Lo “divino” a costa de lo “humano”
José María Castillo, teólogo.
Obviamente,
cuando se piensa en estas brutalidades, lo primero que a cualquiera
le viene a la cabeza es el peligro que entraña el “hecho
religioso”. Y la explicación de semejante peligro radica, según
el criterio más generalizado, en que la “condición humana” nos
empuja al odio, a la venganza, al egoísmo, la ambición y a todas
las perversiones morales que convierten al “hombre en lobo para el
hombre”.
Esto
es verdad. Pero, con reconocer que la condición humana es así, no
resolvemos nada. Ni aclaramos lo que realmente nos está pasando. Por
otra parte, no quiero meterme aquí a analizar lo que ocurre en otras
religiones, por ejemplo, en el islam. Entre otras razones, porque no
lo conozco a fondo. Y es peligroso ponerse a dictaminar lo que el
vecino debe hacer en su casa, para tenerla limpia, cuando tú tienes
la tuya que da pena verla. Por eso, vamos a centrarnos en nuestra
propia confesión religiosa, el cristianismo. ¿No será verdad que
también la “religión cristiana” ha sido, y sigue siendo, una
amenaza, un asunto peligroso, incluso (a veces) muy peligroso?
No
voy a echar mano – una vez más – del tan manoseado asunto de las
Cruzadas, la Inquisición, la condena de Galileo y, menos aún, de
casos recientes, ocurridos en España hace sólo unas décadas. Vamos
a ir más al fondo del asunto.
El
cristianismo es una religión que pone el centro de sus creencias, no
solo en “lo divino”, sino igualmente en “lo humano”. Porque
el Dios de nuestra fe se nos dio a conocer en Jesús, verdadero Dios
y verdadero hombre. Y esto – precisamente esto – es el gran
problema, que tuvo que afrontar la Iglesia desde los primeros años
de su existencia. Pero – es claro – cuando se afronta este
problema entre gentes, que tienen creencias “religiosas”,
inevitablemente, la religión “como tal” pesa tanto, que, en la
persona religiosa, “lo divino” termina siendo más determinante
que “lo humano”. Y esto, ni más ni menos, es lo que le ha
ocurrido, y le sigue ocurriendo, a la Iglesia.
Efectivamente,
en su Teología, en su Liturgia, en su Derecho, en las convicciones
más profundas de los gobernantes eclesiásticos, en la mentalidad de
la mayoría de los fieles, verdaderamente fieles a la Iglesia, no
sólo es que “lo divino” pesa más que “lo humano”. El
problema principal está en que “lo humano” se tiene que someter
a “lo divino”. Por eso, los primeros cuatro concilios ecuménicos,
que celebró y aprobó la Iglesia, Nicea (325), Constantinopla (381),
Éfeso (430) y Calcedonia (451), se centraron en una preocupación
fundamental: afirmar como dogma de fe la “divinidad” de
Jesucristo. Es verdad que el concilio de Calcedonia defendió “la
naturaleza humana” de Jesús: “perfecto en la divinidad y
perfecto en la humanidad” (DH 301). Pero precisando, a
continuación, que, en Jesucristo, las dos “naturalezas”, la
divina y la humana, “confluyen en una sola persona”, que es la
divina (DH 302). En última instancia, por tanto, en Jesús, “lo
divino” quedó superpuesto a “lo humano”.
Es
evidente que los textos de aquellos primeros concilios, distantes de
nosotros en casi 1.500 años (o más), para ser entendidos
correctamente, necesitan ser “interpretados” como necesita ser
“interpretado” cualquier texto de la Biblia. Porque el lenguaje,
y el contenido del lenguaje – el de entonces y el de ahora – ya
no son lo mismo. Pero lo más importante, en todo este asunto, es
que, en la historia de los siglos posteriores, la cultura ha ido
evolucionando de manera que, en la mentalidad de la gran mayoría de
la población de los países más desarrollados, “lo humano” ha
cobrado más fuerza y tiene más presencia que “lo divino”.
Mientras que, por el contrario, la Iglesia ha gestionado todo esto de
manera que ha defendido y ponderado con más pasión y celo “lo
divino” que “lo humano”. Y por supuesto, más “lo sagrado”
que “lo profano”.
Ahora
bien, si aplicamos esta manera de pensar a la Liturgia, a la
Espiritualidad, al Derecho, a la Moral, a la “forma de vivir” y a
las “costumbres”, ya tenemos clara y patente la explicación de
por qué esta Iglesia nuestra sigue atascada en la mentalidad, no
digo ya de la Edad Media, sino incluso en la manera de plantear y
resolver tantos y tantos problemas que afectan muy seriamente a lo
que hacen y dicen no pocos curas, bastantes obispos, algunos
cardenales…. Y hasta la crispación que produce, en ambientes de
sacristía, el comportamiento y las enseñanzas del papa Francisco.
Por la sencilla razón de que, para esta Iglesia, es más importante
evitar el pecado que aliviar el sufrimiento.
Termino
asegurando que el día que nos preocupe más el problema del
sufrimiento humano que la creencia en el pecado (¿contra lo
divino?), ese día daremos el paso decisivo para que la Iglesia se
haga más amable, más creíble y, por supuesto, más acogedora.
Leyendo los evangelios, lo más claro que se encuentra en ellos es
que a Jesús le interesó más el sufrimiento de la gente que la vida
poco ejemplar que veía aquella gente en los amigos de Jesús, los
pecadores (Mc 2, 14-17; Mt 9, 9-13; Lc 5, 27-32; 15, 1-2). ¿Por qué
será que Jesús andaba con malas compañías y tenía constantes
conflictos con los hombres de la religión?