¿Por qué no calmaste
el huracán Matthew?
Cuando vemos en las primeras páginas de los periódicos la
devastación que ha producido ahora en octubre el huracán Matthew en Haití y en
Estados Unidos destruyendo ciudades, derribando árboles, arrastrando
automóviles y matando a cientos de personas, los que creemos, nos preguntamos
angustiados:
«Dios, ¿dónde estabas en el momento en que la furia
asesina del huracán Matthew se abatió sobre Haití y los Estados Unidos? ¿Por
qué no usaste tu poder para amainar la virulencia destructora de aquellos
vientos y de aquellas aguas enemigas de la vida? ¿Por qué no interviniste, si
podías hacerlo?».
«Al menos permitiste a los haitianos el tiempo suficiente
para recuperarse de la devastación que supuso el terremoto de 2010 donde miles
y miles de personas murieron sepultadas y vieron sus ciudades y casas
destruidas. ¿Por qué ahora enviaste otro látigo para azotar y matar?»
«Tu bien sabes, Señor, que el pueblo haitiano es uno de
los más pobres del mundo. Los negros, conocieron todo tipo de discriminación.
Fueron oprimidos por dictadores feroces que hacían de las matanzas política de
Estado. Todo lo sufrieron, todo lo soportaron. No desistieron. Caídos, en medio
del polvo y las ruinas se estaban levantando. Y ahora han sido azotados de
nuevo por la naturaleza rebelada. ¿Dónde está tu piedad? ¿No son tus hijos e
hijas especialmente queridos porque representan al Cristo crucificado?».
No entendemos los designios de Aquel que se reveló como
Padre de infinita bondad. Él puede ser Padre de una forma misteriosa que no
conseguimos comprender. Bien dicen las Escrituras: “Él es demasiado grande para
que lo podamos conocer” (Job 36,26).
Mucho menos pretendemos ser jueces de Dios. Pero podemos
gritar como Job, Jeremías, y el Hijo del Hombre en el Huerto de los Olivos y en
lo alto de la cruz. Jesús, quejándose, exclamó: “Dios mío, Dios mío, por qué me
has abandonado?” (Mc 15,34)”?
«Nuestros lamentos no son blasfemias, sino un grito humilde e insistente a Dios: ¡Despierta! No de olvides de la pasión de aquellos que actualizan la Pasión de tu hijo bienamado».
Seguramente las invectivas de Job contra Dios por causa
del sufrimiento incomprensible y las lamentaciones de Jeremías viendo a
Jerusalén conquistada, el templo destruido y el pueblo, marchando esclavo hacia
el exilio en Babilonia, fueron incluidas entre las Escrituras judeocristianas
para que nos sirviesen de ejemplo.
Podemos gritar como Job y lamentarnos como Jeremías. Más
aún, podemos, al límite de la desesperación, gritar como Jesús en la cruz,
experimentando el infierno de la ausencia de Dios, al que siempre llamaba
“Abba”, Papá. Y Él guardó silencio y no lo libró de la muerte en la cruz.
Semejante lamentación, como la nuestra, la expresó
conmovedoramente el Papa Benedicto XVI cuando visitó el 28 de mayo de 2006 el
campo de exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau donde más de un millón de judíos
y otras personas fueron enviados a las cámaras de gas:
«Cuantas preguntas surgen en este lugar. ¿Dónde estaba
Dios en aquellos días? ¿Por qué guardó silencio? ¿Cómo pudo tolerar este exceso
de destrucción, este triunfo del mal? Nos viene a la mente el Salmo 44 que
dice: “nos has aplastado en la región de los chacales y nos has envuelto en la
mortaja de las tinieblas. Por tu causa estamos en peligro de muerte cada día,
nos tratan como ovejas destinadas al matadero. ¡Despierta. Señor! ¿Por qué
duermes? ¡Levántate! (Sl 44, 20.23-27)” ».
Como nunca antes, el Papa Benedicto XVI se mostró un
finísimo teólogo que, como hombre de fe y sensible, osó quejarse ante Dios.
Aunque guardemos un noble silencio delante de tanto
dolor, perseveramos en la fe como Job, Jeremías y Jesús. Job llegó a decir:
“Aunque que me mates, Señor, aun así sigo confiando en ti. Antes te conocía
solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos” (42,5). La última palabra de Jesús
fue: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lucas 23,46). Y Dios lo
resucitó para mostrar que el dolor, aun siendo misterioso, no escribe el último
capítulo de la historia, sino la vida en su esplendor.
En la esperanza, ansiamos aquel día en que “Dios enjugará
las lágrimas de nuestros ojos y ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni
dolor, porque todo eso ya pasó” (Ap 21,4).
Y nunca más habrá tsunamis, ni Katrinas, ni Matthews,
porque surgirá una nueva Tierra, donde el ser humano aprendió a cuidar de la
naturaleza y esta nunca más se rebelará contra él.
Leonardo BOFF