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10 de junio de 2017

¡Blim! 3-4


Capítulos 3 y 4

 3.  El extraño señor del abrigo negro


Si les he hablado mucho de la tienda del señor Fernández es porque yo nací y viví allí.

Papá Fernández me puso en el escaparate con mucho cuidado. En aquel escaparate había dos laúdes, una mandolina y otra guitarra. También había unos libritos que decían: "Aprenda usted a tocar la guitarra en diez días". Cuando entré en el escaparate, mis compañeros me saludaron a coro con un "¡drimm!". Yo respondí: "¡Blim!... y me dispuse a comenzar mi vida de guitarra.


Se trataba, ante todo, de conocer el mundo. Por el cristal del escaparate se veía un poco de mundo: dos portales de la calle del Calamar, una abarrotería y una tortillería.


También se podía ver la gente que pasaba por la calle, desde el camión de la basura por la mañana, hasta el vigilante nocturno por la noche. Ni el trapero ni el vigilante se paraban a mirar el escaparate. 


En cambio, todos los patojos del barrio se lo sabían de memoria. También se paraba con frecuencia un estudiante que llevaba al brazo dos libros gruesos, una señora con su bolsa de la compra, que debía de ser aficionada a la música, y mucha más gente.


Aquel día...
Se paró frente al cristal un señor alto, con pelo negro, con gafas oscuras y con un traje tan negro que al ponerse ante el escaparate pareció que el sol se nublaba.
El hombre aquel contempló un rato todo lo que había allí y se fue. Nosotros no le dimos importancia.

Dos horas más tarde apareció de nuevo y entonces se quedó mirando despacio el escaparate. Se quedó mirándome a mí. Yo hice como que no le veía. No me hacía mucha gracia que aquel hombre me comprara. Pero el señor de negro me miraba, me miraba y, mientras, daba vueltas al monedero en el bolsillo de su saco.   Pareció que iba a entrar, pero volvió a quedarse contemplando el escaparate. Entonces la tienda estaba casi vacía. Solamente estaba un violinista que pasaba a veces para charlar con papá Fernández.

El hombre del abrigo negro continuaba en el escaparate mirándome y esperando. Por fin salió el violinista y entró en la tienda el hombre aquel vestido tan  de luto
        Buenos días.
        Buenos días. ¿Qué desea?
        Deseo una guitarra que arda bien.
        ¿Cómo dice, por favor?
        Una guitarra que arda bien...  Esa del escaparate, por ejemplo.
A mí se me habían puesto las tablas de gallina y a papá Fernández se le habían abierto unos ojos como ventanas.
        Yo no vendo guitarras para arder. Ahí al lado hay una venta de gas.
        Usted vende guitarras —dijo muy serio el señor de negro — y no le importa lo que yo haga con ellas. ¿Cuánto vale?
        Esa del escaparate... diez mil quetzales...; es de muy buena madera y tiene muy
buen sonido. ¿Quiere oírla?
      No. No me importa el sonido que tenga. ¿Ha dicho diez mil quetzales? Tenga... Con estuche, ¿verdad...?

Papá Fernández, con manos inseguras, me agarró, me encerró en el estuche, acariciándome por última vez, y sentí entonces que el hombre aquel me levantaba y  salía  se iba hacia la puerta. Antes de salir todavía escuché la voz de papá Fernández que decía:
        Señor, no la queme; la he hecho yo mismo y le aseguro...
El hombre de negro, sin contestar, cerró la puerta y se fue conmigo.

4       Era un muchacho excelente


Noté cómo aquel hombre comenzaba a andar calle abajo. Me pareció que se dirigía hacia el centro de la ciudad. Luego creo que subimos a un bus en el que recorrimos un largo camino y al final otra vez a pie.

Sentí que subíamos unas escaleras y que avanzábamos por un pasillo. Por fin, un pequeño golpe .sobre una mesa y quedé inmóvil.
  Ya está aquí — oí decir a mi dueño.
  Llega usted a tiempo. Podemos empezar dentro de cinco minutos — respondió alguien.

A mi alrededor se escuchaban voces, martillazos, ruido de tablas o de algún motor y un poco más lejos me pareció escuchar el rasgueo de una hermana de mi raza: el sonido de otra guitarra.

La voz del hombre de negro resonó por encima de todo el ruido:
  ¿Está todo a punto? Cada uno a su puesto. Santi, ven aquí; toma.

Entonces se abrió mi cárcel. Lo primero que vi fue una luz muy fuerte y sobre mí las
cabezas del hombre misterioso y de Santi.

Santi tenía la cara un poco pintada con colores .. En aquella gran sala donde nos encontramos vi otras personas vestidas también de modo raro. Al fondo de la sala había unos paneles pintados como si fueran casas. Por encima unas lámparas grandes que echaban una luz fortísima sobre ese lugar. También había una máquina extraña, con un ojo de cristal, que todos trataban con mucho cuidado.

Santi me agarró. Apretó su mano izquierda sobre mis cuerdas y empezó a tocar. Era la primera vez que yo sonaba fuera del taller. También esperaba que fuera la última y por eso mis cuerdas hicieron un esfuerzo por cantar con el sonido más bello. Santi siguió un rato pulsándome. Al fin se detuvo y miró al hombre del abrigo:
  "¿Y usted piensa quemar esta guitarra? — le dijo — . ¡Antes que ésta quemamos la mía! Ha comprado usted un instrumento muy bueno. Prefiero quedarme con ella y que se queme la otra."

Yo estaba sin saber qué pensar y sin poder explicarme nada.
El hombre de negro se había quitado el saco.
Estaba en mangas de camisa. Gritó:
  ¡Silencio!
Todos callaron. Sin duda, él era el jefe. Luego dijo:
  ¡Cámara!

Un hombre empezó a manejar aquella máquina extraña que tenía el ojo de cristal. En seguida ordenó:
  ¡Acción!

En aquel momento se puso delante Santi con su guitarra. Primero dijo que estaba muy triste, pero que cantando se olvidaba de su tristeza, y luego empezó a tocar y a cantar.
Y al terminar su canción sucedió algo terrible. Se acercó un hombre grande por detrás de Santi y le dio un golpe en la cabeza. Santi cayó al suelo. El hombre grande prendió fuego a un papel de periódico y mientras ardía lo metió dentro de la guitarra de Santi.
Yo estaba muerta de miedo. Empezaron a salir llamas de mi pobre compañera. Su madera crujió tristemente. Las cuerdas se iban rompiendo... clic... cloc... cluc... El mango también ardió y se partió. Mientras tanto, Santi en el suelo, sin sentido. Los demás hombres y mujeres que había allí miraban aquello sin preocuparse.

Hasta que el hombre de negro gritó:
  ¡Corten! ¡Está bien!
La máquina dejó de funcionar. Se apagaron las grandes lámparas. Santi se levantó del suelo tan tranquilo y dio unas palmaditas en la espalda al hombre que le había golpeado. El jefe dijo:
  Basta por hoy. Seguiremos mañana. Tú, Santi; llévate esta guitarra.
Santi echó una mirada triste a las cuerdas y tablas negras y rotas que quedaban en el suelo. Luego me guardó en el estuche y nos marchamos.
( Continuará.)