13.-
El rapto
Una tarde volvimos por
el camino callado y polvoriento a la terminal del pueblo, que estaba más
solitaria que nunca. Ya era casi de noche cuando montamos en el bus. Esta vez
los chicos no tenían ganas de reír ni de cantar. Estaban fatigados y muertos de
sueño. Juanjo pudo sentarse al lado de donde vialaba una señora con su hijo en
brazos. Un hombre dormitaba con la cabeza apoyada en un rincón.
Cuando Juanjo entró,
aquel hombre abrió un poco los ojos. No se movió y en seguida volvió a
cerrarlos. El autobús emprendió su marcha
y poco después todos en sus asientos parecía
que dormían. El piloto apagó la luz. No
se veía nada. De vez en cuando brillaban las luces de una aldea o de alguna
casa al borde de la carretera. A mí me habían puesto sobre la redecilla de las
maletas y allí descansaba cómodamente.
No sé cuánto tiempo
pasó. El tren detenía su marcha. Noté que llegábamos a una parada. En la
oscuridad sentí que me agarraban.
—
¿Qué irá a hacer ahora Juanjo? — pensé.
Salimos al pasillo y en seguida me encontré en la calle .
Entonces se me volvieron
a poner "tablas de gallina", como cuando lo del hombre del traje
negro. Miré hacia arriba y vi que no era Juanjo quien me llevaba, sino el
hombre que parecía dormir en el bus. Y yo no podía gritar. El hombre,
rápidamente, me sacó fuera de la estación de
buses, mientras la camioneta seguía su camino velozmente.
La calle donde íbamos
era oscura. Casi todas las ventanas estaban cerradas. Mi raptor corría y corría
mirando hacia atrás de vez en cuando. Llegamos a un portal. Sacó una llave del
bolsillo, dio una vuelta a la cerradura y entramos. Era una casa de madera, de
un solo piso. La habitación estaba llena de toda clase de objetos: celulares,
libros, una máquina de fotos... Parecía la habitación de Juanjo el día antes de
su excursión.
Me echó a un rincón.
Mientras él, vestido y todo, se tumbó en un colchón viejo extendido en el
suelo. Apagó la luz, pero pude notar que no dormía. Daba vueltas en la cama. Se
levantaba a veces inquieto y miraba por la ventana. Cualquier ruido le hacía
dar un salto... y así pasó toda la noche.
Cuando ya clareaba un
poco, oímos unos pasos en la calle. Mi raptor se levantó rápidamente. Se oían
voces.
—
“Tuvo que venir por esta calle — decía alguien — ; yo le vi
bajar del bus y salir corriendo de la estación”.
—
“Y ¿no pudo haber huido por otro sitio?” — contestó otra
persona.
—
“Imposible. Este pueblo no tiene más que una calle y la noche
era muy mala para irse por los campos”.
—
Entonces tendremos que registrar las casas del pueblo. Vamos
a empezar por...
Y no pude oír más,
porque, al sentirse perseguido, aquel hombre me metió en un saco junto con
otros objetos y escapó por la puerta trasera de la casucha.
Entonces pasé uno de los
días más aburridos y molestos de mi vida. Con el saco sobre sus espaldas, aquel
hombre corrió por el campo, se escondió en el bosque, subió a una camioneta
donde viajamos muchas horas, se detuvo a comer en un pequeño comedor. Yo no
veía nada dentro del saco, pero escuchaba las voces y los ruidos...
—
Cuando acabó de almorzar, el hombre recogió el saco y salió a la calle. Acababa de dar
unos pocos pasos cuando se oyeron voces confusas y empezamos a ir más deprisa
cada vez. Ya se oían mejor las voces. Decían:
—
¡A ése! ¡A ése!... ¡Al ladrón!...
Y mi raptor corría
desesperadamente. De pronto se detuvo, dejó el saco en el suelo, en un rincón,
y oímos sus pasos alejarse velozmente. No volví a saber nada de aquel ladronzuelo..
14.-
El mar
Acaso les extrañará lo
que les voy a contar, pero les aseguro que es verdad.
Una semana entera estuve
allí, en la calle, sin que nadie se acercara a mí.
Algunas veces llovía y,
si no hubiera sido por un tejado que me protegía, mis tablas se hubieran
podrido y rajado. Durante el día oía ruido de máquinas, de obreros que iban y
venían con carretillas y camionetas, de unas máquinas extrañas que hacían
"buuuuu", unas veces cerca y otras más lejos.
Por la noche siempre
pasaban cerca de mí dos hombres que decían:
—
¿De quién será ese saco que lleva ahí más de cuatro días? Si
mañana sigue nos lo llevamos.
Al día siguiente se
acercaron al saco , lo abrieron, y...
—
¡Una guitarra! — exclamó
un hombre bajito, con una barba gris, una gorra blanca marinera y
una pipa retorcida en la boca. Vestía un grueso chaquetón azul. Su compañero
iba en mangas de camisa. Era mucho más joven, alto y muy fuerte. Mientras el de
la gorra blanca me contemplaba atentamente y comprobaba si mis cuerdas estaban
afinadas, el joven rebuscaba en el fondo del saco, donde encontró algo de
comida y una cámara fotográfica.
—
—
Yo creo, Bernabé — dijo el de la gorra — , que tenemos que
buscar al dueño.
—
Sí, capitán — contestó Bernabé —. Lo llevaremos a la
municipalidad
o pondremos un anuncio en el periódico.
Como la ciudad es tan pequeña, en seguida aparecerá el que se lo haya
dejado olvidado.
Echaron a andar. El
capitán de la barba gris me llevaba en la mano y entonces, al mirar por primera
vez a mi alrededor, me llevé una gran sorpresa.
A pocos pasos de mí,
sujetos con cadenas como los perros traviesos, había muchos barcos grandes y
pequeños, como los que había visto con Juanjo cuando fuimos al puerto. Y detrás, oscuro y
ancho, iluminado por el faro, porque ya casi era de noche, estaba el mar. La
raya del horizonte casi no se distinguía a lo lejos. Los barcos que volvían al
puerto se veían como puntitos de luz que resbalaban por el agua.
El capitán y Bernabé
entraron a un restaurante, en cuya puerta se leía con letras grandes: "El
Pez de Oro".
Estaba llena de
marineros que saludaron con simpatía al capitán y, al verle con la guitarra, le
pidieron una canción.
El se echó la gorra
hacia el cogote, me colocó sobre sus rodillas, se bebió de un trago el vaso que
tenía delante e inició los primeros compases de una canción marinera,
rasgueando suavemente mis cuerdas. El canto no se hizo esperar. Tenía una bella
voz que se parecía a la del contrabajo de Santi.
Una salva de aplausos
acogió el final. Y poco después no éramos el capitán y yo solos quienes
cantábamos, sino todos los del restaurante. Y cantaban con unas hermosas voces una canción que muchas veces había
escicuchado cantar acompañada de la marimba: “”Yo soy puro guatemalteco y me
gusta bailar el son con las notas de la
marimba va bailando mi corazón””….
Por fin el capitán
detuvo la fiesta y dijo:
—
Les recuerdo que dentro de dos días zarpamos... Estén preparados
—
¿Zarpamos?... Y ¿qué es eso de "Zarpamos"? — pensé
yo.
Pasaban las horas y
nadie me reclamaba.
Ya me iba haciendo amiga
del capitán. Me trataba con cariño. Me llevaba a todas partes y me agradaba su
compañía. Preguntó en la municipalidad por si alguien había perddo aquel
instrumento. Le dijeron que no, que se lo llevase.
A la mañana siguiente se
levantó muy temprano, se vistió rápidamente, cargó con una maleta enorme, me colgó de su hombro
derecho y bajó al muelle camino de la ciudad.
Bernabé y otros
marineros, que yo conocía por haberlos visto en "El Pez de Oro",
también estaban allí. Al acercarnos al barco vi una potente grúa que hacía los
trabajos de carga y descarga . Aquella
mañana había mucha actividad en el puerto.
Nuestro barco se llamaba
"Princesa" y estaba pintado de gris-paloma. Acompañé al capitán por
algunos almacenes y comercios de la ciudad y volvimos al barco. Subimos a
cubierta. Era preciso dar las últimas órdenes antes de hacernos a la mar.
—
¡Esas cajas, más a la izquierda!
—
¿Todavía quedan todos esos sacos?
—
¡Dense prisa!
—
¡Timonel, timonel!. ¿dónde está Pancho el timonel?
A las pocas horas todo
estaba a punto: las mercancías en las bodegas; los marineros a bordo; las
escotillas cerradas.
Los maquinistas y
fogoneros tenían la caldera a todo vapor. Sólo se esperaba la orden de levar
anclas.
Yo sola en todo el barco
permanecía inactiva. Allí, en el camarote del capitán, colgada de un clavo en
la pared, llena de curiosidad, procurando asomarme por el ojo de buey (aquellas
ventanas redondas) para ver lo que pasaba en el muelle.
—
¿Listos para zarpar? —exclamó el capitán—. ¡Levar anclas! Y entre el chirriar de poleas y
surtidores de vapor, el barco empezó a separarse lentamente del muelle.
La sirena hacía sonar su
silbato: ¡buuuu...! ¡buuuu...! ¡buuuu...!, como si fuera su adiós a aquel
puerto.
Poco a poco nos fuimos
alejando, mientras las pequeñas olas se rompían en la quilla del barco.
Algunas personas, pocas, nos decían adiós desde
tierra. Y yo, mientras tanto, pensaba: "Siempre se aprende algo nuevo.
Ahora ya sé lo que quiere decir zarpar.