La
tregua de los zapatos
Intenta
que los jóvenes no caigan en manos de las maras guatemaltecas
Otto
creó hace siete años "Calzado Limonada" para dar una oportunidad a
los chicos de uno de los barrios más peligrosos de Guatemala.
"A
los que vienen aquí las maras los respetan. Saben que están
intentando rehacer su vida"
Las
cifras de asesinatos se han disparado en Centroamérica: 14.870 en
2016.
Cada
mes, los nueve trabajadores de Calzados Limonada producen alrededor
de 400 pares en este pequeño taller artesanal ubicado en el interior
del barrio.
La
vida amenazada por las pandillas en El Salvador: “Tuve que dejar
todo para salvarme”
En
un barrio en guerra, cuando no mueres, matas. Por eso, Christian, el
joven que inventó una tregua en La Limonada, una de las comunidades
más peligrosas de Guatemala, lleva a la virgen en el pecho y una
bala en su espalda. Síntesis vital: plomo y perdón.
Hace
siete años, la lucha entre las maras lo ató para siempre a una
silla de ruedas. "Aquella bala tenía nombre". Christian
García entendió que entre el cielo y el infierno había una salida:
evitar que más nombres como el suyo engordasen la lista negra de las
pandillas.
En
toda la mañana no se ha escuchado ni un balazo y en el barrio andan
preocupados. Lo habitual en este horizonte de callejuelas
herrumbrosas es que las semanas se cuenten por balaceras. La pasada
hubo tres. Y dos muertos. Uno de ellos, Josué, de 15 años, era
amigo de Christian.
"Aquí
sabemos que en cualquier momento puede pasar algo", avisa un
muchacho a la entrada de La Limonada. Aunque no es El Gallito ni la
zona 18, sigue siendo una de las barriadas más peligrosas de la
capital de Guatemala. Una favela dividida en dos: la mitad pertenece
al Barrio 18. La otra mitad, a la Mara Salvatrucha.
A
esta hora, tras el almuerzo, La Limonada parece un lugar tranquilo.
Un grupo de chiquillos corretea por la rampa recién asfaltada
mientras sus hermanas mayores palmean las últimas tortillas –el
plato de maíz típico del país– de la plancha. Por el cerro, sus
madres, o las de otros como ellos, remontan la montaña que las
separa de su jornada en el servicio doméstico de algún barrio
adinerado. En Cayalá o en la zona 10.
Aunque
apenas un paseo de veinte minutos aleja la barriada del centro
histórico, la ciudad vive de espaldas a ellos. "Por aquí no
vienen los presidentes", ni el que está en prisión por
corrupción ni el que tiene a su hijo y a su hermano investigados,
bromea uno de los vecinos con una sonrisa tan seria que se vuelve
contagiosa.
Christian
García. Una bala perdida lo dejó en silla de ruedas hace siete
años, desde entonces trata de convencer a otros chicos para que no
se unan a las pandillas.
Aquí,
entre los techos de chapa, las paredes marcadas y esa tormenta oscura
que asoma al otro lado de la ladera, "la vida no es fácil"
para ninguno de los 60.000. Solo hay una escuela con capacidad para
menos de cien alumnos y, si se ponen enfermos, los vecinos tienen que
salir del barrio en busca de atención médica, porque ni siquiera la
tienen garantizada.
"Cuando
ocurrió lo de Christian", recuerda su madre hablando sin hablar
de aquel día en el que una bala le atravesó la espalda, "no lo
querían atender porque tenía tatuajes. '¡Que se muera!', decían".
Adentro
tampoco hay trabajo y deben mentir sobre su lugar de residencia para
conseguirlo fuera. Nadie contrata a los chicos de La Limonada. Como
tampoco a los del Gallito ni a los del asentamiento del basurero. "La
falta de oportunidades de los padres es la causa por la que las
familias no puedan acceder al sistema de educación, salud y
alimentación. Entonces los muchachos se ven obligados a delinquir",
explica la trabajadora social Madely Amézquita.
Eso
lo saben las maras, expertas en ejercer todos los papeles: son a la
vez la familia que protege, los amigos que entienden y el Estado que
provee. "A los chicos les dan un porcentaje de las extorsiones.
Así los captan", resume David.
LA
TREGUA DE DON OTTO
"Qué
tranquilo se ve ahora" el barrio, vocifera Otto García, "don
Otto", como todos le llaman aquí, desde su atalaya, un pequeño
estudio de veinte metros cuadrados en el que se cosen zapatos y
almas. "Pero no te fíes, de repente se empiezan a escuchar las
sirenas de las ambulancias".
Desde
los años 90, cuando miles de centroamericanos comenzaron a ser
deportados desde Estados Unidos, el fenómeno de las maras no ha
dejado de crecer en el Triángulo Norte. Las pandillas se hicieron
con el monopolio de la violencia que abandonaban el Ejército y la
guerrilla tras décadas de conflicto armado interno y convirtieron su
mandato en un reinado de la extorsión. Hasta las prostitutas tienen
que pagar hoy el impuesto.
Pese
a los esfuerzos policiales, cada semana son más los chicos que se
unen a estos grupos. Solo en El Salvador –donde el Gobierno
del excomandante guerrillero Salvador Sánchez Cerén mantiene desde
2015 una guerra declarada contra el movimiento pandillero que se ha
cobrado la vida de más de 5.000 personas en el último año–, se
estiman en más de 60.000 los miembros del Barrio 18 y la MS-13.
CIFRAS
PROPIAS DE PAÍSES EN GUERRA
Las
cifras de asesinatos están disparadas en la región. 14.870 en 2016.
En El Salvador, la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes es
de 81,7; en Honduras de 58 y en Guatemala, de 27,3. Números de
países en guerra.
Y
esto podría ser solo la víspera de lo que está por venir. Si la
Administración de Trump ejecuta
su controvertida política migratoria,
el Triángulo Norte se convertirá en una bomba de relojería:
llegará una nueva remesa de jóvenes desarraigados en un territorio
donde las cifras de pobreza rondan entre el 30% y el 60%. El caldo de
cultivo perfecto para que las pandillas encuentren en los barrios
marginales un nuevo caladero de chicos dispuestos a seguir librando
la batalla a tres: entre ellos y contra el Estado.
En
La Limonada saben lo que duelen las luchas fratricidas. Aquí, en la
barriada de los cielos oscuros y las coladas de colores, vivir
significa matar para seguir viviendo. "La vida está empeorando
por la violencia", asegura David, quien ya, rondando los 50, ha
visto demasiados muertos como para seguir sonriendo. De uno y otro
bando. Números y Letras.
A
diferencia de otras barriadas, convertidas en bastión de la 18 o de
la
Salvatrucha,
La Limonada es un territorio en disputa: hay huellas de balas y
pintadas en las paredes. Cada esquina es un punto de no retorno. "Hay
una fuerte rivalidad –entre las pandillas – y la gente es la que
paga las consecuencias".
A
él le pasó hace siete años. Por aquel tiempo, Christian
frecuentaba a los muchachos de la mara. Igual que lo había
hecho su padre. Igual que lo hacían todos sus amigos. Un día, quizá
el más inesperado de los días, le alcanzó el tiroteo.
"Yo
me lo busqué", sentencia desde el sofá acharolado que
es hoy su ventana al mundo. "Esa bala tenía nombre", añade
don Otto.
A
Christian la bala le quebró la espalda. Ya nunca más podría
caminar. Pero al menos estaba vivo. El médico que lo atendió dijo
que no duraría más tres días, pero Don Otto, que como todos los
que viven sobreviviendo no entiende de resignaciones, se lo llevó a
casa. "Con los cuidados de la familia y la ayuda de Dios se
salvó". Una retahíla de vírgenes con mantos marrones, azules
y dorados y de peluches también marrones, azules y dorados
atestiguan las plegarias de aquellos días.
Sin
acceso a la educación, muchos jóvenes encuentran en las pandillas a
su familia.
Le
queda de entonces doce llagas que le laceran el habla, una gorra de
los New York Yankees y la pasión por los tatuajes. Hace unos años,
con una rasuradora, una batería, un botón de camisa, un lapicero y
las cuerdas de una guitarra construyeron su propia máquina para
tatuar. Aún la guarda en un cajón de su improvisado despacho, junto
al microondas y las tazas de café. "En el futuro le gustaría
tener su propio estudio de tatuaje", apunta don Otto.
"A
LOS QUE VIENEN AQUÍ LOS RESPETAN"
Hace
tiempo que don Otto ha aprendido a entender los silencios de
Christian. Es su propia tregua. "Queremos evitar que otros niños
sufran lo que él ha sufrido". Por eso crearon hace siete años
una fábrica de calzado, Calzado Limonada, para dar una oportunidad a
los chicos del barrio. Si creen en el futuro, quizá dejen de odiar
el presente.
Por
el taller de don Otto –apenas dos estancias de paredes desnudas en
las que huele a pegamento, el mismo que muchos de los chicos acaban
esnifando junto al riachuelo nauseabundo que atraviesa el barrio –,han
pasado decenas de jóvenes. Algunos salen adelante, otros, como
Josué, vuelven a las redes de las pandillas. Y casi todos acaban
muertos.
Es
cosa suya, aclara el patriarca de los García, "a los que vienen
aquí los respetan. Saben que están intentando rehacer su vida".
Es la tregua de los zapatos: a los chicos de don Otto no los tientan
las maras.
Aquí
la jornada empieza a las nueve, pero todos, el diseñador, el
aprendiz, los de la horma y los hijos de don Otto, están en casa
media hora antes, para el desayuno. Allí, en las tres alturas
atestadas de santos y colchones húmedos, duermen nueve y comen
quince.
Al
mes sacan alrededor de 400 pares. Hubert, el diseñador que aprendió
de la necesidad, dibuja las colecciones. Las corta y las envía a los
de la horma. Eso es tarea de don Otto y de los chicos. A Christian y
a Jorge, otro de los García, les queda comprobar que todo esté
bien. El control de calidad. Hoy mismo tienen entrega, 376 pares para
la compañía estadounidense Root Collective. Pero ya está casi todo
listo, anoche terminaron de trabajar de madrugada. Afuera se escucha
el eco de las balas perdidas.
A
don Otto, que en esta vida ha sido árbitro, imitador íntimo del
Buki y superviviente, hubo un día que se le volvió a partir el
alma. Hacía poco que había pegado los trozos que le quebraron
cuando dispararon a Christian.
Iba
por la calle, por una de esas calles tatuadas de La Limonada, cuando
se cruzó con tres hermanos. Era la hora del almuerzo y el mayor
llevaba un mendrugo de pan para comer. "Lo repartió, un pedazo
para cada uno, pero luego el mediano se le acercó: 'Me va a dar
hambre', le dijo. Así que el mayor tomó su parte y la partió en
dos". A don Otto no se le va esa escena de la cabeza. Los niños,
en la Guatemala del siglo XXI, siguen pasando hambre.
Con
el dinero que consigue del calzado, don Otto organiza cada jueves un
comedor social. 35 comidas, 20 niños y 15 adultos. "No tenemos
para más", confiesa. En cada celebración especial, como en fin
de año, "armamos una gran fiesta". Payasos, música y
fuegos artificiales. Lo que sea necesario para que por una noche el
hambre no les robe los sueños a los niños de La Limonada