Un cuento de Jorge Bucay
Latif era el hombre más pobre de la aldea. Cada noche dormía
donde podía, bajo un improvisado techo o bien frente a la plaza del pueblo.
Cada día se recostaba debajo de un árbol, con la mano extendida y la mirada
perdida esperando que algún transeúnte le dejara una mínima limosna y solo
comía de lo que la gente del pueblo le traían. Sin embargo, a pesar de su
aspecto y de su forma de vida, Latif por ser anciano era considerado como el
hombre más sabio del pueblo. Una mañana el rey rodeado por sus guardias
apareció en la plaza, caminaba entre los puestos con el deseo de hacer algunas
compras y de repente tropezó con Latif, que dormía a la sombra de una encina.
Alguien le dijo al Rey que Latif era el hombre más pobre del pueblo, pero que
era muy respetado por su sabiduría. El rey se acercó al mendigo y le dijo:
-Si me contestas una
pregunta te doy esta moneda de oro. Latif lo miró, despectivamente, y le dijo:
- No hace
falta, puedes quedarte con tu moneda, para qué la querría yo. Dime, ¿cuál es tu
pregunta? Había un problema que el rey no podía solucionar y hacía varios días
que lo angustiaba. Un problema de bienes y recursos que sus analistas no habían
podido solucionar.
La repuesta de Latif fue justa y creativa. El rey se
sorprendió dejó la moneda de oro a sus pies y se fue meditando sobre lo
sucedido.
Al día siguiente el rey volvió a ver a Lafit, este como de
costumbre descansaba, debajo de un árbol.
Otra vez el rey hizo otra pregunta, a lo que Latif la
respondió sabiamente.
El soberano volvió a sorprenderse de tanta sabiduría. Se
sentó en el suelo frente a Latif, y le dijo:
-Querido amigo te necesito a mi lado, estoy agobiado por las
decisiones que como rey debo tomar. No quiero perjudicar a mi pueblo y tampoco
ser un mal soberano. Te pido que vengas al palacio y seas mi asesor. Te prometo
que no te faltara nada, y serás respetado.
Después de pensar unos minutos, aceptó la propuesta del rey.
Esa misma tarde llegó Latif al palacio, en donde
inmediatamente le fue asignado un lujoso cuarto a escasos metros de la alcoba
real. En la habitación, una tina llena de agua tibia con esencias lo esperaba.
Durante las siguientes semanas las consultas del rey se
hicieron habituales.
Todos los días y a cualquier hora, el monarca mandaba llamar
a su nuevo asesor para consultarle sobre los problemas del reino, sobre su propia
vida o sobre sus dudas espirituales.
Latif siempre contestaba con claridad y precisión.
El recién llegado se transformó en el interlocutor favorito
del rey.
En poco tiempo ya no había decisión o asunto que el monarca
no consultara con su preciado asesor.
Esto desencadenó los celos de todos los cortesanos que veían
en el mendigo una amenaza para su propia influencia y un perjuicio para sus
intereses.
Un día todos los demás asesores pidieron audiencia al rey.
-Tu amigo Latif, como tú llamas, está conspirando para
derrocarte, dijo uno de ellos.
-No puede ser, dijo el rey. No lo creo.
-Puedes confirmarlo tu mismo, dijeron otros. Todos los días
a las cinco de la tarde, Latif se escabulle del palacio hasta llegar a un
cuarto donde se reúne a escondidas, no sabemos con quién. Le hemos preguntado a
dónde iba y ha contestado con evasivas. Esa actitud terminó de alertarnos sobre
su conspiración.
El rey se sintió defraudado y dolido. Debía confirmar esas
versiones. Esa tarde en el horario previsto, lo aguardaba oculto en el recodo
de una escalera.
Desde allí vio cómo, Latif llegaba a la puerta, miraba hacia
los lados, asegurándose de que nadie lo viera, abría la puerta y se escabullía
sigilosamente dentro del cuarto.
Seguido de su guardia personal el monarca golpeó la puerta.
-¿Quién es? Dijo Latif.
-Soy yo, el rey, dijo el soberano. Ábreme la puerta.
Latif abrió la puerta. No había nadie allí. Ninguna puerta,
o ventana, ninguna puerta secreta, ningún mueble que permitiera ocultar a
alguien.
Sólo había en el piso un plato de madera desgastado, en un
rincón una vara de caminante y en el centro de la pieza una túnica raída
colgando de un gancho en el techo.
-¿Estás conspirando contra mí Latif? Pregunto el rey.
-¿Cómo se le ocurre, majestad? Contesto Latif. De ninguna manera,
¿Por qué lo haría?
-Vienes aquí cada tarde en secreto. ¿Qué es lo que haces
aquí? ¿Para qué vienes a este deplorable cuarto en secreto?
Latif sonrió y se acercó a la túnica rotosa y mal oliente
que pendía del techo. La acarició y le dijo al rey: -Hace sólo seis meses
cuando llegué, lo único que tenía eran esta túnica, este plato y esta vara de
madera. Ahora me siento tan cómodo con la ropa que visto, es tan confortable la
cama en la que duermo, es tan halagador el respeto que me das y tan fascinante el
poder que regala mi lugar a tu lado, que vengo cada día para estar seguro de no
olvidarme de quién soy y de dónde vine.
“Nunca
debemos olvidar quiénes somos y de dónde venimos, en cierto aspecto la vida se
puede transformar en un bumerang y podemos regresar siempre al mismo lugar”