugar será beneficioso para nosotros. En
septiembre de 2015, dijo en una entrevista: “Los ordenadores superarán a los
humanos gracias a la inteligencia artificial en algún momento de los próximos
cien años. Cuando eso ocurra, tenemos que asegurarnos de que los objetivos de
los ordenadores coincidan con los nuestros”.
¿Pero no podrán igualmente mejorar las
capacidades del cerebro humano? Éste ya es absolutamente portentoso, con sus
100.000 millones de neuronas y 500 billones de conexiones entre ellas (conexión
más, conexión menos). Nada impide, sin embargo, pensar que sus capacidades
puedan aumentar y sus prestaciones “mejorar” indefinidamente, gracias, por
ejemplo, a implantes de nanorobots invisibles. Y entonces ¿qué seremos? Çuando
nuestro cerebro actual llegue a ser o lo hagamos ser mucho más capaz… ¿seremos
aún humanos? La pregunta es ineludible, como ineludible parece la futura
interacción y simbiosis creciente entre el cerebro y el robot. Cuando Nicholas
Negroponte, hace 30 años, predijo libros electrónicos y videoconferencias,
nadie le creyó; hace unos meses anunció que podremos aprender idiomas con solo
tomar una pastilla, que instalará un nanochip en nuestro cerebro. Así será con
todo.
¿Con todo? ¿También con nuestras
cualidades “espirituales”: conciencia, libertad, inteligencia, amor? ¿Y por qué
no? Todas las funciones que llamamos “espirituales”, insisto, emergen de lo que
llamamos materia: de menos surge más, gracias a relaciones u organizaciones más
complejas. Pero es ingenuo –y sería descorazonador– pensar que, con nuestra
especie humana, la evolución ha llegado al máximo grado de capacidad cerebral o
neuronal, al máximo grado de desarrollo “espiritual”, a la última
“singularidad” posible... ¿Qué nos permite pensar, además, que no puedan
existir ya en algún lugar de este o de otros universos otros seres más
“espirituales” que nuestra especie sapiens? En cualquier caso, la evolución
prosigue, con una peculiaridad: la de que la especie humana se ha convertido
ahora –esto no lo sospechó Darwin– en el factor decisivo de su propia evolución
y de la evolución de la vida en general en todo el planeta. ¿Hasta dónde
llegaremos? Y vuelve la pregunta más inquietante: ¿Será para bien del ser
humano y de la comunidad de los vivientes? ¿Qué habremos ganado con todos
nuestros progresos si no nos llevan a cuidar mejor la vida en su conjunto?
El horizonte está lleno de enormes
amenazas y de inmensas posibilidades. Todo nos llama a dar un gran salto más
allá de nuestros esquemas y conductas tan estrechas, de nuestros intereses tan
egoístas, tan engañosos al final. No habrá esperanza para nuestra especie y
para todas las especies que dependen cada vez más de nosotros, mientras no
superemos nuestro actual nivel “espiritual” de conciencia y libertad. Y no lo
logramos solo con las ciencias, pero tampoco sin ellas. Ciencia, educación,
política, espiritualidad… todo nos hará falta para ser espirituales o más
sabios.
Solo seremos sabios cuando seamos humildes, cuando nos sepamos tierra, humus, misteriosa “materia” dotada de movimiento y relación y gracias a ello de infinita creatividad, de posibilidad de ser más, de misterioso “espíritu” emergiendo de la materia. Seremos sabios cuando queramos y podamos ser de verdad hermanas, hermanos de todos los seres. Y es posible que para eso tengamos que dejar de ser esta especie que hoy llamamos muy impropiamente homo sapiens.
José Arregi