HACER
SITIO A DIOS
Jaime
Tayay, s.j
Cuando
una mujer está embarazada, muchos cambios tienen lugar en su cuerpo:
el
útero
se dilata, la piel se estira, los riñones se desplazan, las caderas
se ensanchan y los intestinos se recolocan. Y todo eso, para que el
vientre pueda albergar la nueva vida que crece en su interior y
demanda cada vez más espacio. De ahí venimos todos.
A
todos nos nacieron, a todos nos hicieron espacio, a todos nos dieron
la vida. No la pedimos, no nos la ganamos, no nos la merecimos. Nos
la dieron gratuitamente. El proceso de gestación −si alguien ha
estado cerca de una mujer durante el embarazo, lo sabe bien– es
sorprendente y molesto al mismo tiempo. Sobre todo, en las últimas
semanas previas al parto. Hacer sitio a una nueva vida es una
experiencia ilusionante y esperanzadora, pero supone también un
esfuerzo incómodo y doloroso.
La
metáfora del embarazo nos ayuda a comprender el modo en que Dios se
relaciona personalmente con cada una de sus criaturas y, en un
sentido más amplio, a imaginar la creación del mundo. La metáfora
resulta útil también para imaginar nuestra misión como cristianos
y el modo como estamos invitados a vivir. En ambos casos, la figura
de María –de quien afirmamos, nada menos, que es la Madre de Dios–
resulta de gran ayuda.
Empecemos
por el libro del Génesis. Cuando nos paramos un momento y pensamos
en el conocido relato de la creación tendemos a imaginar a Dios
creando de la nada –ex nihilo–, rellenando un escenario vacío.
Tras la aparición de los astros, el agua, la tierra, los animales y
las plantas, Dios coloca al hombre y a la mujer en el centro,
completando así un proceso que dura simbólicamente siete días.
Misión cumplida. Tarea finalizada. Creación completada.
Sin
embargo, algunos creyentes han imaginado también a Dios apartándose
o echándose a un lado a la hora de crear, dejando un hueco –valga
la expresión– en su propio interior, posibilitando así la
aparición del universo. El mundo, visto de este modo, no es solo la
realidad material, externa, creada activamente por Dios, que
percibimos a nuestro alrededor; es también el espacio interno que
Dios habría dejado al echarse a un lado, permitiendo que existiese,
continuando su labor creadora.
Dicho
con otras palabras, la creación está en Dios, pero no es Dios
mismo, sino un espacio de libertad entregado como regalo al ser
humano. Dios crea activamente, interviniendo en el mundo, pero
también se retira pasivamente, dejando espacio a la creatividad
humana.
Este
modo complementario de entender el relato del Génesis puede
parecernos una pura especulación teológica que no conduce a ninguna
parte (al fin y al cabo, ¿quien puede comprobar cualquiera de estas
afirmaciones?), pero quizá puede ayudarnos a comprender cómo Dios
al crearnos personalmente –igual que al gestarnos nuestra madre–
nos hizo sitio, para que pudiésemos existir y participar del proceso
creativo, continuándolo con nuestras vidas. La sicología evolutiva
hoy en día dice algo similar respecto al desarrollo humano. Los
padres engendran biológicamente a un hijo. Sin embargo, el espacio
–físico, en un primero momento– hay que seguir haciéndolo en
otros ámbitos –sicológico, educativo, económico–, si queremos
que crezca como persona autónoma, madura y libre.
Los
padres sensatos reconocen que sus hijos no les pertenecen del todo,
se los dejaron en préstamo durante unos años para que luego tomaran
las riendas de sus propias vidas.
Su
función consiste en dejarles, progresivamente, más y más espacio.
La historia de salvación –la narración de la relación de Dios
con su pueblo y de Jesús con la Iglesia– puede entenderse también
desde esta clave evolutiva, como un lento proceso pedagógico de
crecimiento, aprendizaje y maduración.
Estos
modos complementarios de entender la creación del mundo, el
desarrollo humano y la historia de salvación –como actividad
creadora y como pasividad facilitadora– clarifican también algo
central para la comunidad cristiana: la misión de la Iglesia.
Cristo
hace y deja hacer, transforma y posibilita, libera y permite usar esa
libertad. De ahí que la Iglesia, si quiere parecerse a Jesús, está
llamada a imitar este particular modo de ser y de hacer.
Dicho
de forma negativa, difícilmente comunicaremos la presencia de Dios
si –además de hablar de Él y dar testimonio con nuestra propia
vida– no le hacemos sitio primero en nuestra propia vida, si no nos
echamos a un lado para que Dios, simplemente, sea.
En
este punto merece la pena volver a la figura de María, porque la
Madre de Dios integra ambas actitudes de modo ejemplar. Además de
dejar espacio físicamente a Jesús, la joven de Nazaret hizo también
espacio a Dios espiritualmente. De este modo, se convirtió en modelo
de creyente al escuchar, acoger e imitar la acción libre y creadora
de Dios. Su respuesta activa y agradecida brota, precisamente, de su
capacidad de escucha y contemplación.
El
«Hágase en mí según tu palabra » del relato de la anunciación
podemos entenderlo como disposición a dar a luz al Mesías o como
apertura incondicional a un Dios que tiene la última palabra. Imitar
esa doble dinámica define la vocación cristiana.
Algunos
teólogos han afirmado que la tarea de la teología consiste en
hablar bien de Dios. De forma similar, la misión principal de la
Iglesia y de cualquier cristiano no consistiría en otra cosa que en
dejar a Dios ser Dios, en hacerle sitio en nuestra vida para que,
simplemente, sea. María representa un modelo único y una fuente
permanente de inspiración para llevar adelante esta misión.
En
el mes de mayo, el mes de la Virgen, nos puede ayudar pensar en ella
como la mujer que dejó a Dios ser Dios. Nos puede ayudar rezarle y
pedirle que interceda por nosotros, para que seamos oyentes de la
palabra, hombres y mujeres capaces de escuchar y hacer sitio a Dios.
Ojalá
podamos decir, con María y como María, «Hágase en mí según tu
palabra».