Capítulos 3 y 4
3. El extraño señor del abrigo negro
Si les he hablado mucho
de la tienda del señor Fernández es porque yo nací y viví allí.
Papá Fernández me puso
en el escaparate con mucho cuidado. En aquel escaparate había dos laúdes, una mandolina
y otra guitarra. También había unos libritos que decían: "Aprenda usted a
tocar la guitarra en diez días". Cuando entré en el escaparate, mis
compañeros me saludaron a coro con un "¡drimm!". Yo respondí:
"¡Blim!... y me dispuse a comenzar mi vida de guitarra.
Se trataba, ante todo,
de conocer el mundo. Por el cristal del escaparate se veía un poco de mundo:
dos portales de la calle del Calamar, una abarrotería y una tortillería.
También
se podía ver la gente que pasaba por la calle, desde el camión de
la basura por la mañana, hasta el vigilante nocturno por la noche.
Ni el trapero ni el vigilante se paraban a mirar el escaparate.
En
cambio, todos los patojos del barrio se lo sabían de memoria.
También se paraba con frecuencia un estudiante que llevaba al brazo
dos libros gruesos, una señora con su bolsa de la compra, que debía
de ser aficionada a la música, y mucha más gente.
Aquel día...
Se paró frente al
cristal un señor alto, con pelo negro, con gafas oscuras y con un traje tan
negro que al ponerse ante el escaparate pareció que el sol se nublaba.
El hombre aquel
contempló un rato todo lo que había allí y se fue. Nosotros no le dimos
importancia.
Dos horas más tarde
apareció de nuevo y entonces se quedó mirando despacio el escaparate. Se quedó
mirándome a mí. Yo hice como que no le veía. No me hacía mucha gracia que aquel
hombre me comprara. Pero el señor de negro me miraba, me miraba y, mientras,
daba vueltas al monedero en el bolsillo de su saco. Pareció que iba a entrar, pero volvió a
quedarse contemplando el escaparate. Entonces la tienda estaba casi vacía.
Solamente estaba un violinista que pasaba a veces para charlar con papá
Fernández.
El hombre del abrigo
negro continuaba en el escaparate mirándome y esperando. Por fin salió el
violinista y entró en la tienda el hombre aquel vestido tan de luto
–
Buenos
días.
–
Buenos
días. ¿Qué desea?
–
Deseo
una guitarra que arda bien.
–
¿Cómo
dice, por favor?
–
Una
guitarra que arda bien... Esa del
escaparate, por ejemplo.
A mí se me habían
puesto las tablas de gallina y a papá Fernández se le habían abierto unos ojos
como ventanas.
–
Yo
no vendo guitarras para arder. Ahí al lado hay una venta de gas.
–
Usted
vende guitarras —dijo muy serio el señor de negro — y no le importa lo que yo
haga con ellas. ¿Cuánto vale?
–
Esa del escaparate... diez mil quetzales...; es
de muy buena madera y tiene muy
buen sonido. ¿Quiere oírla?
No. No me importa el sonido que tenga. ¿Ha
dicho diez mil quetzales? Tenga... Con estuche, ¿verdad...?
Papá Fernández, con
manos inseguras, me agarró, me encerró en el estuche, acariciándome por última
vez, y sentí entonces que el hombre aquel me levantaba y salía se iba hacia la puerta. Antes de salir todavía
escuché la voz de papá Fernández que decía:
–
Señor,
no la queme; la he hecho yo mismo y le aseguro...
El hombre de negro, sin
contestar, cerró la puerta y se fue conmigo.
4 Era un
muchacho excelente
Noté cómo aquel hombre
comenzaba a andar calle abajo. Me pareció que se dirigía hacia el centro de la
ciudad. Luego creo que subimos a un bus en el que recorrimos un largo camino y
al final otra vez a pie.
Sentí que subíamos unas
escaleras y que avanzábamos por un pasillo. Por fin, un pequeño golpe .sobre
una mesa y quedé inmóvil.
—
Ya
está aquí — oí decir a mi dueño.
—
Llega
usted a tiempo. Podemos empezar dentro de cinco minutos — respondió alguien.
A mi alrededor se
escuchaban voces, martillazos, ruido de tablas o de algún motor y un poco más
lejos me pareció escuchar el rasgueo de una hermana de mi raza: el sonido de
otra guitarra.
La voz del hombre de
negro resonó por encima de todo el ruido:
—
¿Está
todo a punto? Cada uno a su puesto. Santi, ven aquí; toma.
Entonces se abrió mi
cárcel. Lo primero que vi fue una luz muy fuerte y sobre mí las
cabezas del
hombre misterioso y de Santi.
Santi tenía la cara un
poco pintada con colores .. En aquella gran sala donde nos encontramos vi otras
personas vestidas también de modo raro. Al fondo de la sala había unos paneles
pintados como si fueran casas. Por encima unas lámparas grandes que echaban una
luz fortísima sobre ese lugar. También había una máquina extraña, con un ojo de
cristal, que todos trataban con mucho cuidado.
Santi me agarró. Apretó
su mano izquierda sobre mis cuerdas y empezó a tocar. Era la primera vez que yo
sonaba fuera del taller. También esperaba que fuera la última y por eso mis
cuerdas hicieron un esfuerzo por cantar con el sonido más bello. Santi siguió
un rato pulsándome. Al fin se detuvo y miró al hombre del abrigo:
—
"¿Y
usted piensa quemar esta guitarra? — le dijo — . ¡Antes que ésta quemamos la
mía! Ha comprado usted un instrumento muy bueno. Prefiero quedarme con ella y
que se queme la otra."
Yo estaba sin saber qué
pensar y sin poder explicarme nada.
El hombre de negro se
había quitado el saco.
Estaba en mangas de
camisa. Gritó:
—
¡Silencio!
Todos callaron. Sin
duda, él era el jefe. Luego dijo:
—
¡Cámara!
Un hombre empezó a
manejar aquella máquina extraña que tenía el ojo de cristal. En seguida ordenó:
—
¡Acción!
En aquel momento se
puso delante Santi con su guitarra. Primero dijo que estaba muy triste, pero
que cantando se olvidaba de su tristeza, y luego empezó a tocar y a cantar.
Y al terminar su
canción sucedió algo terrible. Se acercó un hombre grande por detrás de Santi y
le dio un golpe en la cabeza. Santi cayó al suelo. El hombre grande prendió
fuego a un papel de periódico y mientras ardía lo metió dentro de la guitarra
de Santi.
Yo estaba muerta de
miedo. Empezaron a salir llamas de mi pobre compañera. Su madera crujió
tristemente. Las cuerdas se iban rompiendo... clic... cloc... cluc... El mango
también ardió y se partió. Mientras tanto, Santi en el suelo, sin sentido. Los
demás hombres y mujeres que había allí miraban aquello sin preocuparse.
Hasta que el hombre de negro
gritó:
—
¡Corten!
¡Está bien!
La máquina dejó de
funcionar. Se apagaron las grandes lámparas. Santi se levantó del suelo tan
tranquilo y dio unas palmaditas en la espalda al hombre que le había golpeado.
El jefe dijo:
—
Basta
por hoy. Seguiremos mañana. Tú, Santi; llévate esta guitarra.
Santi echó una mirada
triste a las cuerdas y tablas negras y rotas que quedaban en el suelo. Luego me
guardó en el estuche y nos marchamos.
( Continuará.)