sino los guatemaltecos
La existencia de la Cicig, así como la
acción y reacción que provoca y, sobre todo, la figura de Iván Velásquez, han
develado los grandes intereses políticos y económicos que están en juego.
Rigoberto
Quemé Chay
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09 17
Algunos de esos intereses son la
corrupción histórica como factor de poder, lo conservadora que es la actitud de
la mayoría y la manipulación mediática de los carteles de la información
hablada, escrita, televisiva y digital, además de la polarización ideológica
alrededor de posiciones superadas por el tiempo y la historia; la falta de
acción de actores, sectores e instituciones que deberían jugar un papel
protagónico en el desarrollo del país, y las fracturas sociales convertidas en
desigualdades, todo ello abonando la idea de que el problema somos nosotros.
El factor desencadenante de la crisis
actual fue provocado por el presidente de la república, quien, actuando al son
de los intereses corporativos dominantes de carteles económicos, políticos y
militares involucrados en acciones ilícitas, abruptamente declaró persona non
grata a Iván Velásquez. Sin claridad de la dimensión de su accionar, sin
claridad de nada, ha emergido como un tonto útil («inútil», diría Pérez Attias)
convertido por ciertos sectores violentos y corruptos en un antihéroe al mejor
estilo de los cómics, surgido del mundo bizarro de Superman.
Con justa razón, cuando fue la
celebración de los 500 años de la invasión europea, los pueblos decían algo
así: «Nos cortaron las flores y las ramas, pero no nuestras raíces». Con esto
querían expresar la fortaleza civilizatoria de los pueblos indígenas.
Lamentablemente, algo similar en Guatemala es el mensaje del poder corrupto
acerca de la lucha de los héroes Cicig-MP contra la impunidad: «Han cortado las
ramas, lo visible de la corrupción, pero no dejemos que lleguen a las raíces».
La corrupción, por ser la razón y el fundamento del Estado colonial, es fuerte.
Y sus raíces, profundas y amplias, se han instilado en todos los espacios
sociales, institucionales y mentales.
¿Qué tanto, como sociedad, estamos
tocados por la corrupción? Bastante, diría yo.
Hay que leer en las redes sociales los
comentarios razonables mezclados con los insultos y los argumentos subjetivos
que delatan la falta de convicción acerca de la lucha contra la corrupción
porque de repente ¡nos toca! En los foros públicos y en los medios de
comunicación abundan los análisis de connotados profesionales que reflejan más
superficialidad que argumentos válidos, conducidos por locutores con ínfulas de
académicos. Son tanques de pensamiento cuyos miembros juegan muchas veces un
doble papel: asesorando gobiernos, controlando los cambios y, por otro lado,
pidiendo cambios políticos desde sus instituciones.
En las calles y en las plazas abunda el
antagonismo por la situación. Por un lado, gente de clase media abarrotando la
plaza. Por otro, grupos de gente venida de colonias de abolengo, protegidas del
clima con vestuarios propios de eventos en hoteles de cinco estrellas. De
repente llegan autobuses con acarreados que por un salario o un regalo asisten
a manifestar su apoyo a saber por quién. Todos, enfrentados por un problema
generado por los que tienen el poder político y económico, el real y el formal.
O darnos cuenta de la creciente
corrupción en el sector público y en todos los niveles de la administración
pública a pesar de la caída de altos funcionarios. Desde la mordida con que se
evade la cola de usuarios para agilizar un trámite o lograr una resolución favorable,
pasando por el uso de los recursos públicos en los fideicomisos por parte de
asesores y empleados cercanos a los círculos de poder, hasta la repartición del
presupuesto público de manera legal, como las alianzas público- privadas que
favorecen a los mismos que hoy están siendo perseguidos.
Lo otro es nuestro fanatismo religioso
mezclado con política. Leer que a Jimmy Morales le dijo un pastor evangélico
que era el elegido de Dios para gobernar, las revelaciones del presidente de la
ANAM y lo dicho por el secretario de los criticados 48 cantones de Totonicapán
(que a Jimmy Morales «Dios lo ha puesto y [que] él mismo lo va a sacar»)
demuestra que preferimos descansar en el mundo imaginario, que preferimos
abarrotar iglesias de cualquier denominación, cultos, procesiones, cruzadas,
etcétera, y enriquecer a los mercaderes de la religión, y no enfrentar el mundo
concreto, ya que eso implica responsabilidad, honestidad y compromiso con los
que sufren y padecen las tradicionales exclusiones del sistema colonial, hoy en
crisis por la lucha de los poderes reales. Dogma y realidad no combinan.
El problema somos nosotros, no Iván ni
la Cicig.