Por Mamerto Menapace, publicado en Cuentos
Rodados, Editorial Patria Grande
El cuento trata de un difunto. Anima
bendita camino del cielo donde esperaba encontrarse con Tata Dios para el
juicio sin trampas y a verdad desnuda. Y no era para menos, porque en la
conciencia a más de llevar muchas cosas negras, tenía muy pocas positivas que
hacer valer. Buscaba ansiosamente aquellos recuerdos de buenas acciones que
había hecho en sus largos años de usurero. Había encontrado en los bolsillos
del alma unos pocos recibos "Que Dios se lo pague", medio arrugados y
amarillentos por lo viejo. Fuera de eso, bien poca más. Pertenecía a los
ladrones de levita y galera, de quienes comentó un poeta: "No dijo malas
palabras, ni realizó cosas buenas".
Parece que en el cielo las primeras se
perdonan y las segundas se exigen. Todo esto ahora lo veía clarito. Pero ya era
tarde. La cercanía del juicio de Tata Dios lo tenía a muy mal traer.
Se acercó despacito a la entrada
principal, y se extrañó mucho al ver que allí no había que hacer cola. O bien
no había demasiados clientes o quizá los trámites se realizaban sin
complicaciones.
Quedó realmente desconcertado cuando se
percató no sólo de que no se hacía cola sino que las puertas estaban abiertas
de par en par, y además no había nadie para vigilarlas. Golpeó las manos y
gritó el Ave María Purísima. Pero nadie le respondió. Miró hacia adentro, y
quedó maravillado de la cantidad de cosas lindas que se distinguían. Pero no
vio a ninguno. Ni ángel, ni santo, ni nada que se le pareciera. Se animó un
poco más y la curiosidad lo llevó a cruzar el umbral de las puertas
celestiales. Y nada. Se encontró perfectamente dentro del paraíso sin que nadie
se lo impidiera.
-¡Caramba — se dijo — parece que aquí
deber ser todos gente muy honrada! ¡Mira que dejar todo abierto y sin guardia
que vigile!
Poco a poco fue perdiendo el miedo, y
fascinado por lo que veía se fue adentrando por los patios de la Gloria.
Realmente una preciosura. Era para pasarse allí una eternidad mirando, porque a
cada momento uno descubría realidades asombrosas y bellas.
De patio en patio, de jardín en jardín y
de sala en sala se fue internando en las mansiones celestiales, hasta que
desembocó en lo que tendría que ser la oficina de Tata Dios. Por supuesto,
estaba abierta también ella de par en par. Titubeó un poquito antes de entrar.
Pero en el cielo todo termina por inspirar confianza. Así que penetró en la
sala ocupada en su centro por el escritorio de Tata Dios. Y sobre el escritorio
estaban sus anteojos. Nuestro amigo no pudo resistir la tentación — santa
tentación al fin — de echar una miradita hacia la tierra con los anteojos de
Tata Dios. Y fue ponérselos y caer en éxtasis. ¡Qué maravilla! Se veía todo
clarito y patente. Con esos anteojos se lograba ver la realidad profunda de
todo y de todos sin la menor dificultad. Pudo mirar profundo de las intenciones
de los políticos, las auténticas razones de los economistas, las tentaciones de
los hombres de Iglesia, los sufrimientos de las dos terceras partes de la
humanidad. Todo estaba patente a los anteojos de dios, como afirma la Biblia.
Entonces se le ocurrió una idea. Trataría
de ubicar a su socio de la financiera para observarlo desde esta situación
privilegiada. No le resulto difícil conseguirlo. Pero lo agarró en un mal
momento. En ese preciso instante su colega está estafando a una pobre mujer
viuda mediante un crédito bochornoso que terminaría de hundirla en la miseria
por sécula seculorum. (En el cielo todavía se entiende latín). Y al ver con meridiana
claridad la cochinada que su socio estaba por realizar, le subió al corazón un
profundo deseo de justicia. Nunca le había pasado en la tierra. Pero, claro,
ahora estaba en el cielo. Fue tan ardiente este deseo de hacer justicia, que
sin pensar en otra cosa, buscó a tientas debajo de la mesa del banquito de Tata
Dios, y revoleándolo por sobre su cabeza lo lanzó a la tierra con una tremenda
puntería. Con semejante teleobjetivo el tiro fue certero. El banquito le pegó
un formidable golpe a su socio, tumbándolo allí mismo.
En ese momento se sintió en el cielo una
gran algarabía. Era Tata Dios que retornaba con sus angelitos, sus santas
vírgenes, confesores y mártires, luego de un día de picnic realizado en los
collados eternos. La alegría de todos se expresaba hasta por los poros del
alma, haciendo una batahola celestial.
Nuestro amigo se sobresaltó. Como era pura
alma, el alma no se le fue a los pies, sino que se trató de esconder detrás del
armario de las indulgencias. Pero ustedes comprenderás que la cosa no le sirvió
de nada. Porque a los ojos de Dios todo está patente. Así que fue no más entrar
y llamarlo a su presencia. Pero Dios no estaba irritado. Gozaba de muy buen
humor, como siempre. Simplemente le preguntó qué estaba haciendo.
La pobre alma trató de explicar
balbuceando que había entrado a la gloria, porque estando la puerta abierta
nadie la había respondido y él quería pedir permiso, pero no sabía a quién.
-No, no — le dijo Tata Dios — no te
pregunto eso. Todo está muy bien. Lo que te pregunto es lo que hiciste con mi
banquito donde apoyo los pies.
Reconfortado por la misericordiosa manera
de ser de Tata Dios, el pobre tipo fue animado y le contó que había entrado en
su despacho, había visto el escritorio y encima los anteojos, y que no había
resistido la tentación de colocárselos para echarle una miradita al mundo. Que
le pedía perdón por el atrevimiento.
-No, no — volvió a decirle Tata Dios —
Todo eso está muy bien. No hay nada que perdona. Mi deseo profundo es que todos
los hombres fueran capaces de mirar el mundo como yo lo veo. En eso no hay
pecado. Pero hiciste algo más. ¿Qué pasó con mi banquito donde apoyo los pies?
Ahora sí el ánima bendita se encontró
animada del todo. Le contó a Tata Dios en forma apasionada que había estado observando
a su socio justamente cuando cometía una tremenda injusticia y que le había
subido al alma un gran deseo de justicia, y que sin pensar en nada había
manoteado el banquito y se lo había arrojado por el lomo.
-¡Ah, no! — volvió a decirle Tata Dios.
Ahí te equivocaste. No te diste cuenta de que si bien te había puesto mis
anteojos, te faltaba tener mi corazón. Imagínate que si yo cada vez que veo una
injusticia en la tierra me decidiera a tirarles un banquito, no alcanzarían los
carpinteros de todo el universo para abastecerme de proyectiles. No m’hijo. No.
Hay que tener mucho cuidado con ponerse mis anteojos, si no se está bien seguro
de tener también mi corazón. Sólo tiene derecho a juzgar, el que tiene el poder
de salvar.
-Volvete ahora a la tierra. Y en
penitencia, durante cinco años reza todo los días esta jaculatoria:
"Jesús, manso y humilde de corazón dame un corazón semejante al
tuyo".
Y el hombre se despertó todo transpirado,
observando por la ventana entreabierta que el sol ya había salido y que afuera
cantaban los pajaritos.
Hay historias que parecen sueños. Y sueños
que podrían cambiar la historia.
Guía
de Trabajo Pastoral por Marcelo A. Murúa
Cuento Los anteojos de
Dios, de Mamerto Menapace.
Publicado en el libro Cuentos Rodados,
Editorial Patria Grande.
Lectura
Realizar la lectura del cuento en grupo.
Es importante que todos los presentes tengan una copia del texto. Se pueden ir
turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.
Rumiando
el relato
Al terminar la lectura entre todo el grupo
se reconstruye el relato en forma oral (se lo vuelve a contar).
¿Qué sucede en el relato?
¿Cómo había sido la vida del protagonista
del cuento?
¿Qué le llama la atención al llegar al
Cielo?
¿Qué encuentra en la oficina de Dios?
¿Para qué lo usa?
¿Cómo reacciona al contemplar el mundo con
los "anteojos" de Dios?
¿Qué le dice Dios al encontrarlo?
Descubriendo
el mensaje
El cuento nos habla de la capacidad de
juzgar a los demás, tarea que sólo compete al Dios de la Vida.
¿Te ha sucedido alguna vez una situación
semejante a la del protagonista?
Jesús nos advierte sobre "ver la
pelusa en el ojo ajeno y no la viga en el propio".
Relacionar estas palabras de Jesús con el
cuento.
¿Qué mensaje nos deja el cuento sobre Dios
y sobre nosotros mismos?
¿Cómo debemos actuar en consecuencia?
Compromiso
para la vida
Sintetizar en una frase el mensaje del
cuento para nuestra vida.
Para
terminar: la oración en común
Leer entre todos la oración y luego poner
en común las intenciones de cada uno.
Terminar con una canción.
Ver
la vida con otros ojos
Padre Bueno,
danos un corazón
semejante al tuyo,
Capaz de acoger al otro,
capaz de descubrir lo bueno del otro,
capaz de perdonar…
Danos un corazón compasivo,
sincero, abierto, humilde
y lleno de misericordia.
Para que aprendamos
a tratar a los demás
como Tú, Dios Bueno,
nos tratas a todos.
- Que así sea -