José Ignacio González Faus, sj
“Nos gobiernan con medidas totalitarias,
calificándolas de moderadas”
“Al mercado le es intrínseco el diálogo
y se le opone la anonimidad”
Comercio no es lo mismo que mercado; y
llamar mercado a muchos comercios es algo así como llamar dios a un simple
beato.
Estas líneas quieren ser una defensa de
la llamada economía de mercado, o mejor, “con mercado” porque no todo es
mercadeable: el lenguaje religioso conoce la palabra simonía para denunciar el
comercio de lo que no es mercadeable; el lenguaje laico necesitaría otra
palabra similar para condenar ese mismo comercio inhumano: pues el trabajo
humano o el sexo son tan poco comercializables como las indulgencias…
Peor eso, para no engañarnos,
necesitamos una clara definición de los términos. Al mercado le es intrínseco
el diálogo. Lo más opuesto al mercado es la anonimidad: ésta falsea la economía
de mercado en economía de engaño. Dos anécdotas personales aclararán esto,
aunque son un poco simplistas.
Hará unos 30 años, en Egipto, quise
comprar algún regalo. No recuerdo ya qué compré, pero sí que, cuando el
vendedor me dijo un precio y eché mano a la cartera para pagar, me gritó
sorprendido: “señor, ¿no dialogamos?”. No soy buen regateador, pero al final
pagué casi un 20% menos.
Años después tuve que coger un avión
para A Coruña. Era un sábado y el vuelo llegaba a destino ya de noche. Al pasar
esos estúpidos controles, (puestos para proteger a los aviones más que a los
pasajeros), me quitaron un envase de espuma de afeitar. Intenté explicar al
empleado que al día siguiente era domingo, que no podría comprar otro en Coruña
y debía estar presentable aquella mañana. -“No se preocupe; ahora al pasar,
podrá comprarse en el duty free, otro de dimensiones permitidas”.
Entro en aquella especie de palacio
hueco, y me sacan un lote de tres envases. Le digo al dependiente que sólo
quiero uno, que viajo muy poco en avión y no voy a necesitar tres. -“Lo siento,
señor, pero el lote es de tres, y si no se lleva éste no hay nada”. Total:
pagué el triple de lo que necesitaba.
Ahí se atisba la diferencia entre
mercado y estafa, por muy elegante que fuera el recinto de ésta y muy sencillo
que fuese el de aquél.
Y bien, cuando Adam Smith hizo su elogio
de la mano invisible del mercado se refería al primero de mis episodios, no al
segundo. En ese primer caso, como arguye Smith, no me importa que el tendero se
mueva por su interés, dado que yo también puedo moverme por el mío y, del
encuentro de esos dos intereses, puede salir lo mejor para cada uno. La famosa
“mano invisible” son los rostros bien visibles y dialogantes de los
interlocutores.
En cambio, en el segundo caso, esa
anonimidad sin diálogo de la mayoría de las compraventas actuales facilita la
imposición o el engaño, que permiten buscar el máximo beneficio de uno solo, a
costa del otro: pues el contacto no lo tengo con el verdadero vendedor (que puede
estar muy lejos), sino con alguien que quizá ni le conoce ni es dueño del
producto que me vende. ¡Qué expresiva resulta aquí la expresión “el
dependiente”, cuando el mercado requiere interlocutores independientes! Aquí
ninguna mano invisible armoniza nada. A menos que se oculte bajo la porra bien
visible de algún policía.
Comprendo que esas compras cuantiosas en
grandes almacenes, o de productos lejanos, tienen hoy muchas ventajas. Pero
aquí sólo discutimos si merecen el santo nombre de mercado. Comercio no es lo
mismo que mercado; y llamar mercado a muchos comercios es algo así como llamar
dios a un simple beato. La física enseña que la cantidad puede producir cambios
cualitativos y de nombre: al agua, por debajo de los cero grados se le llama
hielo y, por encima de los cien, vapor. Y sería trágico si me dan vapor de agua
para beber y hielo para bañarme.
Eso muestra que “el nombre de la cosa”
(parodiando un título de H. Eco) puede falsificarla. Y si comprendemos que
estamos llamando mercado a lo que no es más que imposición, engaño o monopolio,
podríamos preguntarnos si vivimos realmente en una democracia o en una
pseudocracia. Y como hoy la cultura se ha convertido en “servidora de la
economía” (“ancilla theologiae” decían antaño de la filosofía), y como la
cultura postmoderna, tan humilde ella, nos dice que propiamente la verdad no
existe, pues lo importante ya no es si tenemos economía de mercado o
democracia, sino si nos creemos que las tenemos. Lo importante es “el nombre de
la cosa”.
Veámoslo si no, en una de las frases más
aceptables que ha dicho Mariano Rajoy: “en estos momentos necesitamos un
gobierno moderado”. Soy tan tonto que al oírla pensé que estaba anunciando su
dimisión. Porque nadie puede llamar moderada a una injusta ley de “reforma” (?)
laboral, digna de la extrema derecha franquista, que deja el trabajo totalmente
a merced del capital.
Nadie pretenderá que es moderada esa
“ley mordaza” digna también de la época del TOP. Ni que la culpable tibieza
ante el tsunami de la corrupción merezca el calificativo de moderada. Ni que
sea moderación impugnar unas leyes catalanas (o de otras comunidades) que
buscan paliar escandalosas situaciones de pobreza y sufrimiento. Ni que recibir
unos setenta inmigrantes en vez de 18000 merezca ese atractivo calificativo de
moderado…
Pero así es como nos gobiernan con
medidas totalitarias: calificándolas de moderadas. Otra vez: lo importante es
“el nombre de la cosa”. La “cosa en sí”, ya decía Kant que es inaccesible y no
nos importa.
Aunque san Pablo habría dicho más bien
que “los hombres deforman la verdad con la injusticia” (Rom 1,18)…