La capacidad de olvido es parte de un mecanismo de sobrevivencia.
Las grandes tragedias tienen un efecto particular:
nos dan una vía emocional para canalizar la frustración y la rabia acumuladas a
lo largo de nuestra existencia, provocadas en su mayoría por una incapacidad
atávica de confrontar aquello que nos ofende como seres humanos por comodidad,
por miedo o por esa pasividad que nos va ganando mientras se disipan los ecos
del hecho que nos conmueve. Entonces construimos barreras mentales para no
saber, no sentir, no actuar.
Ciertos eventos espectaculares nos hacen reaccionar
con todo nuestro arsenal de sentimientos y una empatía sublimada por la
distancia física y la cercanía mediática. Y sufrimos por víctimas lejanas, lo
cual no tendría nada de malo si no fuera porque aquellas tragedias cercanas,
las ocurridas a pocas cuadras de nuestro hogar, nos dejan totalmente
indiferentes.
Expertos en el arte de la evasión, rechazamos el
contacto con la realidad sin tener en cuenta que esa realidad supuestamente
ajena y extraña a nuestro entorno nos está cercando, nos toca en directo y
termina por transformar nuestra vida en todos sus aspectos. Hacemos esfuerzos
desproporcionados por enfocar nuestra atención en los mínimos puntos
porcentuales de avances relativos con tal de no ver los grandes retrocesos en
los temas cruciales.
Guatemala cruza por una crisis mucho mayor que la
totalidad de sus fragmentos. En otras palabras: la situación de la niñez y la
juventud, la marginación de los pueblos originarios, la discriminación de la
mujer en los espacios de decisión, el desastre ecológico a nivel del
territorio, las explotaciones incontroladas de su riqueza mineral y tantas
otras fuentes de conflicto –como el tema agrario o una legislación pendiente
sobre el derecho al uso del agua- conforman un cuadro global más grave de lo
que el ciudadano percibe a simple vista.
Como un ejercicio interesante para adentrarse en el
pensamiento del habitante urbano –principal emisor de opiniones, juicios y
pronósticos- es conocer su grado de conocimiento sobre ciertos temas. Por
ejemplo, algo cercano como la vida de las familias que habitan el vertedero de
la zona 3, sobreviviendo en ese foco de contaminación y abandono. Allí, en
donde los niños se disputan los despojos con los zopilotes en una atmósfera
putrefacta, sin mayores perspectivas de escapar para tener una vida saludable,
educarse y desarrollar sus habilidades como todo ser humano.
Se ha demostrado que la niñez no es un tema “de
plaza” . Tampoco lo es el estado de los ríos o las fuentes de abastecimiento de
agua, ni llega a la plaza la demanda por una ley que proteja a las trabajadoras
de casa particular, muchas de las cuales viven en una situación de esclavitud
de hecho, aunque disfrazada con un barniz de condescendencia ladina. ¿Temas de
plaza? Muchos más, como el acceso a una educación de calidad para la totalidad
de la población infantil, alimentación garantizada para evitarles el daño
producto de la desnutrición crónica, protección contra la violencia sexual y
acceso a los servicios de salud.
Por supuesto es más cómodo encerrarse a escuchar
las noticias que vivirlas. Pero ninguna sociedad avanza sobre el silencio de
sus integrantes y el de una prensa para la cual ciertos temas carecen de
relevancia o de impacto en sus estadísticas de preferencia.
Las tragedias ajenas son importantes pero sobre las
propias es posible actuar y contribuir a minimizar sus efectos. Guatemala es
uno de los países más vulnerables del mundo y está entre los menos
desarrollados en temas sustantivos, como la niñez. La indiferencia no es una
opción.
Telesur