21 La orquesta de Augusto
Pasé
una semana en el pueblecito pampero. Pensaba yo que en un sitio tan lejano y
tranquilo estaría toda mi vida. Pero no.
Una
mañana llegó al pueblo un automóvil. Era un trasto grande y viejo. Toda la
gente salió a recibirle. Toño también salió dando gritos de alegría:
— ¡Augusto, Augusto!
También
en la puerta misma del carro estaba escrito con letras grandes y amarillas:
"Augusto y sus muchachos". Dentro venían cinco hombres vestidos de
gauchos. Traían sus trajes mucho más nuevos y con más colores que los de la
gente del pueblo. Se notaba que no habían montado a caballo ni habían trabajado
entre el ganado.
El
automóvil se detuvo en la plaza del pueblo. Salieron los cinco y uno de ellos,
con bigotazos que le colgaban por la barbilla, saludó con mucha alegría a Toño.
— ¡Cuánto tiempo sin verte, Augusto! —
dijo Toño.
— Y vos, ¿cómo estás? — contestó Toño.
— Cansado de los viajes y de los
trabajos. Pero tenemos más viajes y más trabajos todavía.
Mientras
ellos hablaban, los otros cuatro hombres sacaban del auto sus maletas y varios
instrumentos: un arpa, dos guitarras, un tamborcito, un violín y una flauta.
Los chiquillos, los hombres y mujeres rodeaban el auto con curiosidad.
Por
fin, los cinco viajeros entraron con Toño en su casa. Toño les sirvió la comida
y ellos le iban contando sus viajes.
No
sé de qué hablarían aquella tarde, pero a la mañana siguiente, cuando empezaron
a meter otra vez las maletas y los instrumentos en el carro, vi que Augusto y
Toño se acercaban a mí. Augusto tenía su guitarra en la mano. Nos saludamos
ella y yo, pero antes de que pudiéramos hablar — y casi sin darme cuenta — me
encontré en manos de Augusto, que me metió en su automóvil. Toño, por lo visto,
se quedaba con la guitarra de su amigo.
— ¡Adiós, Augusto, buena suerte!
— ¡Adiós, Toño!
— ¡Adiooos!
Todo
el pueblo agitaba los pañuelos.
Aún
no había salido de mi sorpresa cuando ya estaba el automóvil corriendo y
botando por un camino lleno de baches.
— Hola, chica; ¿qué haces ahí tan
despistada? — me dijeron mis nuevos amigos.
Les
saludé a todos y me presenté:
— Yo soy Blim, guitarra del taller de
papá Fernandez
Ellos
me contaron algo de su vida y sus viajes. Les pregunté si sabían a dónde íbamos
ahora.
— No — me dijo el arpa, que llevaba la
voz cantante — sólo sabemos que tenemos
que montar en avión.
— ¡Otra nueva aventura! — dije para mis
adentros.
Llegamos
al aeropuerto, donde todos nos miraban con curiosidad. Atravesamos salas y
pasillos y al fin salimos a la pista, donde nos esperaba un gran aparato.
Subían a él pasajeros de todos los tipos. Un señor gordo con una cartera tan
gorda como él. Una mamá con dos niños que lloraban. Dos estudiantes muy
morenitos,...
A
nosotros nos pusieron detrás, en un departamento de equipajes. Tuve la suerte
de que me apoyasen junto a la ventana para poder conocer el paisaje. Soy muy
curiosa, no lo puedo remediar.
Oí
el fuerte ruido de los motores. Empezamos después a correr por la pista como un
bólido de carreras, hasta que me di cuenta de que no estábamos ya en la pista,
sino un poco más arriba.
Más
arriba cada vez, y debajo de nosotros empezaron a pasar árboles y carreteras...
y las casas empezaron a verse pequeñas debajo. A un lado se distinguían los montes y al otro, a lo lejos, se veía
22 Aterrizaje
El
viaje fue muy rápido, pero muy largo también. Por debajo de nosotros quedaban
las llanuras, grandes bosques, ríos, pueblecitos o ciudades que aunque eran
grandes se veían como hormigueros pequeños. A veces pasamos junto a montañas
tan altas que algunos de sus picos subían más que nuestro aparato.
Paramos
en varios aeropuertos, donde descendieron algunos pasajeros y subieron otros.
Empezó a hacerse de noche, pero nosotros seguimos volando. Por debajo no se
veían más que las luces de las ciudades.
Empezó
a amanecer. El sol salía poco a poco del mar, allí a lo lejos. Delante de
nosotros se veía una ciudad que se iba haciendo más grande cada vez. Me fijé
que tenía unas casas altísimas. Nunca había visto casas tan altas. El avión
descendía sobre un aeropuerto... Descendía; ya estaba muy cerca del suelo... Ya
tocamos tierra... Y después de una larga carrera nos detuvimos.
Se
abrió la puerta, pusieron la escalerilla y todos los pasajeros salieron. A
nosotros nos bajaron más tarde. Entonces hubo algo que me extrañó:
— Qué cosas más raras dicen — le pregunté
a la otra guitarra. ¿Te has fijado?
— Es que hablan en inglés —me contestó
ella — . ¿Tú no sabes inglés? No te preocupes, que puedo traducirte todo.
— ¡Vaya una guitarra más lista! Y ¿puedes
decirme dónde estamos?
— Sí, claro; ¿no has visto esas casas tan
altas? Son los rascacielos de Nueva York.
Mientras
hablábamos nos habían sacado a la calle y nos habían montado en un automóvil
tan grande como el de Augusto, pero mucho más moderno y bonito.
Empezamos
a correr por una-ancha pista. Pasamos por un gran puente de hierro que ya había
yo visto desde arriba. Entramos por unas calles donde había tantos autos que
casi no cabían. Y al fin nos bajaron delante de un portal donde ponía
"Hotel" y otro nombre raro que no recuerdo.
Allí
esperaban a los cinco músicos unos señores que les saludaron con simpatía. La
otra guitarra iba traduciendo todo lo que hablaban.
— Dicen que seamos bien venidos... Que
tenían muchas ganas de escucharnos... Que están seguros de que nuestras
canciones van a gustar mucho a la gente... Que en este hotel estaremos muy
bien...
En
aquel momento llegaron otros hombres con máquinas de fotos y se pusieron a
retratarnos. Los cinco músicos sonreían y nosotros, los instrumentos, también.
Lo que pasa es que a nosotros no se nos nota si sonreímos o estamos serios.
Pero entonces sonreíamos, ¡palabra!