Nuestro loro
Por Mamerto Menapace, publicado en La
sal de la tierra, Editorial Patria Grande
En casa teníamos un loro.
Pero un loro auténtico. No una cotorra.
Ni siquiera se lo hubiera podido confundir con uno de esos loros chicos, que
comen girasol y que en norte llaman calancates. El nuestro era un loro grande,
nacido en el norte.
Lo habían traído de pichón y se había criado
con nosotros, compartiendo nuestra vida de cada día, nuestros entusiasmos y
nuestras discusiones. Y fue así como aprendió a gritar muchas cosas.
Se llamaba Pastor. Es cierto que ese
nombre se lo habíamos impuesto. Pero él lo había aceptado. Cuando tenía hambre,
por ejemplo, y quería suscitar nuestra compasión, repetía en tono triste:
-¡Pobrecito Pastor! ¡La papa para
Pastor, pobrecito Pastor! - Y agarraba con una de sus patitas el pedazo de pan
familiar.
Aferrándose con la otra de donde estaba
apoyado, lo comía con gesto humano. Con gesto de familia.
Cuando sentía torear los perros,
gritaba: "¡Fuera, fuera!", y compartía nuestras euforias gritando:
"¡Viva Boca!" cuando escuchaba los partidos por radio. Además repetía
las órdenes que se daban a los chicos, y así nos mandaba encerrar los terneros,
traer agua; o simplemente nos llamaba por nuestro nombre.
En casa lo teníamos por uno más de la
familia. Habiendo compartido casi la totalidad de su vida consiente con
nosotros, pensábamos que todos sus ideales se identificaban con los nuestros.
Lo creíamos un loro domesticado. Le teníamos tanta confianza que le habíamos
otorgado plena libertad.
Porque tienen que saber que teníamos
otros pájaros: tres cardenales copete rojo y una urraca de monte. Tuvimos tordos
y boyeros de esos que hacen su nido como una larga media colgada de las ramas
de un algarrobo. En fin, una variedad de otros pájaros salvajes. Pero a todos
los teníamos en cerrados en sus jaulas. De ellos nos interesaban sus trinos y
sus colores; pero sabíamos que no deseaban compartir nuestra vida. No estaban
integrados.
En cambio nuestro loro, no. Se subía a
nuestros mismos árboles y gateaba las mismas ramas que nosotros, los chicos.
Nuestro parral era también suyo. Y los días de lluvia o frío compartía la
tibieza de nuestra cocina.
Para saber dónde estaba, bastaba con
gritar fuerte:
-¡Pastor!…- y él, desde su rama o su
rincón contestaba:
-¡Eu!
Con pico y patas descendía hasta uno
para tomar su pedazo de pan familiar.
Eso sí. Tenía sus agresividades. ¡Cómo
no! Y también sus antipatías. Eso era lógico. A todos en casa nos pasaba más o
menos lo mismo.
Pero no. Seguramente no fue ése el
motivo de su insólita actitud aquella tarde de otoño.
Sí. Era otoño. Lo recuerdo bien. Como
una cicatriz de mi infancia. Era otoño porque aquella tarde casi todos los
mayores estaban juntando algodón en el campo. Papá estaba en el pueblo. Algunos
estábamos en la escuela, y sólo quedaba en casa mamá y uno o dos de los más
chicos. Habrán sido las tres o cuatro de la tarde. Cada uno estaba en lo suyo,
y todo parecía estar en paz.
Viniendo desde el sur, una bandada de
loros salvajes emigraba hacia el norte; hacia las selvas, las Cataratas, el
Paraguay. Su vuelo nervioso era apuntado por esos gritos característicos del loro
en vuelo:
-¡Creo, creo, creo!…- y la bandada pasó
sobre mi casa.
¿Qué le pasó a nuestro loro? ¿Habrá
estado triste, disconforme? ¿Se habrá sentido oprimido o alienado? Puedo
asegurarles que en casa no le faltaba nada y papá era exigente en que no se
maltratara a ningún animal; menos al loro familiar por el cual sentía afecto
especial.
No. Estoy seguro de que no. No fue por
ninguno de esos motivos. No fue para liberarse de algo. Fue simplemente porque
sintió que algo se liberaba en él. Sacudido por ese grito ancestral de su raza
en vuelo, también en él surgió la necesidad imperiosa de afirmar su fe en
aquellas realidades primordiales que constituyen la esencia de todos los loros.
Y agitando sus alas torpes, no adiestradas para el vuelo, lanzó también él ese
grito que le dormía dentro:
-¡Creo, creo, creo!… - y se largó a
volar.
Fue sólo un gesto. Una manera de
concretizar su profunda fe en las selvas, en las cataratas, en yerbales y
naranjales que él nunca viera, y que nunca serían plenamente suyos.
La bandada se perdió pronto sobre los
chañares, arreando hacia el norte su profesión de fe.
Nuestro loro no pudo seguirla. A las
pocas cuadras perdió altura y aterrizó. No estaba adiestrado para el vuelo
largo. En nuestra familia nadie tenía esas oportunidades, y a él mismo nunca se
había presentado la necesidad de ensayarlas.
Esa noche, al reencontrarnos todos
nuevamente reunidos en familia, notamos la ausencia de Pastor. En su media
lengua, mi hermanito menor dio a entender que el loro se había volado hacia el
norte. Alguien creyó recordar que, efectivamente, a media tarde una bandada de
loros había sobrevolado el algodonal.
Todos lamentados sinceramente que
nuestro loro se hubiera podido ir con ellos. Y a todos nos sobrecogió el temor
por los peligros que acecharían a Pastor, ya que sabíamos que era imposible que
hubiera podido seguir el ritmo de la bandada. Caído a mitad de vuelo, quizás no
habría un árbol cerca; así estaría en pleno campo bajo el peligro de los zorros
o de los gatos. Una de mis hermanas - la más sensible - se largó a llorar.
Con todo, creo que se exageraron un poco
los peligros. Probablemente lo que nos preocupaba no era tanto las dificultades
que encontraría nuestro loro en su nueva situación, cuando el haberlo perdido.
Sobre todo nos mortificaba que ya no fuera nuestro loro.
De hecho, Pastor había caído a unas
pocas cuadras entre el algodonal. Dos o tres días después lo
encontramos.
¡Pobre!, daba lástima. Estaba muerto de hambre. Y lo descubrimos justamente
porque al pasar cerca de él, se puso a gritar esa serie de frases familiares
que había aprendido entre nosotros. Sus ¡vivas! y sus ¡fuera! Fue así como
descubrimos su paradero.
Todos nos alegramos de haberlo
reencontrado. Y todos estuvimos de acuerdo en que había que cortarle las plumas
de sus alas para que no volviera a repetir la experiencia. Hasta mi hermana -
¡la más sensible! - estuvo de acuerdo también. Porque Pastor nunca podría
seguir a las bandadas. Por tanto había que impedirle nuevas experiencias.
Hoy, al pensar en aquella decisión de mi
familia, me pregunto: "¿Fue un auténtico y sincero cariño por Pastor lo
que nos llevó a cortarle las alas para evitarle problemas?".
Tal vez hubiera sido mejor darle mayores
oportunidades de vuelos controlados, para que realmente estuviera capacitado.
No sé. Por ejemplo, se lo podría haber llevado lejos, dejándolo luego un poco
solo, para obligarlo a volar por su cuenta hasta nosotros. Así, a la vez que
ensayaba el vuelo largo, aprendería a tomar nuestra casa como punto de referencia
y lograría realizar el vuelo de retorno.
Pero tengo que reconocer que fuimos
egoístas. Preferimos la solución fácil. Pastor fue humillado y perdió las
hermosas plumas de colores de la punta de sus alas.
Pienso que también dramatizamos algo que
no era para tanto. ¿Qué es lo que en el fondo había hecho Pastor? Seguramente,
su gesto no fue un signo de protesta contra nuestro estilo de vida familiar. No
fue un querer irse porque estuviera en desacuerdo, o como un decirnos que todos
sus gestos anteriores habían sido un simple formulismo hecho sin convicción;
como si nunca hubiera compartido auténticamente lo nuestro.
Simplemente había sentido de repente ese
grito que despertaba en Pastor una fidelidad que nunca había sentido antes
entre nosotros. Era la profesión de fe de su raza en vuelo. Y Pastor, sacudido
por ese grito de su raza, había realizado un gesto sin pensar siquiera en las
consecuencias, y menos que con ello pudiera ofender nuestra incapacidad de
volar.
Se había equivocado. De acuerdo. Pero ¿a
quién en casa no le había pasado alguna vez algo parecido, no se había
equivocado al escuchar un grito nuevo?
-Habría podido consultar - se me dirá.
Pero ¿a quién? Cada uno estaba enteramente ocupado en lo suyo y ni siquiera
hubiera podido comprender su intimidad intransferible de loro.
Nosotros sacamos demasiadas
conclusiones. La verdad: le tuvimos miedo al futuro. Y olvidamos sus diez mil
gestos buenos, profundos, con sentido auténtico, por uno que le fracasó y que
había hecho sin consultar.
¡Qué ridículo fuiste, Pastor, durante un
tiempo, caminando pasito a paso por los patios, intentando vuelos que
irremediablemente terminaban en tumbos, con tus alas amputadas! Para alcanzar
las ramas que antes eran las metas de sus volidos, ahora tenías que gatear el tronco
con pico y patas como una comadreja. Realmente, Pastor, te hicimos sufrir una
gran humillación.
Pero, créemelo: lo pensábamos
justificado. Porque con ello asegurábamos tu permanencia definitiva entre
nosotros. Nosotros, ¡te hubiéramos extrañado tanto! Con esa decisión de
cortarte las plumas y no permitirte el vuelo largo, nosotros nos comprometíamos
con vos, con tu futuro, con tu seguridad.
Pero nuestra familia no era dueña del
futuro. Ni del tuyo, ni del de ella misma. El futuro es sólo de Dios. ¡Es tan
delicado comprender a los demás definitivamente mediante nuestras decisiones
arbitrarias y poco generosas!
Unos cuantos años después nuestra
familia tuvo que emigrar. Tuvo que dejar ese campo familiar, ese rancho con
tantos recuerdos y esos árboles que vos y yo gateábamos rama a rama. Y nos
fuimos a vivir al pueblo.
No. No fue fácil acostumbrarse. Tampoco
para nosotros. Créemelo. El terreno era pequeño. La casa de material, con pisos
de cemento. No había árboles. Al principio ni siquiera teníamos un parral.
Pero si a mi familia se la hacía difícil
amoldarse, a vos se te hizo imposible.
No hubo santo. No tenías espacio vital.
Comenzaste a ponerte triste. Ya no hablabas. Perdías el color de tus plumas.
Andabas todo el día huraño. Y lo que es peor: molestabas en todas partes porque
no lograbas ubicarte vos mismo.
Las visitas, que allá en el campo
dejabas admiradas, ahora preguntaban para qué te teníamos. Y entre esas
visitas, no faltó quien te codiciara. En su casa tenía un lindo bananal.
Y fue así nomás: te vendimos. Siento una
profunda vergüenza al tener que confesarlo. Pero… te vendimos. Quinientos pesos
viejos. Casi como para decir que carecías de valor. Como quien se saca de
encima un estorbo.
La última vez que te vi estabas
encaramado entre las hojas del bananal. No diste señales de reconocerme.
Y sin embargo yo quiero creer que no nos
guardas rencor.
Necesito creerlo. Para que en mí no
muera lo mejor de vos.
Nota:
Este cuento no es un cuento. Es un sucedido. Es estrictamente histórico hasta
en sus detalles. Por ello puede ser una parábola.
Guía de Trabajo Pastoral por Marcelo A. Murúa
Cuento Nuestro Loro, de Mamerto
Menapace.
Publicado en el libro La sal de la
tierra, Editorial Patria Grande.
Lectura
Realizar la lectura del cuento en grupo.
Es importante que todos los presentes tengan una copia del texto. Se pueden ir
turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta.
Rumiando
el relato
Al terminar la lectura entre todo el
grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo vuelve a contar).
¿Qué sucede en el relato?
¿Podemos reconocer partes en el relato?
Describir lo sucedido en cada una.
¿Qué proceso fue viviendo el loro?
¿Cómo reaccionó la familia?
¿Qué reflexiona el autor, tiempo después
de transcurrido todo esto, al mirar para atrás?
Elegir una frase del texto (releerlo
rápido para ubicarla) que más le haya llegado/impactado a cada uno y
compartirla en voz alta.
Descubriendo
el mensaje
El cuento nos habla de la libertad y de
sus riesgos. Permite varias interpretaciones. Mamerto nos dice que puede ser
parábola… que nos puede hablar de nuestra propia vida, al verla reflejada en el
relato.
Mirando
desde la perspectiva del loro…
¿Somos fieles a nuestra vocación,
nuestro llamado interior? (aunque implique riesgos)
¿Qué cosas me impiden desarrollar todos
mis dones y potencialidades? ¿Cómo superarlas?
Mirando
desde la perspectiva de la familia…
¿Cómo actuamos frente a la libertad de
los demás?
¿Cortamos alas o enseñamos a volar?
Comparar como actúa Dios con nosotros… y
cómo actuamos con los demás.
Compromiso
para la vida
Sintetizar en una frase el mensaje del
cuento para nuestra vida.
Para
terminar: la oración en común
Leer entre todos la oración y luego
poner en común las intenciones de cada uno.
Terminar con una canción.
Crecer en libertad
Padre Bueno,
enséñanos a orar.
enséñame a
descubrir
mis dones, mis
posibilidades,
mi vocación…
Muéstrame el
camino,
enséñame a ser
libre,
para hacer lo
que debo hacer…
Asumiendo los
riesgos,
para crecer…
Ayúdame a ser
fiel
a tu llamado en
mi interior.
- Que así sea -