La casa de Santi
Otra vez a bajar escaleras, a viajar en autobús y a pie, a subir
escaleras... Por fin se detuvo Santi y oí que pulsaba un timbre.
Se abrió la puerta y escuché gritos, risas, carreras, exclamaciones...
Me asusté y empecé a pensar que, aunque me había librado del hombre del abrigo
negro, no sabía si saldría de ésta.
Abrieron mi estuche. Alrededor había una, dos... cinco cabezas de niños mirándome sonrientes. Respiré. A los niños les gusta la música y además Santi les estaba diciendo:
Abrieron mi estuche. Alrededor había una, dos... cinco cabezas de niños mirándome sonrientes. Respiré. A los niños les gusta la música y además Santi les estaba diciendo:
—
Ya saben que esto solamente lo
toco yo.
Pronto se oyó una voz. Luego supe que era la madre de Santi, que decía:
—
¡Todos a lavarse las manos y a comer.!
Santi me colocó en un rincón de la habitación y allí pude observar
durante la comida a toda la familia.
Don Roberto era bajito y serio. Comía de prisa porque tenía que volver
en seguida a la oficina. Hablaba poco, pero le gustaba mucho escuchar la charla
de los chicos. Doña Rosa era alta y gorda. Siempre estaba pendiente de los
platos de sus hijos y de si alguno no tenía apetito.
Mari Carmen, o Mácame, como ella decía, era la pequeña. Casi no llegaba
a la mesa y a veces no acertaba con la cuchara en la boca. Parecía que comía
también por los ojos y las orejas, pues tenía la cara llena de churretes.
Curro daba patadas por debajo de la mesa a Juana y Lurdes, hasta que
Santi le tiraba de la oreja o don Roberto le miraba muy serio.
Juana y Lurdes eran gemelas. Se distinguían porque Juana tenía un lazo
colorado y Lurdes azul. A veces se lo cambiaban. Las dos decían y hacían
siempre lo mismo. Ni siquiera don Roberto podía estar serio delante de Juana y
Lurdes. Estaban las dos en tercero de primaria. La profesora ponía las notas de
las dos en un solo cuadernillo, porque todas las notas eran iguales.
Pepe estaba en básico. Tenía gafas. Cuando comía se ponía muy serio,
como su padre. Pero cuando se quitaba las gafas y se ponía a jugar al
"minibasket" era el mejor. Por lo menos eso decía doña Rosa.
¿Y Santi?
Santi estaba terminando el bachillerato.
Hacía una semana que había pasado por el colegio un señor de negro y
gafas oscuras. Según le dijo al director, necesitaba un muchacho que supiera
tocar la guitarra y cantar. Era para hacer una película y no perdería mucho
tiempo. El director llamó a Santi, que era el mejor cantor del colegio, y le
presentó a aquel señor. El señor de negro también era director..., pero director
de cine. De los que mandan cómo hay que hacer las películas y dirigen a todos
los actores.
Yo me fui enterando poco a poco de aquello y de lo que era el cine.
Entonces comprendí por qué Santi no se enfadó cuando el hombre grande le
tiró al suela y por qué los demás que estaban allí se estaban quietos y por qué
el otro señor seguía con la máquina extraña del ojo de cristal.
Pero a lo que no hay derecho es a que quemen a una pobre guitarra para
hacer una película. Desde entonces a mí ya no me gusta el cine.
En casa de Santi pasé unos días muy felices. Pude descansar de mi
primera salida y reponerme del susto que me dio mi primer dueño, el señor de
negro. También pude conocer muchas cosas del mundo que no se veían desde el
escaparate de la tienda de papá Fernández.
Los momentos más divertidos para mí venían después de cenar. Santi me agarraba
y todos sus hermanos se sentaban alrededor. Cantábamos todos juntos unas
cuantas canciones. Mácame llevaba el compás con las manos y con los pies y
Curro tiraba de las coletas a Lurdes y Juana hasta que le miraba don Roberto.
Después, todos le pedían a Santi que les contase una aventura. Entonces Pepe,
como decía que él era mayor, se iba a un rincón a leer una revista, pero
escuchaba todo lo que decía Santi.
Recuerdo que un día Santi contó la historia de:
6 El
reino de los osos
Hoy, Madrid es una gran ciudad llena de grandes edificios, de
automóviles, de comercios y de anuncios luminosos.
Pero hubo un tiempo en que Madrid no era más que un bosque muy espeso,
donde vivían las fieras y donde muy pocos hombres se atrevían a entrar. No se
llamaba Madrid ni se llamaba de ningún modo, porque no existía ninguna casa.
Solamente en un claro del bosque había una pequeña cabaña. Vivía en ella un
leñador solitario. Por las mañanas llevaba su carga de leña al pueblo más
cercano y, a cambio de ella, le daban alimentos y vestidos. No se detenía a
hablar con nadie y volvía en seguida al bosque para seguir su trabajo.
Cuando una tarde golpeaba con su hacha el tronco de un árbol le pareció
que alguien se acercaba despacito, como queriendo no hacer ruido.
El leñador detuvo su trabajo y miró a todas partes. Nadie. Siguió dando
hachazos y nuevamente volvió a escuchar los pasos. Se detuvo otra vez a mirar.
Nadie. Un poco inquieto siguió su labor mirando hacia atrás de vez en cuando.
El árbol estaba casi cortado. El grueso tronco empezó primero a inclinarse
lentamente y luego, con un gran crujido de ramas, se derrumbó de golpe. En
aquel instante el leñador volvió a oír los pasos fuertes y rápidos. Muy cerca
de donde había caído el árbol una gruesa sombra oscura desapareció corriendo
entre los árboles.
El leñador se quedó pensativo e inquieto. Hasta entonces, los animales
mayores del bosque eran los ciervos tímidos y los jabalíes, que le respetaban.
Pero aquella sombra era más grande que un jabalí y bastante más gruesa que un
ciervo.
El leñador volvió con la carga de leña a su choza. A la mañana siguiente,
al volver del pueblo después de venderla, le pareció otra vez oír los pasos...
y así durante varios días.
El pobre hombre ya no podía descansar. Hasta por la noche escuchaba al
animal misterioso cerca de su cabaña y no podía distinguir qué era.
Una mañana se decidió a buscar sin descanso a la extraña fiera. Comenzó
por examinar con cuidado el suelo, cerca de la cabaña. Pronto descubrió las
huellas de unas grandes zarpas.
—
Seguramente volverá — pensó. Y se escondió entre unos espesos
matorrales.
Al cabo de una hora sintió las pisadas y se asomo con cuidado. Entre los
árboles se aproximaba un animal que él nunca había visto. Era fuerte y grueso,
tenía una enorme cabezota y estaba cubierto de pelo gris oscuro.
Era la primera vez que el leñador veía un oso.
El hombre permaneció inmóvil, mientras la fiera lentamente se acercaba a
la cabaña y husmeaba. Después, cuando se dio media vuelta y se metió en el
bosque, él, con mucha precaución, la siguió.
El oso andaba despacio, olfateando y mirando a todos lados. Detrás
caminaba el leñador procurando no pisar ninguna rama seca que hiciera ruido.
Así anduvieron una larga distancia.
El animal llegó a una llanura donde se terminaban los árboles. Por ella
corría un pequeño río. Las orillas estaban cubiertas de hierba. La fiera miró a
todas partes y lanzó un fuerte gruñido. El leñador, asustado, trepó a un árbol.
Poco después, marchando a paso ligero y gruñendo, salieron de entre los árboles
cientos de osos. Les seguían los oseznos, pequeños y graciosos, pero el pobre
hombre no se fijó más que en las fieras más grandes, que podrían matarlo de un
zarpazo, y se agarró temblando a la rama. Los osos calmaron su sed en el río y
luego se reunieron en círculo. Parecía que todos obedecían al oso primero. El
leñador, admirado y lleno de miedo, no entendía nada de lo que allí sucedía.
Pero un rato después sucedió algo terrible. Uno de los ositos más
pequeños, jugando se dirigió a los árboles, que eran precisamente madroños. En
uno de ellos estaba el leñador y a él se dirigía el oso queriendo trepar. El
leñador no pudo más y dio un grito de terror.
En unos segundos todos los osos gruñendo y empujándose se reunieron en
torno al árbol. El jefe de todos se adelantó y pareció decirle algo en su
lenguaje:
—
Anda, baja si te atreves.
Pero el leñador se abrazó más fuerte a la rama del madroño.
Se adelantaron tres de los osos más grandes, se pusieron de patas contra
el tronco y empezaron a sacudirle. Arriba el hombre, temblando, se agarraba
desesperadamente... hasta que, con las fuertes sacudidas, la rama se rompió y
el leñador cayó sobre unos matorrales. Allí se quedó con los ojos cerrados,
esperando servir de merienda a toda aquella manada. Pero ¡oh, sorpresa! Cuando
pensaba llegado el fin de su vida, notó que alguien le lamía las manos, y
cuando decidió abrir los ojos, vio a todas las fieras que le rodeaban con
respeto, como si estuvieran en torno a su rey.
El leñador lo comprendió todo en seguida: lo mismo que para él aquellos
anímales eran muy extraños, también era la primera vez que los osos veían un
hombre y no sabían qué podría ser aquel bicho tan raro. Pensó que tenía que
aprovecharse. Se puso de pie y empezó a cantar con muchos gestos la primera
canción que se le ocurrió. Al oír la fuerte y bella voz del hombre, los
anímales temblaron y se acurrucaron ante él.
Desde aquel momento, el leñador fue el rey de los osos. Llegó a aprender
un poco su lenguaje y ellos hacían todo lo que les mandaba. Así vivió tranquilo
muchos años.
Después fueron a vivir otros hombres a aquel bosque y se hizo un
pueblecito junto a la cabaña del leñador. Los hombres del pueblo respetaban a
los osos y los osos a los hombres.
El pueblo se hizo cada vez más grande. Empezaron a faltar los árboles y
la comida y los osos tuvieron que marcharse.
Escudo de Madrid
Y aquel pueblecito del bosque creció, creció...
Hoy se llama Madrid y todavía tiene pintado en su escudo un oso apoyado en
un árbol.
Y no os extrañéis si alguna vez veis en las orillas del Manzanares algún
oso bebiendo agua o si, cuando vais a coger el Metro, os encontráis un oso
dentro del vagón. Es que a los osos les gusta mucho Madrid, porque se acuerdan
de aquel leñador, el primer madrileño que fue su amigo.
La noche en que Santí contó este cuento los niños se fueron a acostar
contentísimos. Pero al cabo de un rato se oyó la voz de Mácame que decía
temblorosa: "Mamá... estoy soñando con los osos..." Y doña Rosa se
tuvo que sentar un rato junto a la cama de la pequeña Mácame hasta que se
durmió del todo.