Cuentos del monje benedictino Mamerto
Menapace
Con guías de trabajo pastoral elaboradas
por Marcelo A. Murúa
Publicados en Cuentos Rodados, Editorial
Patria Grande
El
relojero
De esto hace mucho tiempo. Época en la que
todavía todo oficio era un arte y una herencia. El hijo aprendía de su padre,
lo que éste había sabido por su abuelo. El trabajo heredado terminaba por dar
un apellido a la familia. Existían así los Herrero, los Barrero, la familia de
Tejedor, etcétera.
Bueno, en aquella época y en un pueblito
perdido en la montaña, pasaba más o menos lo mismo que sucedía en todas las
otras poblaciones. Las necesidades de la gente eran satisfechas por las
diferentes familias que con sus oficios heredados se preocupaban de solucionar
todos los problemas. Cada día, el aguatero con su familia traía desde el río
cercano toda el agua que el pueblito necesitaba. El cantero hacía lo mismo con
respecto a las piedras y lajas necesarias para la construcción o reparación de
las viviendas. El panadero se ocupaba con los suyos de amasar la harina y
hornear el pan que se consumiría. Y así pasaba con el carnicero, el zapatero,
el relojero. Cada uno se sentía útil y necesario al aportar lo suyo a las
necesidades comunes. Nadie se sentía más que los otros, porque todos eran
necesarios.
Pero un día algo vino a turbar la
tranquila vida de los pobladores de aquella aldea perdida en la montaña. En un
amanecer se sintió a lo lejos el clarín del heraldo que hacía de postillón o
correo. El retumbo de los cascos de caballo se fue acercando y finalmente se lo
vio doblar la calle que daba entrada al pueblito: un caballo sudoroso que fue
frenado justo delante de la puerta de la casa del relojero. El heraldo le
entregó un grueso sobre que traía noticias de la capital. Toda la gente se
mantuvo a la expectativa a la puerta de sus casas a fin de conocer la
importante noticia que seguramente se sabría de un momento al otro.
Y así fue efectivamente. Pronto corrió
por todo el pueblo la voz de que desde la capital lo llamaban al relojero para
que se hiciera cargo de una enorme herencia que un pariente le había legado.
Toda la población quedó consternada. El pueblito se quedaría sin relojero.
Todos se sintieron turbados frente a la idea de que desde aquel día, algo
faltaría al irse quien se ocupaba de atender los relojes con los que podían
conocer la hora exacta.
Al día siguiente una pesada carreta
cargada con todas las pertenencias de la familia, cruzaba lentamente el poblado,
alejándose quizás para siempre rumbo a la ciudad capital. En ella se marchaba
el relojero con toda su gente: el viejo abuelo y los hijos pequeños. Nadie
quedaba en el lugar que pudiera entender de relojes.
La gente se sintió huérfana, y comenzó a
mirar ansiosamente y a cada rato el reloj de la torre de la Iglesia. Otro tanto
hacía cada uno con su propio reloj de bolsillo. Con el pasar de los días el
sentimiento comenzó a cambiar. El relojero se había ido y nada había cambiado.
Todo seguía en plena normalidad. El aparato de la torre y los de cada uno
seguía rítmicamente funcionando y dando la hora sin contratiempo alguno.
-¡Caramba!- se decía la gente. Nos hemos
asustado de gusto. Después de todo, el relojero no era una persona
indispensable entre nosotros. Se ha marchado y todo sigue en orden y bien como
cuando él estaba aquí. Otra cosa muy distinta hubiera sido sin el panadero. No
había porqué preocuparse. Bien se podía vivir sin el ausente.
Y los días fueron pasando, haciéndose
meses. De pronto a alguien se le cayó el reloj, y aunque al sacudirlo comenzó a
funcionar, desde ese día su manera de señalar la hora ya no era de fiar.
Adelantaba o atrasaba sin motivo aparente. Fue inútil sacudirlo o darle cuerda.
La cosa no parecía tener solución. De manera que el propietario del aparato
decidió guardarlo en su mesita de luz, y bien pronto lo olvidó al ir
amontonando sobre él otras cosas que también iban a para al mismo lugar de
descanso.
Y lo que le pasó a esta persona, le fue
sucediendo más o menos al resto de los pobladores. En pocos años todos los
relojes, por una causa o por otra, dejaron de funcionar normalmente, y con ello
ya no fueron de fiar. Recién entonces se comenzó a notar la ausencia del
relojero. Pero era inútil lamentarlo. Ya n estaba, y esto sucedía desde hacía
varios años. Por ello cada uno guardó su reloj en el cajón de la mesa de luz, y
poco a poco lo fue olvidando y arrinconando.
Digo mal al decir que todos hacían esto.
Porque hubo alguien que obró de una manera extraña. Su reloj también se
descompuso. Dejó de marcar la hora correcta, y ya fue poco menos que inútil.
Pero esta persona tenía cariño por aquel objeto que recibiera de sus
antepasados, y que lo acompañara cada día con sus exigencias de darle cuerda
por la noche, y de marcarle el ritmo de las horas durante la jornada. Por ello
no lo abandonó al olvido de las cosas inútiles. Cierto: no le servía de gran
cosa. Pero lo mismo, cada noche, antes de acostarse cumplía con el rito de
sacar el reloj del cajón, para darle fielmente cuerda a fin de que se
mantuviera funcionando. Le corregía la hora más o menos intuitivamente
recordando las últimas campanadas del reloj de la iglesia. Luego lo volvía a
guardar hasta la noche siguiente en que repetía religiosamente el gesto.
Un buen día, la población fue nuevamente
sacudida por una noticia. ¡Retornaba el relojero! Se armó un enorme revuelo.
Cada uno comenzó a buscar ansiosamente entre sus cosas olvidadas el reloj
abandonado por inútil a fin de hacerlo llegar lo antes posible al que podría arreglárselo.
En esta búsqueda aparecieron cartas no contestadas, facturas no pagadas, junto
al reloj ya medio oxidado.
Fue inútil. Los viejos engranajes tanto
tiempo olvidado, estaban trabados por el óxido y el aceite endurecido. Apenas
puestos en funcionamiento, comenzaron a descomponerse nuevamente: a uno se le
quebraba la cuerda, a otro se le rompía un eje, al de más allá se le partía un
engranaje. No había compostura posible para objetos tanto tiempo detenidos. Se
habían definitiva e irremediablemente deteriorado.
Solamente uno de los relojes pudo ser
reparado con relativa facilidad. El que se había mantenido en funcionamiento
aunque no marcara correctamente la hora. La fidelidad de su dueño que cada
noche le diera cuerda, había mantenido su maquinaria lubricada y en buen
estado. Bastó con enderezarle el eje torcido y colocar sus piezas en la
posición debida, y todo volvió a andar como en sus mejores tiempos.
La fidelidad a un cariño había hecho
superar la utilidad, y había mantenido la realidad en espera de tiempos
mejores. Ello había posibilitado la recuperación.
La oración pertenece a este tipo de
realidades. Tiene mucho de herencia, poco de utilidad a corta distancia,
necesidad de fidelidad constante, y capacidad de recuperación plena cuando
regrese el relojero.
Guía de Trabajo Pastoral por Marcelo A.
Murúa
Cuento
El relojero,
de Mamerto Menapace.
Publicado en el libro Cuentos Rodados,
Editorial Patria Grande.
Lectura
Realizar la lectura del cuento en grupo.
Es importante que todos los presentes tengan una copia del texto. Se pueden ir
turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.
Rumiando
el relato
Al terminar la lectura entre todo el
grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo vuelve a contar). ¿Qué
sucede en el relato?
¿Qué pasa cuando el relojero se marcha?
¿Cómo actuaron las personas ante la
falta del relojero?
¿Qué sucedió al regreso del relojero?
Descubriendo
el mensaje
Hacia el final del cuento se compara la
oración con la actitud de la persona que había mantenido funcionando su reloj,
¿por qué?
Releer el último párrafo del cuento,
compartir las características de la oración que allí se mencionan, ¿qué
pensamos? ¿cuál es nuestra experiencia?
¿Qué lugar ocupa la oración en nuestra
vida?
Compartir cómo oramos, de qué manera,
cuándo...
Compromiso
para la vida
Sintetizar en una frase el mensaje del
cuento para nuestra vida.
Para
terminar: la oración en común
Leer entre todos la oración y luego
poner en común las intenciones de cada uno.
Terminar con una canción.
Fidelidad y espera
Padre Bueno,
enséñanos a orar.
Necesitamos
fuerzas
para caminar en
la esperanza.
Necesitamos
fuerzas
para vivir en la
fidelidad.
Tú nos escuchas
siempre
ayúdanos a
escuchar tu voz.
- Que así sea -