EL GRITO DE LOS REFUGIADOS
(En base a nuestra experiencia en los campos de
refugiados en Grecia)
Fernando Bermúdez
Escribo estas líneas con dolor, pasión, ternura e
indignación después de la visita que,
durante mes y medio, hicimos este verano, Mari Carmen y yo, a los campos de refugiados en Grecia. Nos
motivó la solidaridad con la humanidad sufriente y el reconocimiento de la
presencia viva de Jesús en los sintecho, migrantes y refugiados, que son los
crucificados de la historia de nuestro tiempo.
Mari Carmen y yo vivimos hace más de treinta años una
experiencia similar con los refugiados guatemaltecos en Chiapas y Yucatán
(México). Fuimos testigos del dolor de quienes se vieron forzados a huir de su
tierra, cruzando montañas, selvas y ríos, para salvar la vida frente a la
política de tierra arrasada y las horribles masacres cometidas por el ejército
durante la dictadura militar. Al escuchar aquellos testimonios salimos muy
impactados. Nunca nos habíamos imaginado que existiera tanta crueldad en el
corazón del ser humano.
Ahora hemos revivido aquellos tiempos al entrar en
contacto con los refugiados que huyen de la guerra en Oriente Medio. El
fenómeno de
los refugiados sirios es el mayor drama humano desde la
Segunda Guerra Mundial, según Amnistía Internacional. Son 65 millones de refugiados
en todo el mundo, según ACNUR, siendo Siria uno de los países más afectados con
casi 6 millones de refugiados y cinco millones de desplazados internos.
Duele este mundo. Duele la injusticia. Duelen las
guerras. Duele el sufrimiento de la gente. Duele la falta de sensibilidad y
solidaridad para abrir fronteras y acoger a los que reclaman ayuda y quieren
vivir en paz y con dignidad.
El trabajo de los voluntarios en los campos de refugiados
en Grecia no solo se limita a la asistencia. Hay otra tarea tan importante como
la comida o la distribución de ropa, calzado o medicamentos. Se trata de
escuchar y dar cariño a personas que vienen sufriendo más de cinco años de
guerra, que han perdido a familiares y amigos a manos del ISIS (estado islámico en inglés) o por los bombardeos del gobierno Bashar al
Assad y sus aliados, que han hecho un viaje durísimo en donde también han visto
morir a compatriotas ahogados en la travesía del mar. Todos hemos visto al niño Aylán
Kurdi muerto sobre la arena de la playa. Después de él otros 447 niños murieron
ahogados en la travesía del mar.
Entre los testimonios recogidos aparece la triste
experiencia de la no acogida en el continente europeo que ellos tenían
idealizado. Se sienten rechazados, excluidos, olvidados por una Europa que ha encallecido su alma. En
medio de este abandono y desesperanza los refugiados nos veían a los
voluntarios como hermanos solidarios. Por eso los niños corrían detrás nosotros
para jugar o darnos un abrazo. Necesitan ser acogidos, valorados y queridos.
Los refugiados agradecen sobremanera la
presencia de los voluntarios. “¿Qué sería de nosotros sin ustedes?”, nos
decían. Un refugiado de Palmira
comentaba que el día que llegue la paz a Siria le gustaría que fueran
los voluntarios y las pequeñas ONGs que los han acompañado a celebrar con ellos
una gran fiesta.
Casi todo el tiempo que estuvimos en los campos de
refugiados nos dedicamos a visitar jaima por jaima, a hablar con la gente y
recoger testimonios, que pronto publicaremos en un librito. Nuestra sociedad debe conocer el clamor de los refugiados. Escuchándoles,
quedamos impactados. A veces ni dormir podíamos después de haber escuchado sus
vivencias. Unos huyen de las masacres del llamado Estado islámico. Los kurdos
han sido los más perseguidos por los yihadistas. Violaban a las mujeres,
decapitaban a los hombres y quemaban vivos a los niños.
Otros huyen de los bombardeos del gobierno sirio apoyado
por Rusia y de Estados Unidos, sobre
todo en las ciudades de Damasco, Palmira y Alepo. Más de cuatro millones de
personas deambulan de un lugar a otro dentro de Siria huyendo de la muerte, sin
encontrar un lugar seguro.
Pueblos enteros salieron huyendo por las montañas,
pasando hambre y sed y durmiendo a la intemperie, para entrar en Turquía, donde
fueron también maltratados por la policía.
En medio de muchas dificultades
lograron llegar a la costa en Esmirna y de ahí, pagando grandes sumas de dinero a las mafias, tomaron una lancha plástica hacia las islas
griegas. Muchos murieron ahogados en la travesía del mar.
Los que lograron salir a Jordania, Líbano, Turquía o
Grecia son, de alguna manera, dichosos. Pero lo triste es que Europa permanece
impasible ante este drama. En vez de abrir sus fronteras para dar acogida
solidaria a los refugiados, los tiene viviendo en condiciones deplorables en
esos “campos de concentración”.
En tiempo de lluvia el agua inunda las tiendas de
campaña. Duermen sobre mojado. Y sobre todo sin esperanza debido a que la Unión
Europea les ha cerrado las puertas. “¡Abran las fronteras!”, fue el grito de
miles de jóvenes griegos y europeos de distintos países en la Caravana de
Solidaridad a la que acompañamos en Grecia entre los días 15 a 24 de julio y a la que se sumaron multitud de
refugiados. A este grito se sumaba también el de “¡Parad la guerra!”. La guerra no es nuestra,
obedece a los intereses geopolíticos y económicos de las grandes potencias, nos
decían.
Y nosotros nos preguntamos: ¿sonará el grito de los
refugiados en la conciencia de nuestros gobernantes y en el corazón de los
creyentes? No sé. Tal vez sí, tal vez no. Pero lo que sí estamos seguros es que ese grito ha llegado al corazón
de Dios. Y está cuestionando a Naciones Unidas, a la Comisión Europea, a los
fabricantes de armas, a nuestro ministerio del Interior… y a todos nosotros:
“La sangre de tus hermanos que ha sido derramada en la tierra me pide a gritos
que haga justicia” (Gn 4,10).