13 noviembre 2017
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Los
juegos de la mente
Los humanos poseemos un mecanismo de
adaptación que nos salva o nos arruina.
No dejo de maravillarme cada vez que
alguien intenta justificar el estatus actual en Guatemala, como si esperara la
aparición de algún fenómeno mágico capaz de transformarlo y, de paso,
responsabilizando a las víctimas por la imperdonable situación de marginación,
hambre y discriminación en la cual viven: “es que se reproducen como conejos”,
“es que el problema reside en la sobrepoblación”, “es que si se aplicara la
pena de muerte esto cambiaría”, “es que las mujeres no educan a sus hijos”…
Actitudes especialmente recurrentes en personas cuyo nivel de educación está
por encima de la media, con posibilidades de incidir en cambios sustantivos de
un sistema política y económicamente caduco, un sistema cuyo efecto más notable
es la división de la sociedad entre unos pocos ricos muy ricos y una inmensa
mayoría de pobres muy pobres.
Por lo general, estos comentarios carecen
de un respaldo documental, más que esa ‘sensación’ de estar en lo cierto. En
sentido contrario: lo documental, las investigaciones académicas, los avances
en el estudio de los fenómenos sociales y económicos de las últimos décadas en
Guatemala revelan otra cosa muy diferente y dejan al descubierto las enormes
injusticias que padece más de las tres cuartas partes de la población.
Adjudicar a las víctimas del sistema la culpa de la violencia, la desnutrición
(“solo les dan tortillas a sus hijos, así cómo van a desarrollarse…”) y otras
profundas carencias padecidas por los sectores más pobres, es un acto de
infinita maldad e ignorancia.
En días recientes se han producido
violentos desalojos y familias enteras han quedado a la intemperie sin
alimentos, sin techo sobre sus cabezas, con niños y ancianos soportando el frío
de la noche. Eso, para proteger los intereses de individuos y empresas cuyas
fortunas han sido amasadas a la sombra de la corrupción y los privilegios. Este
es solo un ejemplo de la injusticia, pero como este hay muchos: fuentes
hídricas –ríos y lagos- impunemente contaminadas por desechos industriales;
periodistas asesinados, amenazados o capturados por denunciar actos de
corrupción de empresarios, autoridades y redes criminales; obras inconclusas y
abandonadas; pactos legislativos cuyo objetivo es callar a la prensa, amordazar
a la población y garantizar la impunidad por crímenes cuyas consecuencias, entre
otras, es la muerte por desnutrición, los asesinatos de mujeres, la muerte
materna y, por supuesto, la criminalización de las protestas ciudadanas.
Pero la mente juega de manera perversa con
nuestro instinto de conservación, neutralizando el impacto de las agresiones
para no experimentarlas con toda la fuerza de la conciencia. De este modo, las
personas se refugian dentro de su ámbito más cercano, en su ilusión de
inmunidad contra una realidad abrumadoramente poderosa y continúan en su
quehacer cotidiano hasta que la violencia los alcanza. Y la violencia,
hipotéticamente, los alcanzará; si no de manera directa, lo hará por medio de
experiencias en su círculo familiar o laboral, a través del temor de caminar
por las calles, detenerse ante un semáforo en rojo o ver aproximarse a un
hombre en una motocicleta.
Si analizáramos con la mente muy atenta
los alcances de la distorsión de nuestro sistema de vida y de valores, quizá
veríamos cómo lo patológico se ha vuelto natural, cómo nos acomodamos para no
confrontar una realidad dolorosa por injusta, por viciosa, por macabra. Cómo
hemos adoptado a las redes sociales para hacer de ellas un instrumento de
catarsis, tan estridente como ineficaz para incidir de manera seria y
contundente en un estado de cosas rayanas en el surrealismo más extremo.
De
nada sirve la protesta si no está articulada por una organización que le aporte
consistencia.