Cada
29 de mayo yo distingo que “es ese día” porque, aunque me haya
olvidado de la fecha, amanezco con un terrible dolor de cabeza.
Juan
José Guerrero
(Testimonio)
La
tarde del 29 de mayo de 1978 comenzó a circular en Cobán la noticia
de que “algo malo había sucedido en Panzós”. Se decía desde,
una balacera entre personas ebrias hasta un enfrentamiento
guerrilla-ejército.
En
la noche ya no quedaban dudas de lo acontecido y la población de
Cobán se fragmentó en dos grupos claramente polarizados.
Uno
fue conformado por el estudiantado y docentes del Centro
Universitario del Norte de la USAC quienes organizaron una
manifestación de protesta al frente de la cual se puso su Director.
A ellos se adhirieron personas intelectuales —académicas y no
académicas— y desde el atrio de la Catedral de Santo Domingo de
Cobán se denunció al mundo la —ya para esa hora— calificada
como Masacre de Panzós.
Otro
se integró con finqueros residentes en Cobán, empresarios y
vergonzosamente, algunos profesionales del Derecho quienes se
alegraban porque “se habría puesto en su lugar a unos indios
revoltosos que pretendían adueñarse de las fincas”.
A
la fecha, yo era el EPS (Estudiante en Ejercicio Profesional
Supervisado) de Medicina en el Centro de Salud de San Juan Chamelco y
al enterarme de la noticia me fui para el Hospital Regional de Cobán.
Allí me encontré con una terrible realidad:
Nadie
había acudido a prestar ayuda a la población herida porque alguien
estaba bloqueando la salida de las ambulancias.
Nos
reunimos entonces un Cirujano, un Interno (EPS hospitalario), una
Médica graduada en Brasil en proceso de incorporación, una
Enfermera Profesional, una Hermana de la Caridad y yo. No tuvimos
acceso a oficina alguna porque se sugirió evitar el tema. Los
reunidos, en aras del Opus humanum, decidimos ir aunque fuera a pie y
comenzamos a juntar avituallamientos.
Ante
la imposibilidad de contar con las ambulancias del nosocomio, nos
dirigimos al Presidente del Comité Local de la Cruz Roja
Guatemalteca y él, sin cortapisas, nos proveyó dos vehículos
signados con los símbolos internacionales de la benemérita
institución. Solo pudimos salir a las 5 de la mañana del día 30.
Al
llegar a Panzós nos encontramos con un pueblo en absoluto silencio,
desolado y donde nadie, absolutamente nadie quería hablar. Buscamos
el Puesto de Salud y allí encontramos al compañero EPS del lugar.
Estaba en franco estado de terror. Nos contó casi tartamudeando que
había sido interrogado en cuanto sus funciones como médico y no
dijo más.
No
hallamos muertos ni heridos. La única certidumbre de que algo había
ocurrido era el olor a pólvora quemada que aún se percibía en el
ambiente.
Prestos
ya para volver a Cobán, una anciana pasó cerca de nosotros y con la
cabeza agachada nos dijo en q’eqchi’: Ayuqex Cahaboncito (Vayan a
Cahaboncito), una aldea que está a muy cerca de Panzós. Y para allá
nos fuimos. Ya en la aldea, de nuevo: Nadie para hablarnos, nadie
para decirnos. Todos en silencio.
En
ese momento sucedió algo extraño: Otra anciana salió de un rancho
y sin decir palabra nos señaló la puerta gesticulando para que
entráramos. Encontramos allí tres jóvenes, dos mujeres y un
anciano. Los tres tenían heridas leves provocadas por esquirlas de
granada en los miembros inferiores. Y ya como constante: el silencio.
Cuando
salimos del rancho nos esperaba una mujer de media edad que nos
señaló otra choza. Creímos que encontraríamos más heridos pero
la única persona que había dentro era un hombre adulto, de unos 60
años, con síntomas y signos de paludismo. Su situación era muy
grave. Le ofrecimos trasladarlo al hospital de Cobán y aceptó. Su
característica durante el viaje: el silencio.
En
Cobán, dejamos al paciente afectado de paludismo en el hospital y no
sabíamos qué hacer. Estábamos confusos. De no haber sido por el
hallazgo de los heridos y el olor a pólvora, habríamos jurado que
nada había sucedido en Panzós. Nos separamos y cada quién a lo
suyo.
Cinco
días más tarde llegué al hospital a dejar unas muestras de
laboratorio y encontré al paciente de paludismo que ya mejorado, iba
de vuelta para su comunidad. Le noté en la mirada que necesitaba
hablar y en q’eqchi’ le pedí que me esperara cerca del parqueo.
Lo subí al pequeño pick up que yo manejaba y en cuanto estuvimos
juntos se soltó a contarme lo suyo. Realmente era un desahogo. De
ese diálogo —legítimo y honesto— pude colegir:
1.
La mayor parte de manifestantes eran de la aldea Cahaboncito. Iban a
la municipalidad de Panzós para dirimir acerca de terrenos que a
juicio de ellos eran suyos. No iban armados ni en busca de pleitos.
Caminaban padres, madres, abuelos, abuelas y niños. No eran “de
todas las aldeas” como se quiso hacer creer a la comunidad
internacional.
2.
La tropa que estaba en un campamento llamado Quinich, antes de llegar
a Panzós, (entre Cobán y Panzós) aparentemente desconocía de la
presencia de otro tipo de tropa. Los de Quinich eran de la zona
militar de Cobán, los que llegaron para disparar eran de Zacapa.
3.
Más de 120 personas fallecieron en las primeras ráfagas de
ametralladora. Se inició la balacera cuando llegaron a la plaza. Los
soldados estaban apostados en techos, ventanas, casas e incluso, en
el campanario de la iglesia parroquial. No hubo ningún intento de
mediación.
4.
Un grupo grande de q’eqchíes, no cuantificado, murió al lanzarse
al río Polochic. Iban heridos. Las posibilidades de que
sobrevivieran eran ínfimas.
5.
La tropa de Zacapa tomó control absoluto de la población y en
fosas comunes sepultaron uno sobre otro los cadáveres que
inicialmente quedaron esparcidos en el centro del pueblo. Para ello
se valieron de tractores que ya estaban preparados para dicho
cometido.
6.
La precisión y rapidez con que actuaron fue impresionante. De tal
manera que, cuando nosotros llegamos, no encontramos ni moscas.
Cuando
el paciente dejó de hablar, lloró, lloró y lloró. Cuando dejó de
hacerlo, lo llevé a comer a un pequeño merendero cerca del hospital
y luego al lugar donde tomó el bus de vuelta para Panzós. Nunca
supe más de él. Y ese día mi rostro dejó de ser apacible. No opté
por una facies de dureza pero sí de seriedad. Pasó un año antes de
que yo pudiera derramar una lágrima. Lo hice justamente en el primer
aniversario, cuando oí las campanas que tañeron todo el día en la
Catedral de Cobán. El Obispo había dado la orden de que, cada
aniversario de la masacre, en todas las iglesias de la Diócesis se
“tocara a entredicho”. Con el paso del tiempo, a los curas de
asfalto se les olvidó hacerlo.
Del
grupo que fuimos, el Cirujano tuvo que salir del país, a la Médica
graduada en Brasil la mataron extrayéndole in vivo un bebé de sus
entrañas, el Interno hospitalario salió de motu propio del país,
la Hermana de la Caridad se perdió en el tiempo siete años después,
la Enfermera Profesional y yo permanecimos en Guatemala. ¿Qué ángel
nos libró de la muerte?, quizá el solo hecho de estar del lado del
bien.
Nunca
se supo exactamente el número de víctimas. Las hubo desconocidas y
cuando menos dos que —por la brutal realidad que les tocó vivir—
perdieron el rumbo de su vida interior. Yo les llamo Las víctimas
número 121 y 122.
Mañana
29 será “ese día”. Mis aspirinas las tengo listas, mi espíritu
no.