El
jesuita "se ha atrevido a romper tabúes"
Los
enemigos del Papa Francisco
"Un
papa como Francisco encarna esperanza, la convicción de que el fanatismo no
tendrá nunca la última palabra"
Bien haría Francisco en protegerse de
los elementos reaccionarios que aún pululan -aunque lo disimulen- por la
Iglesia
Es evidente que el peor enemigo de la
anhelada renovación eclesial, teológica y espiritual emprendida por el Papa
Francisco reside en el seno de la propia Iglesia.
La elección de Francisco supuso un duro
golpe para las corrientes más integristas de la Iglesia Católica, compuestas
mayoritariamente por grupos de características sectarias, escasa preparación
intelectual y voraces ansias de poder. Por fortuna, un papa jesuita,
perteneciente a una de las órdenes más prestigiosas del catolicismo, alabada
por su erudición y por la magnífica apertura que lideró el padre Arrupe, se ha atrevido a romper tabúes que parecían
inquebrantables.
Su exhortación apostólica Amoris
Laetitia constituye una verdadera revolución metodológica en la
teología moral. Los comentaristas suelen detenerse en cuestiones específicas,
sin reparar en que la novedad de este documento estriba en el giro de ciento
ochenta grados que promueve en la interpretación de la ética cristiana.
A partir de ahora, preguntas como la
legitimidad del uso de los anticonceptivos, cuya sola formulación eriza a los
integristas, pierden vigor. Por supuesto que un fiel católico puede escoger
libremente usar anticonceptivos (se llama libertad, se llama responsabilidad,
se llama sentido común, se llama derecho a disfrutar de la sexualidad y a
vivirla sin prejuicios atrabiliarios y obsesiones retrógradas); por supuesto
que un divorciado vuelto a casar puede comulgar ("Tomad y comed todos de
él", dijo -hipotéticamente- Jesús); por supuesto que la Iglesia no tiene
autoridad alguna para elaborar dictados infantilistas y elencos rabínicos de
dogmas morales que adocenen a la feligresía católica.
Demasiada prudencia, demasiado miedo a
expresar opiniones propias, demasiado fervor inquisitorial, demasiada
hipocresía, demasiada condena indiscriminada, demasiado alejamiento de las
palabras y el ejemplo de Jesús, demasiado enquistamiento en esclerotizadas
estructuras medievales que responden a espurios orígenes políticos.
Como ha escrito José Antonio Pagola,
"Somos víctimas de la inercia, la cobardía o la pereza. Un día, quizás no
tan lejano, una iglesia más frágil y pobre, pero con más capacidad de
renovación, emprenderá la transformación del ritual de la eucaristía, y la
jerarquía asumirá su responsabilidad apostólica para tomar decisiones que hoy
no nos atrevemos a plantear".
Ese temor a equivocarse, ese apego a la
pureza doctrinal, esa cercanía al poder y a la riqueza, ese escándalo
permanente que ha personificado parte de la jerarquía católica, contrasta
clamorosamente con las exhortaciones del Papa Francisco, nuevo Juan XXIII,
quien dice: "Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el
temor a encerrarnos en unas estructuras que nos dan una falsa contención, en
las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos
sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos
repite: "Dadles vosotros de comer"(Mc 6,37. - EG, 46-49).
Faltan, claro está, reformas de mayor
calado, como el acceso de la mujer al sacerdocio (cuya exclusión resulta
injustificable teológicamente, pues Jesús no ordenó a nadie ni eligió a doce
apóstoles -en ningún momento se llama en los Evangelios apóstoles al grupo de
los Doce, símbolo del Nuevo Israel-) y la desclericalización de la Iglesia
(lacra que confunde tendenciosamente jerarquía con Iglesia y establece
distinciones anti-evangélicas entre "Iglesia docente" e "Iglesia
discente"), pero la línea que sigue el papa Francisco va en la buena
dirección. Sólo así el famoso invierno eclesial contra el que alertó Karl
Rahner se convertirá en una auténtica primavera.
Cualquier persona comprometida con el
avance de la humanidad sólo puede felicitarse por semejante audacia, impensable
hace unas pocas décadas, cuando la Iglesia permanecía aprisionada por el
rigidismo doctrinal y pastoral de Juan Pablo II, sin duda el papa más lesivo
para los teólogos y el pensamiento libre desde Pío XII.
Juan Pablo II humilló intolerablemente a
los mejores pensadores católicos de la época (Bernhard Häring, Hans Küng,
Leonardo Boff, Edward Schillebeeckx, Jacques Dupuis, Marciano Vidal...), como
Pío XII había hecho con los más conspicuos exponentes de la Nouvelle Theólogie
(Yves-Marie Congar, Marie-Dominique Chenu...), genuinos precursores del Vaticano
II, un concilio donde los teólogos se rebelaron valerosamente contra los
intentos de la curia por secuestrar las sesiones y marchitar los documentos.
En pontificados anteriores, la
Congregación para la Doctrina de la Fe había retomado las prácticas más
perversas heredadas del Tribunal del Santo Oficio y se había dedicado
eficazmente a infundir un temor paralizante en los teólogos. Medraron los
mediocres, los que se limitaron a repetir catecismos y doctrinas fosilizadas,
los que renunciaron a pensar por cuenta propia y petrificaron la labor
teológica.
Por el contrario, los teólogos más
brillantes, los que se afanaron en comprender el Evangelio en diálogo con la
filosofía y la ciencia contemporáneas, hubieron de sufrir toda clase de
amenazas, monita, procesos ordinarios y extraordinarios...
Bien haría Francisco en protegerse de
los elementos reaccionarios que aún pululan -aunque lo disimulen- por la
Iglesia, y que aprovecharán cualquier oportunidad para traicionarle.
Encontrará aliados más fieles para sus reformas
en las órdenes religiosas, que, para beneficio de la humanidad, abandonaron el
sectarismo y abrazaron el espíritu del concilio Vaticano II. Es entre los
jesuitas, los dominicos, los franciscanos, los carmelitas, los agustinos...
donde el papa hallará a quienes le ayuden, teológica y pastoralmente, en la
ejecución de su revolución paulatina.
Para quienes buscamos lo divino más allá
de religiones, iglesias y dogmas, y contemplamos la religiosidad humana desde
una perspectiva ecuménica y no desde el sectarismo confesional, un papa como
Francisco encarna esperanza, la convicción de que el fanatismo no tendrá nunca
la última palabra. Y la Iglesia de Roma, tantas veces enemistada con la
libertad y el conocimiento, puede ahora transformarse en auspiciadora de los
mejores valores de la civilización moderna.