Desde el día 5 de este mes de agosto Río de Janeiro es la sede de los Juegos Olímpicos de 2016. Se ha creado una inmensa infraestructura de arenas, estadios, nuevas avenidas y túneles que dejarán un legado inolvidable a la población carioca.
La apertura y la clausura son ocasión de
grandes celebraciones, en las cuales el país que hospeda intenta mostrar lo
mejor de su arte y singularidad. La apertura esta vez fue de un esplendor
inigualable, a semejanza de los grandes desfiles de las escuelas de samba. Los
efectos de luces y de imágenes proyectadas en pantallas enormes creaban una
atmósfera de mágica y casi surrealista, provocando en muchos lágrimas de
emoción.
El momento principal fue el desfile de
las delegaciones de 206 países, un número mayor que el de los países
representados en la ONU, que son 193. Cada delegación desfilaba con trajes
típicos de sus pueblos, destacándose por sus colores vistosos y elegantes, los
trajes africanos y asiáticos.
Sabemos que en todas las relaciones
sociales e internacionales subyacen intereses y maniobras de poder. Pero aquí,
en los Juegos Olímpicos, si existieron, fueron prácticamente invisibles.
Predominaba el espíritu deportivo y olímpico por encima de las diferencias
nacionales, ideológicas y religiosas. Aquí todos estaban representados, hasta
un grupo, muy aplaudido, de refugiados que hoy inundan especialmente Europa.
Tal vez este evento sea uno de los pocos espacios en los cuales la humanidad se
encuentra consigo misma, como una única familia, anticipando una humanización
siempre buscada pero nunca definitivamente mantenida porque todavía no hemos
avanzado en la conciencia de que somos una especie, la humana, y tenemos un
único destino común junto con nuestra Casa Común, la Tierra.
Este tal vez sea el mensaje simbólico
más importante que un evento como este envía a todos los pueblos. Más allá de
los conflictos, diferencias y problemas de todo tipo, podemos vivir
anticipadamente y, por un momento, la humanidad que finalmente se humanizó y
encontró su ritmo en consonancia con el ritmo del propio universo. Este es uno
y complejo, hecho de redes incontables de relaciones de todos con todos,
constituyendo un cosmos en cosmogénesis, gestándose continuamente a medida que
se expande y se complejiza. A este ritmo no escapa tampoco la humanidad.
Los Juegos Olímpicos nos invitan a
reflexionar sobre la importancia antropológica y social del juego. No pienso
aquí en el juego que se volvió profesión y gran comercio internacional como el
futbol, el baloncesto y otros, que son más bien deportes que juegos. El juego,
como dimensión humana, se revela mejor en los medios populares, en la calle o
en la playa o en algún espacio con hierba o con arena. Este tipo de juego no
tiene ninguna finalidad práctica, pero lleva en sí mismo un profundo sentido
como expresión de alegría de divertirse juntos.
En los Juegos Olímpicos impera otra
lógica, diferente de la cotidiana de nuestra cultura capitalista, cuye eje
articulador es la competición excluyente: el más fuerte triunfa y, en el
mercado, si puede, se come a su concurrente. Aquí hay competición, pero es
incluyente, pues participan todos. La competición es para el mejor, apreciando
y respetando las cualidades y el virtuosismo del otro.
La tradición cristiana desarrolló toda
una reflexión sobre el significado transcendente del juego. Quiero concentrarme
un poco sobre ella. Las dos Iglesias hermanas, la latina y la griega, se
refieren al Deus ludens, al homo ludens e incluso a la eccclesia ludens (Dios,
el hombre y la Iglesia lúdicos).
Veían la creación como un gran juego de
Dios lúdico: hacia un lado lanzó las estrellas, hacia otro el sol, más abajo
puso los planetas y con cariño colocó la Tierra, equidistante del Sol, para que
pudiese tener vida. La creación expresa la alegría desbordante de Dios, una
especie de teatro en el cual desfilan todos los seres y muestran su belleza y
grandeur. Se hablaba entonces de la creación como un theatrum gloriae Dei (un
teatro de la gloria de Dios).
En un bello poema dice el gran teólogo
de la Iglesia ortodoxa Gregorio Nacianceno (+390): «El Logos sublime juega.
Engalana con las más variadas imágenes y por puro gusto y por todos los modos,
el cosmos entero». En efecto, el juguete es obra de la fantasía creadora, como
lo muestran los niños: expresión de una libertad sin coacción, creando un mundo
sin finalidad práctica, libre del lucro y de beneficios individuales.
«Porque Dios es vere ludens
(verdaderamente lúdico) cada uno debe ser también vere ludens, aconsejaba, ya
mayor, uno de los más finos teólogos del siglo XX, Hugo Rahner, hermano de otro
eminente teólogo, que fue profesor mío en Alemania, Karl Rahner.
Estas consideraciones sirven para
mostrar cómo puede ser sin nubarrones y sin angustia nuestra existencia aquí en
la Tierra, al menos por un momento, especialmente cuando se vislumbra en la
belleza de las diferentes modalidades de juegos la misteriosa presencia de un
Dios lúdico. Entonces no hay que temer. Lo que nos bloquea la libertad y la
creatividad es el miedo.
Lo opuesto a la fe no es tanto el
ateísmo sino el miedo, especialmente el miedo a la soledad. Tener fe, más que
adherirse a un conjunto de verdades, es poder decir, siguiendo a Nietzsche, “sí
y amén a toda la realidad”. En lo profundo, la realidad no es traicionera, sino
buena y bonita, alegre acogedora. Alegrarse por formar parte de ella lo
expresamos en el juego, y, de forma universal, en los Juegos Olímpicos. Tal vez
éste sea su sentido secreto.