“DISUELVE” EL YO
Para quienes únicamente han oído hablar
de ella, la meditación suele aparecer como una práctica, más o menos extraña o
incluso esotérica, con la que se buscaría relajación o serenidad. En cualquier
caso, se trataría de algo marginal y, en cuanto tal, prescindible.
Esta opinión ha empezado a modificarse
en Occidente gracias a la inusitada expansión del “mindfulness” y a su
reconocimiento creciente, particularmente en ámbitos psicológicos, médicos y
académicos.
Sin embargo, mindfulness no es sinónimo
de meditación. Se trata de una valiosa y eficaz herramienta terapéutica, cuyos
efectos se han comprobado fehacientemente, tanto en la prevención o disminución
de la ansiedad, el estrés y la depresión, como en el crecimiento integral de la
persona. No es extraño, por tanto, que desde los terrenos psicológico y
educativo se le preste cada vez una mayor atención.
La meditación, sin embargo, no es un
conjunto de prácticas –aunque las incluya–, sino de un estado de consciencia,
caracterizado por la vivencia de la no-dualidad.
No se trata, por tanto, del ejercicio de
un yo que busca en la meditación algún beneficio en particular. La meditación
es un estado de pura atención, en el que esta llega a ocupar todo el espacio,
hasta el punto de que desaparece incluso el yo que quería meditar. Meditación
es, por tanto, un estado sin yo. Lo cual resulta plenamente coherente: dado que
el yo es solo un pensamiento, acallado este en la atención, aquel se disuelve.
(Quizás, en rigor, habría que decir que lo que se disuelve es la identificación
con el yo).
Lo que ocurre, con frecuencia, es que
son los propios meditadores habituales quienes entienden la meditación como un
medio para alcanzar algo que les resulte “beneficioso”. Cuando eso ocurre, lo
que se consigue es seguir fortaleciendo la sensación del ilusorio “yo”, que
utiliza incluso la meditación para perpetuar su afán de protagonismo. De ese
modo, aquella se convierte en una herramienta más al servicio del yo.
Frente a este engaño, tan sutil como
habitual, me parece importante tener presente que la meditación es un estado de
consciencia radicalmente diferente del estado mental, al que se accede
silenciado el pensamiento y poniendo atención, hasta que llega un punto en el
que la atención (consciencia) lo ocupa todo.
El sujeto de la meditación no es, pues,
el yo que quiere estar atento o se esfuerza por mantenerse
consciente, sino la
propia consciencia. De ahí que, siempre que el meditador se considera “sujeto”
de la práctica, cae en el engaño antes citado, que imposibilita que emerja el
estado meditativo.
En todo caso, el “sujeto” de la práctica
habrá de ser el “Testigo”, no el yo o la mente, sino la consciencia que
atestigua, Eso que observa o se da cuenta. En rigor, “yo” no medito, porque cuando
hay meditación no hay (identificación con el) yo. Y “yo” no es tampoco el
Testigo que observa; se trata de un nivel diferente de identidad: acallado el
yo mental, emerge el Testigo. Y, a partir de ahí, puede operarse el “paso” del
Testigo a la Consciencia una, donde todo es –y solo es– atención sin sujeto
separado.
La “moraleja” que de aquí se desprende
para quienes meditan es simple pero profundamente renovadora o transformadora:
no te sitúes en el yo para meditar; más aún, no te busques como “yo”. Ábrete a
percibir que “tú” no eres el sujeto de la práctica, sino que, en cuanto
empiezas a meditar, el yo cae, porque emerge otra nueva identidad que
trasciende la mente.
Para terminar, me gustaría señalar que
es precisamente este cambio de estado el que explica que la no-dualidad no
pueda ser percibida por la mente, que fácilmente la descalificará como
ilusoria. La incapacidad es la misma que experimentaría quien duerme –en el
estado de consciencia onírico– para captar el mundo de la vigilia. Un estado de
consciencia inferior tiene vedado el acceso a otro estado superior.