17 Tierra
Una
mañana, por el ojo de buey del camarote, vi una montaña gris a lo lejos.
También la vio el capitán y dijo muy tranquilo: Ya llegamos.
Luego
subió a cubierta para dar órdenes.
La
montaña, con la tierra que la rodeaba, se fue agrandando y poco a poco
empezamos a distinguir el puerto. Un puerto más grande, mucho más que aquél de
donde habíamos salido.
Los
marineros se daban prisa preparando el atraque.
El
barco entraba despacio, lentamente. El capitán me llevaba colgada de su hombro.
Como siempre, estaba muerta de curiosidad. Ya se distinguían claramente los
edificios, las grúas y tos muelles. Hasta se oía hablar en un lenguaje extraño
que no entendía. Yo notaba mucho movimiento a nuestro alrededor. Los
remolcadores nos ayudaron a atracar. El práctico del puerto daba las órdenes
precisas.
Despacito,
despacito, el barco se fue acercando al muelle. Lanzaron las amarras. Sujetaron
las maromas y todo quedó dispuesto para echar la escalerilla.
¡Echen
la escalerilla! —gritó uno desde abajo.
¡Oh,
si hablan español! ¿Estaremos en mi tierra otra vez? — me preguntaba yo.
Pues
sí estábamos en América del Sur, pero no
en mi tierra. En una de las naciones donde la gente habla como nosotros y donde
hay muchos que se llaman López y González.
Acompañando
a la Policía, subió al barco un señor con gorra oscura. Era el jefe de la
aduana y preguntó:
¿El
señor capitán?
Para
servirle, señor; aquí estoy —dijo el capitán.
¿Qué
mercancía traen ustedes?
Traemos
muchas cosas; principalmente juguetes y zapatos.
Pero
el jefe de la aduana debía de ser muy desconfiado. Mandó abrir algunas de las
cajas y sacos para ver su contenido. Luego pidió los documentos al capitán.
Hacía
unos días que yo notaba algo raro. Desde el momento en que aquel ratero huyó
conmigo de la estación, me había parecido que mi corazón hacía "toc,
toc" más fuerte que de costumbre. Naturalmente, el hombre que me llevaba
no se dio cuenta. Tenía otras cosas de que ocuparse.
Pero
desde entonces, cuando me encontró el capitán en la calle, al salir del puerto
español, cuando el delfín "Constantino" se acercó a nosotros...
siempre que me encontraba con alguien o me despedía, sentía que mi corazón daba
unos latidos más fuertes.
Nadie
se había dado cuenta de ello hasta entonces. Pero, aquel señor de la gorra azul,
tan desconfiado, cuando revisaba los documentos del capitán se quedó quieto
mirándome.
¿Qué
lleva usted ahí? — preguntó al capitán.
Una
guitarra, ¿no lo está viendo?
¿Nada
más? Traiga, a ver...
Se
quedaron los dos en silencio y se escuchó más claro mi "toc, toc". No
lo podía evitar. El jefe de la aduana me acercó a su oído. Puso cara de
extrañeza, me sacudió un poco, miró por el agujero de mi caja y fijó luego su
mirada muy serio en el capitán.
Aquí
dentro suena algo... — le dijo — , algo como un reloj... o una bomba; sí, algo
extraño.
Pero
¿qué dice usted? — exclamó el capitán enfadado.
El
de la aduana no contestó, se dio media vuelta y bajó del barco llevándome
consigo como si fuera contrabando. Al ver cómo se ponían las cosas, mi corazón
sonaba cada vez más fuerte y el vista de aduanas, con miedo de que fuera a
explotar, me llevó de prisa a su oficina.
Allí
me examinaron otros hombres. Me metieron en el aparato de rayos X y se miraron
unos a otros, llenos de extrañeza. Yo no entendía ni comprendía nada.
Aquí
no hay nada; todo es madera — se dijeron.
El
jefe tuvo que llevarme otra vez al capitán, que estaba furioso. Al verme dijo:
Si este chunche
puede proporcionarme disgustos,
en cuanto pueda lo vendo.
Y
se quedó más o menos tranquilo.
Poco
a poco se me fue calmando el corazón, pero me quedó una gran tristeza al pensar
que nunca podía estar mucho tiempo con nadie. ¡Qué mala suerte la mía! ¡Con lo
alegre que yo soy...! ¡Quién pudiera encontrarse en la calle del Calamar!
18 Los vaqueros
Nuestro
barco no se detuvo en aquel país. De puerto en puerto, fuimos visitando muchos
lugares de América del Sur. Pasamos junto a las costas del Brasil y de Uruguay,
y una noche nos acercamos a uno de los mayores puertos que he visto en mi vida.
Buenos
Aires — dijo el capitán.
Detrás
de las luces del puerto se veía toda la iluminación de una ciudad moderna y
extensa. Atracamos. Las grúas se dedicaron a bajar los bultos que llevábamos.
Cuando
todo estuvo terminado, los marineros descendieron al puerto. El capitán,
conmigo al hombro, también bajó y se quedó un rato paseando junto al barco.
En
aquel momento se escuchó un pitido. Un tren de vagones oscuros y sin ventanas
se acercó por las vías del muelle y se detuvo a pocos metros de un barco mucho
más grande que el nuestro. Este barco tenía extendida una ancha pasarela.
Se
abrieron las puertas de los vagones, escuché un concierto de mugidos y en
seguida comenzaron a salir del tren vacas y más vacas.
Unos
hombres armados de palos las conducían a la pasarela y poco a poco todas ellas
fueron entrando en el gran barco.
Los
hombres que las guiaban llevaban unos pantalones amplios, iban calzados con
botas altas, armadas de espuelas, y sobre los hombros tenían una manta de
bellos colores. Todos tenían también barba o grandes bigotes.
El
capitán observaba cómo entraban las vacas en el buque y después nos fuimos
lentamente hasta un café del puerto, que
esta vez no se llamaba "El Pez de Oro", sino "El Pez de
Plata".
Se
sentó el capitán en una mesa y pidió comida. A mí me dejó apoyada sobre una
silla. En "El Pez de Plata" había mucha animación. Entraban y salían
muchos hombres, sobre todo marineros, y se charlaba en voz alta, casi a gritos.
Cuando
mi amo terminaba su cena entraron en la taberna tres de los vaqueros que
habíamos visto en el puerto y se sentaron cerca de nosotros. Hablaban de una
manera un poco difícil de entender, despacio y sin gritar. Al poco rato uno de
ellos volvió la cabeza y se me quedó mirando.
Bonita
vigüela, patrón — le dijo al capitán.
No
es mala — contestó él casi sin mirarme—; me gusta su sonido... aunque no tengo
mucho tiempo para tocarla.
¿Me
permitís? — pidió el vaquero, alargando la mano. El capitán se la dio y él me
rasgueó un poco con los ojos entornados
y canturreando entre
dientes. Yo estaba
un poco asustada, porque aquel
hombre me manejaba de una manera un poco diferente de los demás. Y encima me
llamaba vigüela..., pero se notaba que para él la guitarra, o la vigüela, no
tenía secretos.
Cuando
terminó su prueba, el vaquero le preguntó al capitán cuánto dinero quería por
mí. Discutieron un rato, porque parece que el capitán pedía mucho y el vaquero
quería dar demasiado poco.
Yo
soy pobre, patrón —decía el vaquero —, pero nosotros los gauchos no podemos
vivir sin música. Dejádmela vos barata.
Y
como el capitán tenía ganas de abandonarme después de mi aventura con el
policía, se la dio barata. Luego saludó a los vaqueros y se fue. Mi corazón
empezó a latir otra vez con fuerza, pero el vaquero, o mejor dicho el gaucho,
no se extrañó.
Buena
vigüela es ésta — dijo a sus compañeros — , y tiene corazón sensible como la
otra que me pisaron las vacas.
Buen
susto me dio cuando dijo esto. Me imaginé que algún día me olvidarían en el suelo
del establo y el rebaño de vacas pasaría por encima de mí, destrozando mis
tablas y cuerdas. Pero, en fin, ya estaba acostumbrada a la vida de peligros.
Seguramente que aquel gaucho no sería tan descuidado como el travieso Juanjo.