23 Los
de viento
Descansamos tranquilamente en el hotel.
A la mañana siguiente, Augusto les avisó a
todos:
— Tenemos
que ensayar, que esta noche actuamos en la televisión. Pero al comenzar el
ensayo nos dimos cuenta de
— que
la flauta no funcionaba. Augusto se puso muy nervioso y salió con José el
flautista a comprar otra. Tan nervioso se puso que se olvidó de dejarme en casa
y me llevó colgada del hombro.
¡Qué sorpresa me llevé! En la puerta de
aquella tienda americana ponía en español:
CASA FERNANDEZ, INSTRUMENTOS DE VIENTO.
Entramos. El señor Fernández, americano, era
mucho más joven que papá Fernández. Sólo se parecía a él en que también llevaba
cuello de pajarita en vez de corbata.
Mientras Augusto y Fernández hablaban, yo
quise conocer a aquellos instrumentos
extraños llamados instrumentos de viento.
— Buenos
días.
— Buenos
días — contestaron ellos con voces muy raras —.
— ¿Cómo
está usted, señora guitarra?
— ¿Con
que ustedes me conocen a mí...? Pues yo no les s conozco a ustedes
Entonces ellos, muy amables, se presentaron:
Somos el equipo de la madera. Yo soy la
flauta y este mi hermano pequeño el flautín. Por este agujerito que tenemos a
un lado sopla el músico. Cuando nosotros cantamos se ponen a cantar todos los
pájaros del bosque.
— Yo
soy el clarinete. Soy muy importante en las orquestas y en las bandas. Unas
veces estoy melancólico y triste; otras, alegre y de buen humor.
— Yo
soy el oboe. Ya ves que me parezco al clarinete, pero soy más pequeño que él.
Mi boquilla es más fina y mi voz es como el canto del viento entre los árboles
del bosque. Soy misterioso y tímido.
— Yo
soy el fagot. ¡Ju, ju, ju! Tengo voz de viejecito guasón. Soy más grande que
todos estos. Los músicos me tienen respeto y me tocan por un tubito como si
fueran a beber horchata.
Allí no había nadie más, pero a mis espaldas
oí que me llamaban. Era un grupo de
instrumentos grandes y brillantes.
— Hola
— me dijo uno —; nosotros somos el equipo del metal. Yo me llamo saxofón.
Parezco una pipa grande, retorcida y llena de llaves. Soy muy importante en las
bandas.
Yo soy la trompeta. Soy más pequeña que éste,
pero cuando yo canto se me nota más que a todos. Con mi voz parece que sale el
sol y todos los soldados se ponen de pie y tiemblan los cristales de las casas.
— Yo
soy la tuba. Soy un gigante, gordo y fuerte. Mi voz parece que sale del fondo
de una cueva.
— Yo
soy la trompa. Soy redonda y deportista. Antes me llevaban de caza y, cuando yo
sonaba, los ciervos se morían de miedo y huían a todo correr. A veces se callan
todos los demás instrumentos para dejarme cantar a mí sola.
— Yo
soy el trombón de varas. Me estiro y me encojo como una goma y cuando me estiro
soy el más largo de todos. A veces soy chillón; otras veces parece que me estoy
quejando; a veces parece que tartamudeo.
¡Qué simpáticos eran aquellos instrumentos!
En la tienda de este señor Fernández entraba mucha gente. Señores mayores o
jovencitos, y uno compraba un clarinete, otro un saxofón, otro un libro que
ponía: "Aprenda a tocar el clarinete en diez días" o "Aprenda a
tocar el saxofón en tres días y medio".
Mientras tanto, Augusto y José habían
escogido ya la flauta que buscaban y se despedían del señor Fernández.
Pero cuando nosotros íbamos a salir sucedió
algo terrible. Entró en la tienda un hombre con abrigo negro y gafas oscuras y
preguntó al señor Fernández:
— ¿Tiene
usted un clarinete que arda bien?
Yo me agarré temblando al hombro de Augusto y
nos fuimos. ¡Me recordaba tantas cosas...!
24 La
televisión
Salimos al anochecer hacia los estudios de
televisión.
Entramos por unas grandes puertas de cristal
y empezamos a recorrer pasillos y pasillos. Al final entramos en una habitación
grande. Un señor salió a recibirnos:
— Siéntense
ahí y esperen — nos dijo.
Y nos sentamos en unos butacones colorados.
Allí estuvimos esperando unos minutos hasta que volvió a entrar el mismo señor.
— Vengan
a maquillarse.
— ¿Qué
es eso de maquillarse? — pregunté a mi amiga la otra guitarra.
— Les
van a dar una crema en la cara para que se les vea mejor en la televisión.
Nos dejaron en la habitación y se marcharon
todos los músicos. Poco después volvieron. Les habían dado una pomada que
dejaba su cara brillante. Yo me eché a reír.
En seguida nos agarraron y entramos en una
habitación extraña.
En la puerta ponía: "Estudio 5.
Silencio". Y había una lucecita roja. Aquella habitación por dentro se
parecía a la de los estudios de cine.
Había también luces muy fuertes, decoraciones
pintadas, cuerdas y tablas. Varias máquinas con su ojo de cristal a las que
todos trataban con mucho cuidado y por el suelo muchos cables que no debíamos
pisar. Nadie hablaba. Un hombre — que parecía el jefe — estaba detrás de un
cristal y hacía señas. Todos le obedecían.
Cuando nosotros entramos, en medio de la
habitación había un chino con una gran coleta y hacía juegos muy difíciles con
unos platos. Los tiraba al aire y los recogía, sosteniéndolos con los hombros,
con la cabeza, con la nariz...
En cuanto terminó, el señor de la ventanilla
hizo un gesto. Augusto hizo otra señal y nos pusimos donde estaba el chino.
Todas las máquinas nos miraban con su ojo de cristal. Augusto apretó mis
cuerdas, hizo ¡Blimm!, y empezamos nuestras canciones: las que habíamos
ensayado por la mañana.
Yo estaba un poco nerviosa, porque era la
primera vez que actuaba en la televisión, pero Augusto me hacía sonar tan bien
que en seguida se me quitó el miedo.
Por encima de nosotros había colgados unos
micrófonos. Pensé que en aquel momento nos estaban viendo y escuchando miles y
miles de personas. ¡Qué importantes éramos!
Cuando terminamos de cantar no nos
aplaudieron, porque no se podía hacer ruido, pero me fijé que el jefe de la
ventanilla y los que manejaban las máquinas y las luces tenían cara de estar
contentos.
Salimos. Una vez fuera, el mismo señor de
antes felicitó a Augusto y le dijo que tendríamos que volver otra vez, pues le
había gustado.