Quien mira de verdad, no puede menos que
admirar el Misterio del mundo, tan infinitamente complejo y armonioso a la vez:
que haya amanecido esta mañana lluviosa y tibia de otoño, que nuestros pulmones
respiren por sí mismos y nuestro corazón siga latiendo sin saberlo nosotros,
que esas grandes gaviotas vuelen tan plácidamente, que el mar y la montaña
estén ahí, siempre iguales y cambiantes, que exista la Madre Tierra que nos
engendra y nutre a todos los vivientes gracias al sol y sea nuestra casa común,
a pesar de que nosotros, los pobres humanos, nos empeñemos tan insensata y
dramáticamente en romper la comunión y la armonía de todo lo que es.
Que nuestra Tierra y nuestro sol no
seamos, sin embargo, más que una parte infinitesimal de nuestra galaxia, que
haya en ella entre 200 y 400 mil millones de estrellas con sus respectivos
planetas, muchísimos de ellos habitados sin duda por seres vivientes tal vez
menos o tal vez más inteligentes que nosotros, que la estrella más cercana esté
a más de 4 años luz –es decir, que la luz, a 300 mil kilómetros por segundo,
necesite más de cuatro años para llegar desde dicha estrella hasta nosotros–,
que la estrella más lejana visible a simple vista esté a 11.600 años luz, que
nuestra galaxia tenga un diámetro de 100 mil millones de años luz, y que
existan hasta un billón de galaxias similares a la nuestra y otras nuevas se
estén formando, que el universo se esté expandiendo y la expansión se esté
acelerando, que el diámetro del universo actual mida 93 mil millones de años
luz… Nos faltan ceros. Se nos corta el aliento.
Que todo este universo esté formado de los
mismos átomos, y que dentro de cada átomo –formado a su vez de electrón, núcleo
y centenares de partículas atómicas– se abra otro universo inmensamente pequeño
que se mide en micrómetros, nanómetros, picómetros, femtómetros, attómetros,
zeptómetros y yoctómetros, millonésima, milmillonésima, billonésima,
milbillonésima, trillonésima, miltrillonésima y cuatrillonésima de metro respectivamente…
Dentro es fuera. Nos trastorna el vértigo.
Todo lo que es son formas que emanan o
emergen de eso que llamamos materia –genial palabra que, no lo olvidemos, viene
de mater, madre–, pero ¿qué es la materia, esa matriz universal de todas las
formas? Es una forma de energía, pero no sabemos qué es la energía, solo
sabemos que por ella se produce todo movimiento y transformación de los cuerpos
físicos. De menos sale más. De los átomos emerge la conciencia. La realidad es,
pues, absolutamente misteriosa. Y lo más misterioso es que sea.
No podemos dejar de preguntarnos, pero
toda respuesta nos lleva a nuevas preguntas y a un gran silencio. Todo lo que
sabemos nos sitúa en la frontera de lo desconocido. Las mismas ciencias nos
vuelven más ignorantes, pues cuanto más conocemos, tanto más sabemos lo que
queda por conocer. Las ciencias nos permiten quizás entender lo que, según
afirmaba Galileo, constituye el lenguaje mismo en que se expresa el universo,
la matemática, “sinfonía del universo” (D. Hilbert), la ciencia más clara y la
más mística; gracias a ella podemos describir y manejar todo lo que se puede
medir, pero solo lo que se puede medir y manejar. Las ciencias nos conducen a
la frontera y a la conciencia del Infinito, del Misterio que no podemos manejar,
que nos envuelve y habita. En esa frontera final, también las ciencias, ellas
sobre todo, se llenan de asombro y se vuelven humildes, más conscientes que
nadie de los peligros de su inmenso poder, y nos invitan a la sabiduría
suprema: la humildad y la humanidad, las únicas que salvarán del abismo la
arcilla preciosa y vulnerable que somos, el humus común de todos los seres.
¿Y Dios? Es el Misterio absoluto del
mundo, más allá de todos los nombres e imágenes personales o impersonales, del
dualismo y del monismo, del teísmo y del ateísmo. Dios no explica nada, pues
toda explicación es un constructo humano. “Dios” en cuanto explicación o
fundamento del mundo o de la moral también es un constructo humano.
A Dios no lo concibo como el Ente supremo
y creador, anterior y exterior al mundo, sin materia ni energía. Se expresa en
todo lo que es o somos, pero en cuanto Todo que trasciende todas las formas del
ser. Todo lo bueno lo encarna, pero nada lo agota. La bondad de Jesús lo
encarnó de un modo paradigmático para los cristianos, pero no lo agotó en
cuanto individuo histórico y particular que fue de la especie Sapiens, especie
que más pronto que tarde desaparecerá y será reemplazado por otra forma
viviente hiperhumana o transhumana, más poderosa que nosotros, espero que
también más inteligente en el sentido pleno, es decir, más espiritual, más
libre y fraterno, más bueno y feliz. Creer en Dios es creer en ese futuro, a
pesar de todo. Y creer en ese futuro es crearlo. Creer en Dios es crearlo, se
puede decir.
Dios es –dicho con meras metáforas– el
Todo irreductible a las partes, Corazón sin forma de todas las formas del
cosmos, Aliento
vital de todo cuanto es, Origen o Fuente o Fondo eternamente presente de toda energía y materia, Conciencia universal, Puro Ser o, mejor, Interser, Relación de todo con todo, Creatividad buena sin fin de la que todo el universo, nosotros en él, es portador, para el adviento o el advenimiento o la realización del Arcoíris de la Paz.
vital de todo cuanto es, Origen o Fuente o Fondo eternamente presente de toda energía y materia, Conciencia universal, Puro Ser o, mejor, Interser, Relación de todo con todo, Creatividad buena sin fin de la que todo el universo, nosotros en él, es portador, para el adviento o el advenimiento o la realización del Arcoíris de la Paz.
(Publicado en DEIA y en los Diarios del
Grupo NOTICIAS el 26 de noviembre de 2017)