Nunca
marchen hijos. Nunca una pandereta, ni un tonel, ni un bombo, o una lira lleven
entre sus manos. Vuélvanse punk si quieren, déjense el pelo hasta el piso, rían
con locura, abracen árboles –los necesitarán siempre-, hijos míos. Nunca den
pasitos, bailes estructurados, muevan un bastón o carguen una espada –ésta la
tienen adentro-. No lleven un gorro rígido, menos un cincho que no les agarre
la papada. Salten, rápense, pedaleen y observen con el corazón, -no hay redoblante adentro-. Hagan lo que
quieran, mis chavos queridos, pero no fijen su mirada, no congelen sus ojos, no
hagan mueca dura, cara crítica; no frunzan el ceño. No hijos, sonrían, lloren,
sorpréndanse y encórvense de vez en cuando (la vida no es una vara, un puño, ni
una regla). Caminen como si sus pasos fueran música en la misma armonía que su
respiro. Latan lejos, nunca raspen el botín –el piso no se desgasta-. Huyan
queridos, y váyanse a arar a ese mar que no les alcanza, hagan buches a
contracorriente y piensen, sobre todo piensen, porque eso los hará libres y los
dejará dar el paso para después sentir sin ese esqueleto desmoronado al que
solemos llamar uniforme. No marchen, márchense si pueden, y si no, quédense a
cantarnos a todos los que somos ciegos en la corteza del alma; mientras soplamos
para oírnos más de cerca, en lo que nos lleva el olvido en esa marcha
transparente a la que solemos llamar viento. No marchen, vuelen.