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19 de octubre de 2016

Dios, ¿dónde estabas en ese momento?


 ¿Por qué no calmaste el huracán Matthew?


Cuando vemos en las primeras páginas de los periódicos la devastación que ha producido ahora en octubre el huracán Matthew en Haití y en Estados Unidos destruyendo ciudades, derribando árboles, arrastrando automóviles y matando a cientos de personas, los que creemos, nos preguntamos angustiados:

«Dios, ¿dónde estabas en el momento en que la furia asesina del huracán Matthew se abatió sobre Haití y los Estados Unidos? ¿Por qué no usaste tu poder para amainar la virulencia destructora de aquellos vientos y de aquellas aguas enemigas de la vida? ¿Por qué no interviniste, si podías hacerlo?».


«Al menos permitiste a los haitianos el tiempo suficiente para recuperarse de la devastación que supuso el terremoto de 2010 donde miles y miles de personas murieron sepultadas y vieron sus ciudades y casas destruidas. ¿Por qué ahora enviaste otro látigo para azotar y matar?»


«Tu bien sabes, Señor, que el pueblo haitiano es uno de los más pobres del mundo. Los negros, conocieron todo tipo de discriminación. Fueron oprimidos por dictadores feroces que hacían de las matanzas política de Estado. Todo lo sufrieron, todo lo soportaron. No desistieron. Caídos, en medio del polvo y las ruinas se estaban levantando. Y ahora han sido azotados de nuevo por la naturaleza rebelada. ¿Dónde está tu piedad? ¿No son tus hijos e hijas especialmente queridos porque representan al Cristo crucificado?».

No entendemos los designios de Aquel que se reveló como Padre de infinita bondad. Él puede ser Padre de una forma misteriosa que no conseguimos comprender. Bien dicen las Escrituras: “Él es demasiado grande para que lo podamos conocer” (Job 36,26).

Mucho menos pretendemos ser jueces de Dios. Pero podemos gritar como Job, Jeremías, y el Hijo del Hombre en el Huerto de los Olivos y en lo alto de la cruz. Jesús, quejándose, exclamó: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?” (Mc 15,34)”?

«Nuestros lamentos no son blasfemias, sino un grito humilde e insistente a Dios: ¡Despierta! No de olvides de la pasión de aquellos que actualizan la Pasión de tu hijo bienamado».

Seguramente las invectivas de Job contra Dios por causa del sufrimiento incomprensible y las lamentaciones de Jeremías viendo a Jerusalén conquistada, el templo destruido y el pueblo, marchando esclavo hacia el exilio en Babilonia, fueron incluidas entre las Escrituras judeocristianas para que nos sirviesen de ejemplo.

Podemos gritar como Job y lamentarnos como Jeremías. Más aún, podemos, al límite de la desesperación, gritar como Jesús en la cruz, experimentando el infierno de la ausencia de Dios, al que siempre llamaba “Abba”, Papá. Y Él guardó silencio y no lo libró de la muerte en la cruz.

Semejante lamentación, como la nuestra, la expresó conmovedoramente el Papa Benedicto XVI cuando visitó el 28 de mayo de 2006 el campo de exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau donde más de un millón de judíos y otras personas fueron enviados a las cámaras de gas:

«Cuantas preguntas surgen en este lugar. ¿Dónde estaba Dios en aquellos días? ¿Por qué guardó silencio? ¿Cómo pudo tolerar este exceso de destrucción, este triunfo del mal? Nos viene a la mente el Salmo 44 que dice: “nos has aplastado en la región de los chacales y nos has envuelto en la mortaja de las tinieblas. Por tu causa estamos en peligro de muerte cada día, nos tratan como ovejas destinadas al matadero. ¡Despierta. Señor! ¿Por qué duermes? ¡Levántate! (Sl 44, 20.23-27)” ».

Como nunca antes, el Papa Benedicto XVI se mostró un finísimo teólogo que, como hombre de fe y sensible, osó quejarse ante Dios.

Aunque guardemos un noble silencio delante de tanto dolor, perseveramos en la fe como Job, Jeremías y Jesús. Job llegó a decir: “Aunque que me mates, Señor, aun así sigo confiando en ti. Antes te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos” (42,5). La última palabra de Jesús fue: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lucas 23,46). Y Dios lo resucitó para mostrar que el dolor, aun siendo misterioso, no escribe el último capítulo de la historia, sino la vida en su esplendor.

En la esperanza, ansiamos aquel día en que “Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos y ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo eso ya pasó” (Ap 21,4).

Y nunca más habrá tsunamis, ni Katrinas, ni Matthews, porque surgirá una nueva Tierra, donde el ser humano aprendió a cuidar de la naturaleza y esta nunca más se rebelará contra él.  

   
Leonardo BOFF