Llegaron las vacaciones..
Aunque Juanjo era travieso, era también buen estudiante, y al final de curso
sacó unas notas estupendas.
Una tarde, Juanjo entró
en el cuarto con una gran mochila. La dejó en el suelo. Después abrió el
armario y empezó a sacar muchos objetos, que también ponía en el suelo: ropa,
unas botas fuertes, una linterna, varios platos de metal, una navaja, una
manta... Al final no se podía dar un paso en el cuarto. Yo estaba un poco
extrañada. Parece que Juanjo se dio cuenta, porque me miró y dijo:
—
También tú vendrás
conmigo.
—
¿A dónde? — pensé yo.
El chico metió todo
aquello en la mochila.
A la mañana siguiente,
Juanjo. se levantó muy nervioso, se vistió, se puso las fuertes botas, cargó
con la mochila y, llevándome a mí por
compañera, dijo adiós a todos y salió corriendo de casa.
Poco después estábamos en
la estación terminal con los otros cinco amigos de Juanjo. Subimos al bus y
comenzó mi nuevo viaje. Durante las tres horas que duró, ellos no dejaron de
charlar y reír. Yo miraba por la ventana y noté que esta vez no íbamos a Xela
ni a Chichi ni a la Antigua ni a ninguna gran ciudad. Cada vez se veían menos
casas, más piedras y árboles. Me parecía que el bus subía la pendiente camino del
monte.
Por fin descendimos en un pueblo y los seis muchachos comenzaron a
andar por un camino solitario entre el bosque, hasta llegar a una pradera entre
los árboles, junto a una laguna. Allí
dejaron las mochilas y armaron una casita de tela sujeta con unos bastones y
cuerdas.
—
Aquí viviremos una semana
— dijo Juanjo contentísimo —. Esto es magnífico.
—
¡Lo que me faltaba! —
dije yo.
La verdad es que aquellos
días los pasé mejor de lo que esperaba.
Mientras ellos se iban
por los montes, me quedaba sola dentro, en la casita que ellos llamaban tienda
de campaña. Desde la puerta veía los pájaros que se acercaban a comer los
restos de la comida que habían dejado los muchachos. Las ardillas, que se
atrevían a meterse dentro de la misma tienda. Las orugas de los pinos, que, en
procesión continua, subían y bajaban de los árboles. Los pequeños insectos que,
andándolo todo, a veces se metían en las mochilas. Alguna vez las hormigas,
curiosonas, se subían encima de mí y hasta entraban por el agujero de mi caja.
Me hacían algunas cosquillas, pero yo me quedaba quieta.
Mi trabajo comenzaba por
la noche. Después de cenar encendían una hoguera y se reunían los seis amigos.
Uno contaba un chiste, otro hablaba, todos reían y también todos juntos
cantábamos algunas canciones. Enrique contaba siempre alguna historia y lo
hacía todavía mejor que Santi.
Una noche, Enrique les
explicó cosas de las estrellas. Yo nunca me había fijado en las estrellas, y me
parece que hay chicos y hombres mayores que tampoco han mirado nunca despacio a
las estrellas.
Desde que Enrique nos
habló procuro mirar siempre a las estrellas. Entonces es cuando mis cuerdas
suenan mejor.
Voy a deciros en el
capítulo siguiente lo que nos contó Enrique.
10.- Enrique y las
estrellas
—
Si yo tuviera un cohete
espacial — dijo un chico bajito llamado Paco — me iría a la Estrella Polar.
—
Y no llegarías en varios
millones de años — dijo Enrique.
—
¿Cuál es la Estrella
Polar? — preguntó Jorge.
—
Aquélla que está a la
cabeza de la Osa Menor — explicó Enrique.
—
Esa estrella sirve para
saber dónde está el Norte. Si alguna vez os perdéis en el monte y queréis
volver, no tenéis más que fijaros en la Estrella Polar, que es la que siempre
está en el mismo sitio.
¿Y si está nublado? — volvió a preguntar Juanjo.
—
¡Ah! Entonces cómprate un
paraguas, por si acaso — dijo bromeando Enrique.
—
Si las estrellas fueran
tan grandes como el sol — dijo Paco — ,
no nos harían falta bombillas por la noche.
—
¡Pero si muchas de las
estrellas son más grandes que el sol!... ¡Mucho más grandes! Lo que pasa es que
están muy lejos. Esas estrellas que se ven como puntitos son tan grandes que
dentro de ellas cabría muchas veces el sol, pero están a tanta distancia de la
Tierra que un rayito de su luz tarda
muchos años en llegar a nosotros.
—
¿Un rayo de luz?
—
Sí, a pesar de que es lo
más rápido del mundo.
—
¿Y cuántas estrellas hay?
—
No se pueden contar. Cada
día se descubren más estrellas con los
telescopios de los satélites artificiales. Con ellos se descubren algunas que están a una distancia casi
incalculable, pero hay otras más lejos todavía
-Todos estábamos con la
boca abierta mirando al cielo. Enrique seguía hablando y diciendo lo lejos que
estaban las estrellas y empleaba unos nombres raros: billones y trillones, que
no sé lo que es. Y habló de la Osa Mayor, y de la Osa Menor, y del Cisne, y de
Orion, y el León, que por lo visto son nombres de grupos de estrellas.
También explicó algo del
Camino de Santiago. Eso lo entendí mejor. Os lo contaré luego.
Lo que sí puedo deciros
es que cuando Enrique terminó de hablar, todos seguimos callados, sin movernos,
mirando a las estrellas. El fuego se iba apagando poco a poco. A lo lejos se
escuchó a un mochuelo, pero nadie le hizo caso. Todo seguía silencioso. Yo me
fijé en Juanjo y me pareció que estaba rezando.