Los animales, portadores de derechos
La aceptación o no de la dignidad de los
animales depende del paradigma (visión del mundo y valores) que cada cual
asume. Hay dos paradigmas que vienen de la más remota antigüedad y perduran hasta
hoy.
El primero entiende al ser humano como
parte de la naturaleza y, junto a ella, un convidado más a participar en la
inmensa comunidad de vida que existe hace ya 3,8 mil millones de años. Cuando
la Tierra estaba prácticamente terminada con toda su biodiversidad irrumpimos
nosotros en el escenario de la evolución como un miembro más de la naturaleza.
Ciertamente dotados con una singularidad, la de tener la capacidad de sentir,
pensar, amar y cuidar. Esto no nos da el derecho de juzgarnos dueños de esa
realidad que nos antecedió y que creó las condiciones para que surgiésemos
nosotros. La culminación de la evolución se dio con el surgimiento de la vida,
no con el ser humano. La vida humana es un subcapítulo del capítulo mayor de la
vida.
El segundo paradigma parte de que el ser
humano es el ápice de la evolución y todas las cosas están a su disposición
para dominarlas y poder usarlas como bien le plazca. Olvida que para surgir
necesitó de todos los factores naturales anteriores a él. El ser humano se
juntó a lo que ya existía, no se colocó por encima.
Las dos posiciones tienen representantes
en todos los siglos, con comportamientos muy diferentes entre sí. La primera
posición encuentra sus mejores representantes en Oriente, con el budismo y en
las religiones de la India. Entre nosotros, además de Bentham, Schopenhauer y
Schweitzer, su mayor impulsor fue Francisco de Asís, considerado por el Papa
Francisco en su encíclica “Sobre el cuidado de la Casa Común” como alguien «que
vivía una maravillosa armonía con Dios, con los otros, con la naturaleza y
consigo mismo… ejemplo de una ecología integral» (n. 10). Pero este
comportamiento tierno y fraterno de fusión con la naturaleza no fue el que
prevaleció.
El segundo paradigma, el ser humano “maestro
y propietario de la naturaleza”, al decir de Descartes, se hizo hegemónico. Ve
la naturaleza desde afuera, no sintiéndose parte de ella sino su señor. Está en
la raíz del antropocentrismo moderno. El ser humano dominó la naturaleza,
sometió pueblos y explotó todos los recursos posibles de la Tierra, hasta el
punto de alcanzar hoy una situación crítica de falta de sostenibilidad. Sus
representantes son los padres fundadores del paradigma moderno como Newton,
Francis Bacon y otros, así como el industrialismo contemporáneo que trata la
naturaleza como una mera exposición de recursos con vistas al enriquecimiento.
El primer paradigma –el ser humano es
parte de la naturaleza– vive una relación fraterna y amigable con todos los
seres. Se debe ampliar el principio kantiano: no sólo el ser humano es un fin
en sí mismo, sino igualmente todos los vivientes y por eso deben ser
respetados. Hay un dato científico que favorece esta posición. Al
descodificarse el código genético por Drick y Dawson en los años 50 del siglo
pasado, se verificó que todos los seres vivos, desde la ameba más originaria,
pasando por las grandes selvas y por los dinosaurios y llegando hasta nosotros
los humanos, poseemos el mismo código genético de base: los 20 aminoácidos y
las cuatro bases fosfatadas. Esto llevó a la Carta de la Tierra, uno de los
principales documentos de la UNESCO sobre la ecología moderna, a afirmar que
«tenemos un espíritu de parentesco con toda la vida» (Preámbulo).
El Papa
Francisco es más enfático: «caminamos juntos como hermanos y hermanas y un lazo
nos une con tierno afecto al hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a
la Madre Tierra» (n. 92). Desde esta perspectiva, todos los seres, en la medida
en que son nuestros primos y hermanos/as y poseen su nivel de sensibilidad e
inteligencia, son portadores de dignidad y de derechos. Si la Madre Tierra goza
de derechos, como afirmó la ONU, ellos, como partes vivas de la Tierra,
participan de estos derechos.
El segundo paradigma –el ser humano señor
de la naturaleza– tiene una relación de uso con los demás seres y los animales.
Si conocemos los procedimientos de matanza de bovinos y de aves quedamos
horrorizados de los sufrimientos a los que son sometidos. La Carta de la Tierra
nos advierte: «hay que proteger a los animales salvajes de métodos de caza,
trampas y pesca que causen sufrimiento extremo, prolongado y evitable» (n.
15b). Ahí recordamos las sabias palabras del cacique Seattle (1854): «¿Que es
el hombre sin los animales? Si se acabasen todos los animales, el hombre
moriría de soledad de espíritu. Porque todo lo que les sucede a los animales,
le sucederá también al hombre. Todo está relacionado entre sí».
Si no nos convertimos al primer paradigma,
continuaremos con la barbarie contra nuestros hermanos y hermanas de la
comunidad de vida: los animales. En la medida en que crece la conciencia
ecológica sentimos cada vez más que somos parientes y como tales nos debemos
tratar, como San Francisco con el hermano lobo de Gubbio y con los seres más
simples de la naturaleza.