«El
expresidente no te podrá recibir».
— Ay
María, no me diga eso. Llego a Montevideo el lunes...
— No
podrá ser. Se acaba de tomar unos días de licencia en el Senado. No
tiene tiempo para entrevistas.
— Pero...
—Lo
siento…
—¿Y
alguna pequeña posibilidad? Le prometo que la entrevista sería muy
breve.
— Imposible…
María
Minacapilli, la secretaria personal del expresidente de Uruguay José
Mujica, me despide, amable, y cuelga el teléfono. Yo me quedo con
una cara de nomelopuedocreer. Durante las semanas anteriores había
hablado con ella en tres ocasiones: nunca me había confirmado nada,
pero la puerta, que hasta ahora había quedado abierta, con este
llamada se cerraba por completo.
A
punto de salir hacia el aeropuerto de Barcelona con destino a
Montevideo, me acabo de quedar sin entrevista con Pepe Mujica. Es
diciembre, frío invierno en Europa. Tomo un avión para saltar de
hemisferio. Paso por encima del océano Atlántico, y, doce horas
después, llego a un Uruguay en pleno verano. Montevideo me recibe
luminosa, en un día fresco y soleado. La ciudad no está gris como
dice el tópico.
***
—¿Cuánto
me cobraría por ir a Camino el Colorado en Rincón del Cerro?
—¿A
casa del Pepe?
—Sí…
En Montevideo casi todo el mundo sabe donde vive Mujica, «el Pepe», como le llaman aquí. El taxista que accede a llevarme no es la excepción. Acordamos el precio: ida y vuelta por mil pesos uruguayos. La chacra está ubicada en un páramo rural, a unos veinte minutos del centro de la ciudad. Allá vamos: en busca de un encuentro con el expresidente uruguayo. Sin cita previa, peor aún, con la negativa explícita de su secretaria personal. Pero, ¿qué pierdo? La pregunta tiene una respuesta obvia: nada.
Navegamos
hacia las afueras de la ciudad en dirección al oeste. Montevideo se
convierte muy rápido en campo. Mientras avanzamos me pregunto en voz
alta si tendré suerte. El amigo que me acompaña me dispara una
reflexión que me relaja: «La suerte hay que ir a buscarla...».
***
Si
ese estado del alma llamado felicidad se midiera en hectáreas, la de
Pepe Mujica mediría 25. Esa es la dimensión de La Puebla. Su
chacra. Su hogar. Aquí, y no en la lujosa residencia oficial de
Suárez y Reyes, vivió cuando fue el presidente de Uruguay, entre
2010 y 2015.
Aquí
es donde practica, aún hoy a sus 81 años, lo que más le gusta en
la vida: trabajar la tierra; cultivar flores, acelgas, tomates,
hortalizas. Aquí, es donde ha hecho realidad uno de sus sueños:
construir una escuela agrícola para jovencitos sin hogar.
La
Puebla está al final de una vía estrecha y sin pavimentar que se ve
interrumpida por una valla con la palabra «PARE» escrita en negro.
Paramos y mientras bajo del carro —como un mensaje del destino—
lo veo llegar.
Mujica
vuelve a casa conduciendo a toda velocidad su bochito azul turquesa.
Pasa a nuestro lado sin detenerse. El sol se refleja en su frente y
conduce con los ojos achinados, con la cabeza casi pegada al cristal.
Desde
esta entrada no es posible ver la casa de Mujica. Está como
escondida detrás del muro natural que forman los árboles altísimos
que la protegen de las miradas furtivas. De una caseta de vigilancia
en forma de caja de zapatos sale un guardia que camina hacia mí sin
prisa aparente.
—Soy
periodista, vengo de Barcelona y quisiera entregarle este regalo al
señor Mujica.
Le
enseño al guardia un ejemplar del libro monográfico que Altaïr
Magazine ha dedicado a Montevideo y en el que colaboré. El guardia,
un joven moreno muy amable que no lleva uniforme, me escucha con
atención.
—Espere,
voy a preguntar.
Se
lleva con él la revista, que se convierte en una bonita excusa para
intentar llegar hasta Pepe Mujica.
***
José
Mujica vive en La Puebla desde 1985. Compró esta granja al salir de
la cárcel donde estuvo recluido casi 15 años por su militancia
guerrillera durante la dictadura militar uruguaya. Aquí comparte
vida con su esposa y compañera de batallas, la también política y
senadora, Lucía Topolansky.
Cuando
Mujica recuperó la libertad volvió a la política en un país que
se abría a la democracia. Fue diputado, senador, y después
ministro. En 2010 se convirtió en el presidente más insólito del
Uruguay, y quizás del mundo. Su pasado guerrillero —militó en el
Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros—, su aspecto de
campesino tranquilo, su lenguaje rústico y su austeridad extrema, le
convirtieron en una de las figuras más pintorescas y populares de la
política global.
***
—Que
pase, la va a recibir —me anuncia el guardia a su vuelta.
Acelerada,
cruzo una puerta de madera, del tipo de las que tienen los ranchos
para guardar el ganado. El camino es de tierra y está resguardado
por árboles enormes. Al fondo se descubre una más que humilde
casita de fachada descarapelada con techo de lámina pintado de
verde. Alrededor de la edificación, todo está lleno de plantas y de
pasto crecido. Hay muchos perros, sólo veo un gato gris.
Esta
casa se ha convertido en una especie de centro de peregrinación
laica en los últimos años. Políticos, estrellas de rock,
historiadores, activistas y periodistas de todo el mundo han pasado
por aquí como feligreses de un santo exguerrillero que recibe a sus
visitas sin protocolo ni cortesía: Mujica recién levantado de la
siesta. Mujica sin la dentadura postiza puesta; Mujica en pijama;
Mujica malhumorado porque se le ha descompuesto el tractor; Mujica
dejándose cortar el cabello por un desconocido...
A
mí, esta tarde, me recibe a la sombra de una acacia. Sentado en una
colorida banca hecha con tapones de botellas de refresco, esa misma
donde se sentó con personajes tan diferentes como el monarca
español, Juan Carlos I, o el vocalista de la banda mexicana de pop
Maná, Fher Olvera.
Hoy
va vestido con una sencilla guayabera color crema, un chandal con
rayas laterales azules, y calza pantuflas. La realidad me confirma la
evidencia. A Mujica no le preocupa en absoluto su apariencia.
Artistas,
activistas, periodistas, han pasado por aquí como feligreses de un
santo exguerrillero que recibe a sus visitas sin protocolo ni
cortesía.
Me
saluda con cierta resignación. Me comenta que somos la octava visita
del día tras un periodista japonés, un admirador mexicano, un
ciclista chileno… Es el día a día del expresidente. Es lo que
tiene la popularidad. Cuando me marche, —esto lo sabré después—
llegará el cineasta de origen yugoslavo, Emir Kusturica, que filma
estos días en Montevideo la última parte de su película «El
último héroe», un documental dedicado a Pepe Mujica.
—Ta
muy lindo esto —me dice tras hojear con parsimonia el especial de
Altaïr Magazine sobre Montevideo. Le explico que justo he venido a
presentar este monográfico dedicado a la ciudad acompañada por
nuestro editor Pep Bernadas y que quería entregarle personalmente un
ejemplar.
Lucía
Topolanski, su compañera, está presente en la escena. Sentada a mi
izquierda no interviene en la conversación. De vez en cuando sonríe,
asiente, confirma, pero siempre con timidez, con la mirada hacía
abajo.
Aprovecho
uno de las pausas alargadas que hace Mujica cuando habla y le lanzo
la verdadera intención de mi visita:
—Quiero
entrevistarle —le digo.
—¿Y
qué es esto? —me responde.
—Me
refiero a una entrevista grabada —añado.
—Está
bien, pero nada de luces —me dice, con esa mirada pícara que
tiene, tras unos segundos en silencio.
Son
las seis de la tarde y la luz es perfecta. Los tenues rayos de sol se
cuelan entre las hojas de los arboles e iluminan lateralmente su
rostro repleto de arrugas y su cabellera blanca.
Mujica
es un hombre tranquilo, de mirada franca y hablar pausado, pero se le
ve cansado. Llegó hace unos días de Cuba, donde asistió al funeral
de Fidel Castro. Hace unas semanas estuvo en España y antes en
México. «Los viajes significan para mí mucho cansancio y unas
ganas bárbaras de dormir», reflexiona mientras suelta una
carcajada. A pesar del cansancio y de vivir «en la capital más al
sur del mundo», el político uruguayo sigue recibiendo peticiones de
entrevistas, viajes y conferencias de todas partes del globo. Su
agenda es la de un rockstar y acumula tantas horas de vuelo como un
piloto transoceánico. Pero, a pesar de ello, Mujica no olvida que
eso de viajar sigue siendo hoy el privilegio de pocos elegidos: «Los
que viajan son personas que leen un par de diarios por día, que
pertenece a los sectores de clase media acomodada. Hay una multitud
anónima, la inmensa mayoría del mundo, que no sale de su aldea o
que no conoce el mar», me dice con ese tono didáctico de viejo
sabio y lúcido.
***
Durante
sus años de gobierno, la peculiar figura de este político adquirió
tintes más que seductores: fascinó a la multitud con su hábitos
sobrios de presidente que donaba parte de su sueldo, que prefería
vivir en una modesta granja y no en un palacio; sedujo a muchas
personas con su aspecto de campesino amante de la tierra, que no usa
celular ni tiene correo electrónico, y que, bajo su gestión, llevó
a Uruguay a ser el primer país de la región en aprobar el aborto y
legalizar la producción, distribución y venta de marihuana.
Pero
Mujica también es un personaje, como todos, con sombras. En mis
conversaciones con diversas personas durante mi estancia en
Montevideo advertí que la percepción que se tiene de Mujica fuera
de Uruguay no coincidía —necesariamente— con la que algunas
personas tienen desde dentro. «Si tanto les gusta, llévenselo», me
dijo un día una veterana periodista cuando le comenté mi ilusión
de encontrarme con él. Otra, le reprocha sus fracasos en cuestiones
económicas y sus promesas de reformas incumplidas.
A
pesar de vivir «en la capital más al sur del mundo», el político
uruguayo sigue dando conferencias por todo el globo.
Lo
que aquí nadie niega, eso sí, es que es una rara avis de la
política. Tampoco que puso a Uruguay en el mapa del mundo; y que
durante su mandato se produjeron profundas transformaciones sociales
y que, sobre todo, su gestión política convirtió la austeridad
personal en un valor ejemplar. «Donaba parte de su sueldo y no metía
la mano», me comenta el taxista que me trajo a La Puebla.
Salgo
de mi encuentro con Mujica y me siento como ese biólogo que visita
un santuario natural en el que contempla a un especie exótica en
peligro de extinción.
Es
curioso comprobar que este hombre, paradojas de la vida, es un
referente por su honestidad, austeridad y sencillez, por ser una
excepción que debería ser regla en el mundo de la política.
En
una ocasión un colega periodista que lo entrevistó en la chacra le
dijo que le sorprendía que un presidente de un país viviera así
como él vivía. Mujica, muy dado a las respuestas claras y sin
retórica, le dijo: «La culpa la tienen los presidentes, no yo. Lo
raro es como viven ellos».
En
un mundo al revés como este en que vivimos, Pepe Mujica representa
la maravillosa paradoja humana de ser normal.
Paty Godoy, Altair Magazine